– He oído la trompeta en sueños -explicó-. Pensé que eran los sarracenos. -Rió nuevamente. En todas aquellas carcajadas había empezado a manifestarse un atisbo del viejo desenfreno borgoñón. Señaló y gritó-: ¡Mirad! ¡Mirad qué significa el toque de trompeta!
César vio la cabeza cobriza de Bonne, de la que conocía cada cabello, y el vestido verde que llevaba para las tareas caseras y que había sido su atavío cotidiano durante tanto tiempo que difícilmente un solo hilo de él le resultaría desconocido. Luego, Flore salió de la casa, caminando un poco rígida. Se detuvo y se protegió los ojos del sol. Entonces César vio al trovador, que había empezado a trabajar temprano y a quien el toque de trompeta le había hecho precipitarse fuera de su alojamiento, pues en una mano aferraba un pedazo de papel y de su cuello colgaba un laúd. Las tres figuras conformaban un arco tensado por la expectación, y todas ellas alzaban la mirada hacia la torre que se erigía sobre la entrada. Cuando él mismo miró hacia allí, César quedó deslumbrado por el sol que ascendía, de modo que recorrió con la vista el patio hasta que fue capaz de ver.
Allá arriba, sobre el tejado, ondeaba una bandera. Flameaba con suavidad en la leve brisa; se trataba de una larga bandera azul pálido moteado de rojo, y pendía de un asta sostenida por un niño o (César se acercó más) por un hombre muy menudo. ¡Mosquito! La trompeta de amplia boca se hallaba sobre el parapeto y refulgía al sol. Era la trompeta más larga que César había visto, y resultaba maravilloso que cuerpo tan exiguo pudiera arrancar de sí tanto ruido. En aquel momento, secundado por el brillante instrumento a un lado y al otro por la reluciente bandera, Mosquito procedió a hacer una proclamación.
– ¡Se hace saber…! -exclamó.
– No tan alto -le indicó Bonne en tono amable. Siempre le había agradado Mosquito.
– ¡Se hace saber! -repitió el menudo Mosquito dirigiéndose hacia los de abajo-. Que el valiente caballero Amanieu de Noé defenderá este puente desde mañana al mediodía contra cualquier caballero que lo cruce, desafiándole a romper tres lanzas y a doce golpes de espada, para preservar la belleza y la virtud de la dama más encantadora desde aquí hasta África, en una dirección, y de aquí a Asia en otra, y de aquí a Burdeos en la tercera, y de aquí…
– ¡De aquí al cielo! -intervino Vigorce con sarcasmo.
El capitán fue interrumpido a su vez.
– Dejadle continuar -ordenó Bonne con voz profunda y estremecida. Fue visible que se había sonrojado intensamente, y que se aproximaba poco a poco a Mosquito como si éste escondiera maná detrás de sí, y ella pretendiera volar para obtenerlo.
– … y de aquí a Rusia en la última. Y aunque Amanieu de Noé no mencionará el nombre de tan virtuosa dama, para ahorrarle sonrojos, como prenda sí impedirá que cualquier otro caballero ose mirarla sin primero desafiarle a él (el mencionado Amanieu) con lanza y espada, y por tanto él (el mencionado Amanieu de Noé) defenderá el puente desde su extremo norte, de modo que ningún otro caballero pueda cruzarlo a salvo por su cuenta y riesgo.
En cada ocasión, en lo que juzgaba períodos de aquel discurso recitado de memoria, con una floritura Mosquito se llevaba al pecho el asta de la bandera, para luego volver a su posición de descanso. El efecto era sumamente agradable. Cuando concluyó, César y Vigor- ce exclamaron: «¡Bien dicho, Mosquito!». Bonne dijo tan sólo: «Gracias». Mosquito hizo una reverencia y procedió a enrollar la bandera en su asta.
– Una justa en el puente, ¿eh? -comentó César-, Es una buena idea. Sin embargo, ¿estará permitido? Parece condenadamente peligroso, en ese puente.
– ¿Y quién va a permitirlo o a prohibirlo? -intervino Bonne.
– Eso es cierto -aceptó César-. ¿Es habitual defender un puente en honor de alguna mujer? Me pregunto de quién se trata.
A Flore, que se deslizaba silenciosamente junto a él en aquel momento, se le escapó un traicionero chillido. César se percató entonces de que renqueaba.
– Se os ha dormido un pie, ¿eh? -le preguntó.
Su hija había esbozado una sonrisa tan reluciente como un penique nuevo, pero ante su comentario, y contorsionando el rostro de modo excepcional, se tragó la sonrisa entera y le brindó una mirada desabrida y retraída. No habló, sino que se marchó a través de la arcada.
– ¡Saturnin! -gritó Bonne al trovador-. Tenéis que saberlo. ¿Es habitual defender un puente en honor de… de alguna mujer, como mi señor lo ha expuesto?
Saturnin, por segunda vez en aquella su visita, fue obligado a abandonar su melancolía.
– No -respondió-. Nunca había oído hablar de ello. Es absolutamente nuevo, una nueva expresión de amor y caballería. Es maravilloso que esté haciendo historia. -Brindó una leve sonrisa-. ¡Y yo estoy aquí para ayudar a hacerla!
– Entonces es la mujer quien la ha inspirado -repu- so Bonne empalideciendo en el último momento.
– ¿De qué mujer se trata? -le preguntó Saturnin.
– ¡Ah! -musitó Bonne, y se miró modestamente los pies.
Hubo un sonido de cascos.
– ¿Adónde va Flore? -preguntó César.
A través del arco de entrada vieron, en una escena hermosa como un cuadro, al pequeño caballo español que galopaba descendiendo la verde colina con Flore montándolo a pelo. César habló de nuevo.
– No pretenderá correr lanzas por nuestra Flore, supongo. Es sólo una niña bastante corriente.
– Me atrevo a decir que sí lo hará -dijo Bonne, mostrando una capacidad de recuperación que aventajaba a la mayoría de mártires-. Las criaturas pueden ser engañosas, ¿sabéis?, y crecen sin que uno se dé ni cuenta. ¿Habéis pensado qué podemos hacer con respecto a las velas y a la… a la mísera bienvenida que vamos a darle a Roger?
– Sí -respondió César, sorprendiéndola-. Sí, lo he pensado.
Bonne colocó ambas manos sobre el brazo de César con las muñecas cruzadas, como si aquello fuera a atarla a él de forma más definitiva. Le precedió con rapidez en ninguna dirección en particular. El sintió temblar las manos de Bonne sobre su manga. Vio que su rostro se estremecía. Le había sucedido alguna calamidad.
– César-le pidió-, ¡hablad, por favor! ¡Hablad ahora mismo! Decidme qué podemos hacer respecto al vizconde.
El así lo hizo, pero se tomó su tiempo para advertir que había dicho simplemente «el vizconde», y no «el primo Roger» o «mi primo». Aquel era un extraño día plagado de portentos.
– No hay nada que podamos hacer respecto a nuestra pobreza -explicó-, de modo que cuando venga Roger nos enfrentaremos a ello, juntos. Cuando los siervos vinieron a matarnos, simplemente afrontamos tal hecho. Funcionó entonces; funcionará de nuevo.
– En el nombre de Dios, César, ¡resulta bastante fácil gobernar a unos campesinos! -Tironeó de su brazo-. ¡Tengo que seguir caminando! -Lo sacudió-. ¡Y haced el favor de responderme, ahora mismo!
Aquéllas eran exigencias extraordinarias, y aunque César no las comprendía en lo más mínimo, el hecho de que le fueran planteadas tenía suficiente sentido para él. Respondió de forma instantánea.
– No vamos a tratar de gobernar a Roger -dijo-. A los siervos nos enfrentamos de aquel modo desde arriba. Con Roger, lo haremos desde abajo. No somos ricos, dirán nuestras caras, las caras que le ofreceremos; y así están las cosas, dirán.
– ¿Qué más? ¡Rápido, César! ¿Qué más dirán nuestras caras?
César soltó una sonora carcajada. Fuera lo que fuese aquello, era mejor que la vida en una burbuja encantada.
– «Muy bien», dirán nuestras caras, «aquí estáis, Roger, pero no podemos volvernos ricos sólo porque estéis aquí. La comida será sencilla. Vos tenéis vuestros hábitos y nosotros los nuestros», dirán las caras, «y si nuestros hábitos no os satisfacen, no hace falta que os quedéis mucho tiempo».
Como si hubiera preparado su mente para un acto extraordinario y difícil, Bonne hizo que ambos se volvieran, estaban caminando de un lado para otro frente a la torre del homenaje, y que emprendieran de nuevo la marcha a través del patio.