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Bonne se dejó caer de nuevo en la silla, y Flore se sujetó a toda prisa al respaldo para sostenerse. César se balanceó sobre uno y otro pie, anticipándose al impacto de aquel mensaje, pues aunque su mente no lo había recibido aún, su instinto le decía que se hallaba en camino.

Amanieu emergió de las sombras, ataviado con la relativa simplicidad del día en que llegara. Se acercó a Roger, se presentó a la luz diurna que entraba por la puerta, defectos incluidos. Hizo una reverencia, no muy exagerada, al hombre que tal vez haría que le colgasen.

– Muy bien -dijo Roger-. Contadme la historia.

– Me encontré al germano en el camino. Le maté y me quedé con su armadura, sus caballos y su arnés. Le había vencido, y es costumbre llevarse el arnés del otro.

– ¿Fue una lucha justa? -Roger, sentado sobre la mesa, exudaba fuerza, cual arco tensado por una punta de flecha.

– Toda lucha entre hombres que luchan es justa -sentenció Amanieu-. Recibió la herida de frente. Era un muchacho lento y estúpido, y ya estaba gordo. Yo no había comido en tres días.

Las cejas pelirrojas de Roger se arquearon por la sorpresa.

– ¿El estaba gordo y vos no habíais comido en tres días? ¿Por qué me contáis eso? ¡Hace que parezcáis un bandido!

– No prueba que lo sea -aclaró Amanieu-, y os dice lo que queréis saber.

Roger se sentó enfrente de Amanieu, balanceando ambas piernas y asiendo el borde de la mesa con las manos.

– ¿Y cómo voy a obtener pruebas, si no hubo testigos?

– Lucharé con su hermano. Dejad que me acuse a la cara, y que lo pruebe en mi cuerpo, si es que puede -propuso Amanieu-, He sido armado caballero…, ¿me rechazará?

– Juicio por combate -dijo Roger, pensativo-. No, no os rechazará, pero esperad a que le veáis. No es ningún niño. ¡Eh! -Dirigió su voz hacia la puerta de la casa- Pedidle a Von Krakken que se reúna conmigo. Decidme vuestro nombre -le exigió a Amanieu, y éste se lo dijo. Roger comentó-: Conozco a vuestro padre. No me gusta.

La oscuridad llenó el umbral y el dintel produjo un sonoro sonido metálico. Una sombra gimió y se agachó. Entró en la estancia y se irguió en toda su estatura. Estaba envuelta en cota de malla de acero negro, armada de la cabeza a los pies, y no mostraba un solo vestigio de humano tejido. Incluso sus manos estaban cubiertas por los guanteletes de acero. Apestaba.

– Ha jurado no quitarse la armadura hasta haber vengado a su hermano -explicó Roger-, Antes de eso, había jurado no quitársela hasta haber encontrado a su hermano. Han sido unos cuantos días terribles.

El perro gruñó bajo la mesa.

Bonne chilló de pronto:

– ¡No tiene rostro!

Flore casi se desvaneció allí de pie, pero se aferró a la silla y fustigó a sus sentidos para que se pusieran de nuevo en acción. Aquél no era el momento para ser remilgada.

– ¡Eso es absurdo, Bonne! -exclamó César, muy interesado-. Se trata de uno de esos nuevos yelmos. Cubren por entero la cabeza y el rostro. Puedes ver dónde se lo ha golpeado en el umbral.

Roger dijo:

– Ulrich von Krakken -y presentó al gigante revestido de acero a la familia. De veras era un gigante, y Amanieu cobró conciencia de la geometría de su propio lugar en la estancia y se concentró en la ligereza de sus pies. Ulrich abultaba cuatro veces más que Amanieu, y si el gigante perdía el control debía prever una vía de escape.

– Este es Amanieu de Noé -dijo Roger-, el que mató a vuestro hermano. Dice que todo sucedió en una lucha justa.

Toda la estancia contuvo la respiración.

De la cabeza de acero del gigante negro surgió un silbido parecido al grito de guerra de una serpiente airada. La figura permaneció inmóvil, pero chirrió y tintineó: una estatua que padecía apoplejía. Alzó entonces un puño hasta las vigas y dio un paso hacia Amanieu. Por hallarse éste donde se hallaba, el paso se dirigió también hacia el vizconde.

– ¡Tened cuidado, Ulrich! -advirtió Roger-, Dentro de la casa no, sed buen chico.

Ulrich retrocedió y el frustrado puño golpeó contra su compañero. Amanieu sintió que se le erizaba el vello en la nuca. Flore se desvaneció una vez más, y una vez más se recompuso.

El gigante poseía una voz opaca y resonante, como la de alguien que cantase bien. Reverberó, cavernosa, desde el interior del yelmo.

– ¡Cerdito nauseabundo! -dijo.

– Se refiere a vos -le dijo Roger a Amanieu.

– Sí, pero ¿qué quiere decir en realidad? -intervino César.

– Quiere decir marrano corrupto, o algo así -explicó Roger. Se dirigió al gigante-: ¿Aceptáis que Amanieu mató a vuestro hermano en una lucha justa?

– Nein!-Reverberó como un redoble de tambor en la estancia.

– ¿Le acusáis de asesinar a vuestro hermano, y lo probaréis en su cuerpo? -Ja!

– ¿Lucharéis contra él? ¿Como la parte acusadora… en un juicio por combate?

– ¿Luchar con el cerdito? Ja, ja!Ja!-La. voz de Ulrich retumbaba, y se inclinó hacia Amanieu con cierta extraña muestra de simpatía-. ¡Esperad! ¿Es geboren?

– Sí, sí. Es noble. Conozco a su padre. No me agrada, pero le conozco. Y el muchacho ha sido armado caballero. ¿De acuerdo? -Roger se dirigió a Amanieu-: Entonces, ¿aceptáis el desafío?

– Sí -respondió Amanieu.

– Quisiera que se celebrara lo antes posible -dijo Roger-, Creo que debemos solucionar esto antes de ocuparnos de nuestros propios asuntos. ¿Qué os parece hoy a mediodía, es decir, dentro de un par de horas?

Cinco pensamientos distintos alteraron el rostro de Amanieu todos en el mismo instante. Sus ojos semejaban ventanas que dieran a una activa sala consistorial. Uno podía ver las cuestiones que se ponían sobre la mesa y eran decididas una tras otra. Roger le observaba con curiosidad.

– Al mediodía me parece bien -aceptó Amanieu-. Yo también he hecho mi propio juramento, sin embargo: el de defender el puente de los que pretendan cruzarlo. ¿Podemos hacerlo en el puente? -Casi sonrió-. Así mataré dos pájaros con la misma piedra.

– Es muy probable -asintió Roger-. Demonios, será peligrosísimo en ese puente.

– Bajo mi punto de vista, me parece razonablemente peligroso en cualquier parte -repuso Amanieu.

– A mediodía en el puente, entonces, Von Krakken. Desearéis prepararos. ¡Eh! -exclamó Roger con aspereza en dirección a la puerta-. Hacedle salir.

Una especie de resoplidos surgieron de bajo el negro yelmo, y entonces el gigante empezó a reír con regocijo. La cualidad de aquel gozo resultaba desconcertante: la risa por una venganza inminente debería tener una nota amarga o pesarosa, pero aquélla sonaba tan feliz como la que más. El efecto que producía, amordazada por el casco de acero, era extraño y horrible. Era como un espíritu humano enjaulado para siempre en un cuerpo de acero.

Lo último que Flore oyó y vio, antes de desplomarse desvanecida en el suelo, fue el sonido metálico que el gigante negro produjo al golpearse por segunda vez la cabeza con el dintel, y la oscuridad que llenaba el umbral y emborronaba la luz del sol.

33

EL CAMPEÓN

– Sabía que desearíais armarme -le dijo Amanieu a Flore mientras ella le sujetaba el yelmo con las cintas bajo la barbilla-, pero me he pasado con el coñac. Apestáis como una destilería.

– En su mayoría es culpa de Mosquito. ¿Adónde se ha ido? -La voz de Flore sonaba desesperada, como si la hubiera abandonado un aliado en el campo de batalla-. Tengo los nervios deshechos -añadió.

– Creedme -le dijo él-. Estaré con vos dentro de una hora. Este germano es tan estúpido como su hermano.

– ¡Dios mío! -exclamó Flore-. Vais a luchar y yo no os soy de ninguna ayuda. ¡Los guanteletes! -gritó-. ¡Vuestros guantes de malla! ¿Dónde están?