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Desnuda bajo la luz de la luna, se la veía poco segura de aquella nueva sabiduría, pero exhibiendo aún una gracia que emanaba de la infancia; con sus miembros largos y aquel cuerpo tan esbelto e inesperado como una flecha, los altos y turgentes pechos y el cabello del color de la crema rozándolos, ofrecía una imagen maravillosa.

– Sois hermosa -dijo él.

– ¿Yo? -preguntó Flore, y añadió-: Esta tela es de seda; no es lo que se dice la mejor toalla. -La escurrió lo mejor que pudo.

– Sí, vos -confirmó Amanieu-, Vos sois hermosa. ¿Por qué lo dudáis?

– Mi madre es la belleza en nuestra familia.

– Es una mujer hermosa -aceptó Amanieu-, pero no tan hermosa como vos.

Flore le miró con expresión solemne durante un rato, y luego se echó un vistazo a sí misma a la luz de aquel nuevo juicio, y le sonrió con un pestañeo curiosamente vulgar.

– Bueno, pues habréis de tener más cuidado conmigo -dijo, y se echó el cabello hacia atrás por encima del hombro con atractivo gesto-. Quizá no seáis cruel -añadió-, sólo insensible.

– Es posible -admitió él.

– ¿Vamos a casarnos? -le preguntó ella.

– Sí -respondió Amanieu.

– ¡Oh, estupendo! -exclamó Flore, y se echó a llorar. Empezó a secarse los ojos con la seda empapada, mas como resultara infructuoso, dijo-: Dadme mi vestido, y ¿qué hago con esto?

Amanieu le puso en una mano el vestido azul y asió de la otra el mojado pedazo de seda. Lo sacudió, y ella vio de qué se trataba: la prenda amarilla que Bonne le había atado al cuello. Flore se dejó caer al suelo, riendo a carcajadas.

– Os amo, Amanieu -le confesó- ¡Ah, pero cómo duele reír!

– A eso lo llaman amor -dijo él.

30

GOZO

Aunque César y Bonne, como era habitual, habían yacido muy lejos el uno del otro aquella noche sobre el enorme lecho, César durmió tan profundamente como una piedra. AI día siguiente se levantó temprano y radiante. Bonne ya lo había hecho, y escuchó su matutino cotorreo mientras confraternizaba con Gully en la cocina.

Salió al exterior. La mañana era muy alegre. Nubecillas blancas cruzaban altas y rápidas el cielo azul, como si los vientos que habían asolado la tierra la noche antes hubieran regresado a sus propias regiones. El aire centelleaba, límpido a causa del vendaval, y tornaba la familiar escena ante sus ojos el doble de clara.

La tierra debajo del ciruelo estaba alfombrada de hojas y frutas podridas arrojadas por el temporal, pero en el centro del árbol César atisbo una solitaria ciruela que parecía intacta. Se abrió paso hacia el interior de la copa, cogió la ciruela y se la llevó a la boca. Dejando de lado su amargo sabor, estaba deliciosa. Se volvió para emerger del árbol.

Allí estaba Bonne.

– Los ratones se han comido las velas de cera -le anunció ella.

– Dicen -repuso César con amabilidad- que donde hay ratones, no hay ratas.

– No almacenamos las suficientes provisiones como para congraciarnos con las ratas. Incluso los ratones deben de estar insatisfechos para comerse mis velas. Llevaba cuatro años guardando esas velas para la visita de Roger.

– Mi querida esposa -dijo César con dulzura-, no almacenamos las suficientes provisiones para congraciarnos con Roger Trencavel, no importan las ratas.

Cuando Bonne reclinó la cabeza sobre su pecho, César casi se sintió morir de amor, como si fuera un muchacho de dieciséis años.

– Oh, César -se lamentó ella-, ¡los ratones no se han comido las velas de cera! ¡Las he usado yo, todas para mí sola!

En un abrir y cerrar de ojos, César tuvo una visión de Bonne iluminada por velas. Fue como si al ladear un espejo en una pared éste reflejase fugazmente una imagen. Lo que le quedó a César de aquella visión fue una pizca de luz, una chispa de la memoria que deseaba inflamarse: una promesa que ya echaba brotes, y que pronto florecería.

– ¿Qué vamos a hacer? -suplicó Bonne entre gimoteos.

César abraza a su amada como si de un cardo se tratase. Esa cercanía supone un gozo olvidado, y durante cada segundo que dura el abrazo teme su final. Sabe que cuando aquel encuentro acabe en separación, la causa será que él ha supuesto demasiado, que la ha estrechado demasiado cerca de sí, que ha olvidado que es un monstruo, loco e imperdonable. Teme oírse decir en cualquier momento algo estúpido, que alejará a Bonne de él. Conoce las sabias y útiles palabras que anhela pronunciar, pero está seguro de que se dispondrán de forma que signifiquen precisamente lo contrario de lo que quiere decir.

¡Cuán precario, pues, resulta aquel gozoso momento! Para César, se convierte en una burbuja que les contiene a él y a Bonne en una dicha perfecta, una burbuja que la más mínima brisa puede romper o cualquier simple movimiento de sus articulaciones es capaz de destruir. Si consigue quedarse inmóvil, si consigue inmovilizar cada uno de sus nervios y detener incluso su mente, quizás el momento sea presa de un encantamiento y se convierta en un siglo.

Tal como están las cosas, sin embargo, César ya tiene suficientes problemas en aquel mismísimo momento. Cuando Bonne apoya la bonita y reluciente cabeza sobre su pecho, le pilla desprevenido. Después de todo, está en el interior del ciruelo. Las hojas le cosquillean la nariz. Las ramitas rotas y los pedúnculos de las ciruelas cogidas suponen un riesgo para sus ojos e irritación para su piel. En sus oídos resuena el ominoso canto de un millar de avispas embriagadas, ahítas pero todavía cebándose en la fruta fermentada.

Entretanto, Bonne ejerce presión con el rostro y con los puños apretados contra él, mientras pasa por un mal momento. Cuando éste remite, sus manos se aflojan sólo un poco y yacen junto a su mullida cabeza como las de un niño, y ella es uno de esos bebés, ya ansiosos en la cuna, que duermen con sus puños de criatura firmemente encogidos.

Es a partir de dilemas como ése que César acostumbra a elevarse flotando en el aire enrarecido, dejando que el mundo implacable siga sin él; ese día permanece inalterable. Estrecha a Bonne entre sus brazos y mantiene los pies en la tierra, presa de calambres y picores y del temor a estornudar con tal vehemencia que la burbuja en que se hallan explote; esa burbuja que los incluye como las murallas de un sueño; de la cual queda excluido el recuento de atrocidades que relata la historia de su amor; y en la cual, olvidada la batalla entre sus dos almas, reposan ahora corazón junto a corazón.

31

EL DESAFÍO

El toque de una trompeta rasgó la mañana en dos.

La cabeza de Bonne, vuelta a la vida con un respingo, le propinó un tremendo golpe a César en la nariz. La trompeta bramó de nuevo. Las lágrimas acudieron a borbotones a los ojos de César y el estruendo resonó en sus oídos. Tenía los brazos vacíos de Bonne, pero cuando trató de abrirse camino a través del ciruelo no hizo más que forcejear a ciegas en un seto de ramas impenetrables, que surgían ante él como por arte de magia no importaba hacia dónde se volviera.

Una mano le asió del brazo y una voz le dijo:

– Por aquí, mi señor César. -El ruido se detuvo y su mirada se aclaró. Era Vigorce quien le había agarrado y quien, con su cuerpo y el brazo libre, abrió un espacio vacío de hojas y ramas, una arcada a través de la cual César salió del árbol.

Vigorce se hallaba de buen humor aquella mañana.

– ¡Mirad qué tenemos ahí! -exclamó con verdadera alegría.

César le miró. Tenía un extraño aspecto que fugazmente hizo reverberar algo en su memoria. Llevaba una camisa de lana, calzones de malla y una espada. Vigor- ce rió al ver la pintoresca imagen que ofrecía, y César recordó entonces: Vigorce iba armado a medias, y reía hasta desternillarse, el día en que Bonne les había enviado a él y a Solomón a luchar contra las abejas para obtener miel.

Vigorce tironeó de los amplios calzones metálicos para subírselos.