Que había malinterpretado tales atenciones, sin embargo, le resultó por fin claro cuando en unas tres ocasiones bien espaciadas surgió en su lecho una intermitente llama de gozo, y cada vez, siempre que habían ascendido hasta el apoteosis de la lujuria, César permanecía concentrado en ella con expresión severa, escuchando embelesado, pero como si Bonne se interpusiera entre los dos; como si fuera una impostora, una criatura que hubiera sustituido a la auténtica al nacer para meterse, plenamente desarrollada, en el lecho de ambos, una criatura con sangre de arpía enmascarada con la forma humana de la propia Bonne; como si se hubiera convertido en un fraude, en una estafa, y no en lo que había prometido.
Acabó cansándose, además, de verle las orejas, pues en esos arrebatos siempre se volvía hacia ella una u otra oreja. Cualquier impulso de expresarse en alguno de los habituales lenguajes carnales o espirituales que, como compañera de César en aquel juego de comportamientos extraños, todavía experimentara, se veía reprimido por esas rosáceas y depredadoras orejas. No sabía qué hacían allí, floreciendo ante ella; sólo sabía que le parecían pozos sin fondo impacientes por llenarse. ¿Quién puede saciar una hambruna? ¿Quién, salvo un pájaro en su nido o una madre con su leche, entregaría libremente algo que le va a ser arrebatado tan pronto se presente? La voz de Bonne estaba silenciada.
Al final, ella, que había empezado por confiar en que esas payasadas de César fueran los primeros signos de su retorno desde una cierta inclinación a la desesperanza y los atractivos de la locura, acabó por comprobar que tal inclinación, en cambio, se había pronunciado y que él mismo aceleraba el proceso. Lo vio en el trastornado aspecto con que se enfrentaba a ella, al final de uno de esos episodios de su apego ya incomprensible por su persona, y la miraba durante varios minutos o, si no tenía escapatoria, durante varias horas, con los pelos de punta y en el rostro la expresión de aquel antiguo rey de Corinto, como quiera que se llamase, cuyo destino en el Tártaro fue el de empujar una roca hasta lo alto de una pendiente de cuya cumbre volvía a rodar.
César, por su parte, esos días encontraba a Bonne más esquiva que en otros tiempos. Recientemente se le había ocurrido pensar en cuán irónico resultaba que los intentos de su alma por hablar a la de Bonne, y de ese modo hallar su propia lengua, no hubieran sino extinguido la conversación ordinaria entre ellos; y que su intento de unir sus dos almas en divina discusión hubiera separado sus humanas personalidades; y que la voz con la que Bonne solía cantar al recorrer la casa hubiera enmudecido como la de un cisne; y que el silencio de los corazones que se derramaba en torno a sus vidas fuera capaz de llenar la eternidad…
Cuando examinaba el catálogo de misteriosos pesares que habían acompañado a los intentos de su alma por cortejar a la de Bonne, la determinación de César vacilaba. ¡Que Bonne ya no cantase! Eso bastaba para que buscase el alma que iba a hacer hablar a la suya en alguna otra armazón que en la de su esposa. Tendría que hacerlo, tarde o temprano, pues adonde fuera que la voz de Bonne se hubiese marchado, el resto iba menguando en pos de ella. Se había tornado una solitaria y una histérica, y ya no les quedaba mucho tiempo para lograr algo juntos. ¿Desperdiciaría, pues, el poco tiempo que quedaba? ¿O huiría, derrotado, de lo que quizás instantes después sucumbiría a sus deseos?
Doblegando una vez más su indómita voluntad, César domeñó los miedos y pesares que le oprimían hasta que no fueron más que un malestar en el centro de su ser. Se ciñó el cinturón sobre el dolor y lo tomó como un estímulo a su resolución: intentaría una vez más, durante un mes quizás, o una estación, la tarea de desvelar ese mensaje del alma de Bonne.
¿Qué otra opción le quedaba? La hora que acababa de pasar con el joven recién llegado (¿había sido sólo una hora?) le recordó cuán escasos eran los visitantes y cuán inciertas, para su propósito, sus credenciales. Estaba claro que Bonne, por mucho que hasta entonces le hubiera defraudado y por muy decrépita que estuviese, en el presente estado de cosas era una esperanza más prometedora que aquel niñato sabihondo, aquel golfillo presuntuoso que alardeaba entre la autoestima y la autocompasión (y, por añadidura, según parecía, la perversidad) que Amanieu había demostrado ser hasta entonces.
5
– A causa de la guerra -estaba diciendo el golfillo-, mi carrera ha concluido antes de empezar. No soy rico. Soy el séptimo hijo varón. Mi padre me equipó para servir como soldado y se despidió de mí. La seda la obtuve de una mujer. Y me hice con estas botas. -Ladeó la cabeza con coquetería y explicó-: Saqueo. Botín de guerra.
Su anfitrión se había fundido con las sombras, diluido en la penumbra; se hallaba sumido en sus pensamientos. La voz del joven subió de tono, ansiosa por hacerse oír.
– Hay además seis hijas -dijo- y yo soy el decimotercer vástago, y también el primero nacido de mi madre, pues mi padre se casó tres veces.
Tan curioso discurso hizo que el otro hombre despertara a medias de su abstracción. Había detectado cierto aire de inverosimilitud en su tono, un olor almizclado a semilocura, que añadido a la oscuridad y el ajo, el pestilente pescado y el tosco vino, hicieron que su mente recién despabilada se aturdiera.
Se levantó.
– Venid al sol -propuso. Vayamos afuera. Venid y sentaos al sol.
Se sentaron en el suelo, apoyados contra la casa, no al sol sino a la sombra que arrojaba un árbol cargado de ciruelas. Seguían bebiendo vino.
Hubo un tintineo de loza en la estancia que acababan de dejar y una voz áspera se dirigió a ellos, invisible desde el umbral.
– Os emborracharéis -dijo- ¿Dónde está mi señora?
– Comerá por la noche. Está vigilando las abejas. Cuando esté borracho, Gully, te azotaré hasta arrancarte tu viejo pellejo.
– ¡Vaya peste a pescado! -respondieron desde el umbral.
– La casa ya estaba aquí, ¿sabéis?, sigue aquí; la vieja heredad. Conservé su lugar bajo la muralla este, su construcción en la propia muralla. Edifiqué la torre de entrada allí, la del homenaje allá arriba, y eso es todo lo que he conseguido. Tiene ochenta y tres hiladas de piedras y un diseño excelente, esa torre del homenaje. Su altura sobrepasa los cien palmos. Ahí viven mis hombres, mi capitán a sueldo.
– ¿A sueldo? ¿Sólo hombres a sueldo? ¿No tenéis caballeros? ¿Acaso no sois un señor?
Para César, era una de esas tardes que parecían un sueño. Se sentía aturdido y le costó gran esfuerzo responder a tan sencilla y mundana cuestión. Todavía era un señor.
– Sí, soy un señor. -Miró ante sí hacia el andamiaje y el montón de piedras que quizá se convirtieran en muralla-. Soy un señor en la Gascuña. Sin embargo -hizo un ademán de disculpa, pero dirigido más a sí mismo que al chico-, no estoy en la Gascuña. ¿Sabéis qué es un cabdal?
– Cabdal es una palabra gascona; es un señor gascón. -La voz del joven sonó como si estuviera escuchando en lugar de hablando.
– Exacto. Soy el cabdal de Yon, en la Gascuña. Sufrí una desgracia y tuve que marcharme. Le cedí Yon a mi hermano. Soy un señor que no puede vivir en su señorío. Bonne y yo vinimos aquí, al Minervois, a esta árida posesión suya.
En la visión de César el rostro del golfillo empezó a dar vueltas. Surgió ante el suyo y llenó su campo visual. Era todo contorsiones y espasmos; los ojos parpadeaban y la nariz olisqueaba, y la larga, larguísima boca temblaba y se retorcía con una frenética y pesadillesca independencia. La criatura estaba sobreexcitada, y ante tal visión César se sintió al borde del mareo. El chico dijo: