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Para apartar de sí aquellas palabras, Flore se puso en pie en medio de la aullante tormenta. Esta había alcanzado tal virulencia que casi la arrojó de nuevo al suelo. Tendió los brazos por encima del muro para asirse a su extremo, y allí aguantó por la estima que sentía por la vida, por Amanieu, por todo. El viento se derramaba sobre su cabeza como el mismo mar. Llenaba sus oídos y le restregaba el rostro, robaba el aliento de su boca y arrancaba lágrimas de sus ojos. Su cabello se derramaba tras ella, le azotaba el rostro y volaba de nuevo. El vendaval se precipitaba en el aire vacío ante ella y soplaba sobre los peñascos que había detrás, donde silbaba y aullaba al abrirse camino por sobre las montañas.

La muchacha gritó y cantó, y lloró y rió, y jadeó y, en ocasiones, cuando el viento soplaba con toda su fuerza directamente contra ella, se estremecía. Chilló el nombre de él, y el de ambos: Flore y Amanieu, gritó, y el viento se llevó las palabras para que volaran con él a través del cielo negro.

El viento se tornó aún más embravecido, y lo mismo hizo Flore. Abandonó el refugio del parapeto y se entregó a la locura del vendaval, pues Amanieu no había regresado y tal vez no lo haría, y la locura sería mejor que aquello. Se elevó en la ascendente desbandada de la tormenta hasta éxtasis de temor y esperanza, de pérdida y triunfo. La furia de la noche hizo presa en ella. Danzó, pataleó y chilló. Danzó hasta mucho después de hallarse exhausta, pero todavía se sentía entera, todavía era Flore y recordaba el resplandor de aquel día, y la oscuridad de ahora.

Una criatura con cabeza de lobo surgió de la noche y la arrancó de las garras de la tormenta. Era más fuerte que las tempestades y más terrible que los demonios. La asió con garras de acero hasta que los huesos crujieron en sus brazos.

– Jesucristo! -gimió Flore.

La criatura rió.

– ¡No, no lo soy! -La voz era como un ladrido.

La luna se abrió paso entre las volátiles nubes para mostrar aquel temible rostro. Era una mezcla de hombre y bestia, con aquella cabeza de lobo sobre una máscara humana. Babeó sobre ella desde sus fauces abiertas. La penetró con la mirada de unos ojos negros como pozos con rojas chispas que semejaban mirillas al infierno. Sus labios se retorcían como angulas, y dijeron:

– ¡Flore!

– ¡Amanieu! -gritó ella.

La envolvió en su capa de piel de lobo. Le llenó el rostro de besos. La llevó a través de la tormenta como si ésta fuera un ejército derrotado que se batía en retirada y él el conquistador, y corrieron colina abajo, hasta lo más profundo del bosque de robles de aquella mañana.

Cuando la dejó en el suelo todavía temblaba a causa del miedo y la locura de la tormenta. Amanieu dobló sobre sí la capa de piel de lobo y la hizo tenderse sobre ella.

– No hay nada para cubrirme -dijo Flore.

El palmeó al caballo en la grupa y éste se internó en el oscuro bosque con un sordo ruido de cascos.

– Yo os cubriré -la tranquilizó.

Flore se sentó y se quitó el vestido por la cabeza. Amanieu se arrodilló junto a ella y le asió y juntó las manos. Allí, en lo hondo del bosque, el viento y la luna apenas rozaban sus indagadores cuerpos. Tan sólo llovían en torno a ellos hojas, ramitas y bellotas, y por encima de los árboles aullaba la tormenta.

– ¡María, protégeme! -rezó Flore.

– Estoy furioso. Debo hacerlo -dijo Amanieu.

– Lo sé -repuso Flore-. Siento cómo me abraso, pero… -y entonces añadió con rotundidad-: No soy una niña.

Gritó, pues Amanieu penetró en ella como si fuera su víctima en una ciudad saqueada. Los chillidos de Flore cabalgaron sobre los exultantes gritos de él hacia las copas de los árboles. Flore chilló más y más, pues Amanieu siguió y siguió, tan brutal como un guerrero en el campo de batalla, y no le dio más que dolor.

Cuando la violación, pues a aquello se reducía, concluyó, Amanieu se sentó junto a ella mientras los gemidos, que habían reemplazado a los gritos, se desvanecían en sollozos, y le acarició el cabello.

– ¡Quisiera poder volver a escupiros fuera de mí! -exclamó Flore.

Amanieu le dio palmaditas en la cabeza, como si fuera una perrita.

Flore había dejado de sollozar, y ahora lloró de dolor y amargura.

– ¡Oh, me habéis hecho daño! -exclamó-. ¡Oh, me duele! Sois cruel y despiadado. Debí recordarlo. -Lloró un poco más y añadió-: Esto ha sido una violación.

– A eso se ha reducido -repuso él.

Transcurrido un rato, Flore se incorporó hasta sentarse.

– ¡Oh, estoy herida, estoy sangrando! -exclamó, y se envolvió con la piel de lobo en torno a los hombros. Observó una borrosa agitación en la oscuridad; era Amanieu que se ponía la ropa-. ¿Sabéis en qué me habéis hecho pensar, mientras gritaba?

– No -respondió él.

– En mi padre, enloquecido y matando a su propio hijo -reveló Flore.

– Algo de eso ha habido -aceptó él.

– Amanieu -le dijo Flore-. Estoy dolorida, ¡dolorida!

– No hay nada que hacer -explicó él-, sino esperar.

El sonido de la tormenta había amainado y los pequeños fragmentos de roble casi habían dejado de tamborilear sobre los dos amantes. A través de las hojas, Flore vio la luna, y a la luz de la luna vio a Amanieu. Aparecía bien perfilado y lleno de bienestar, serio y a la vez despreocupado.

– Amanieu, ¿siempre sois tan cruel cuando hacéis el amor?

– No tengo razón alguna para no serlo -respondió él.

– ¡Dios mío! -exclamó ella- ¿Que duela no es motivo suficiente?

– No me duele a mí -dijo él-. No siempre os dolerá. Sobre todo ha sido porque erais virgen, y porque sois muy joven.

Un silencio se cernió sobre tal comentario, y Flore lo rompió con una risa y un suspiro.

– ¿Significa eso que no siempre me haréis daño?

– Eso es lo que estoy diciendo -confirmó él.

Flore trató de descubrir, repasando aquella última parte de la conversación, cómo sería el futuro. No le gustó del todo la respuesta que encontró.

– Me lavaré en el río -dijo.

Anduvo desnuda entre los árboles en dirección al río, con pasos lentos y cautelosos. Tras pensar unos instantes, Amanieu recogió su ropa y la siguió. La encontró metida hasta la cintura en la corriente, observando el cielo claro e iluminado por las estrellas y el brillante haz de la luna. No se había percatado de su presencia. Sus ojos estaban muy abiertos a causa del temor y se la veía desnuda e indefensa cual conejo enfrentado a una comadreja.

¿Qué muerte inevitable le había mostrado él? ¿La muerte de la infancia, de la inocencia? Algo se agitó en Amanieu, cerca del corazón, e intuyó algo acerca de ella: había confiado en obtener la felicidad, y creía haber encontrado el pesar; le había vuelto la espalda a la niñez, y ahora no veía ningún otro lugar al que volverse.

– Vais a coger frío -le dijo, pues aún soplaba un poco de viento y ella temblaba allí metida en el agua.

Flore volvió la cabeza y él advirtió la fuerza que emanaba de sus ojos. La comadreja de aquella historia era él, lo sabía, y lo sentía en su interior bajo aquella mirada. De igual modo, sin embargo, él era el lugar al que Flore debía volverse, no sólo porque no hubiera otro, sino porque él la deseaba.

– Flore -volvió a decirle-. Vais a coger frío.

Ella no gritó ni perdió el equilibrio, pero volvió a la vida.

– ¡Allí estáis! -exclamó.

– ¿Cómo os sentís? -le preguntó él.

– Ya no duele tanto -respondió-. Probablemente esté aturdido. El agua está helada.

Se restregó bajo el agua, chapoteó un poco y se dirigió vadeando hacia la ribera.

– No tengo nada con que secarme -dijo. Amanieu le tendió un pedazo de tela y ella empezó a enjugarse con él.