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– No los quiero -repuso Amanieu-. Unos guantes de piel me harán mejor servicio. Voy a arrojarle cosas. ¿Recordáis cómo ensarté a aquel campesino? Mosquito ha encontrado tres de esas jabalinas, y las ha afilado hasta hacerlas parecer agujas.

– ¿Podrán atravesarle la armadura? -preguntó Flore, de nuevo con un poco de color en las mejillas-. ¿Está permitido?

Amanieu rió, y fue como el sonido de un breve y tenso ladrido.

– Quizá podrían atravesarle la armadura, pero no lo harán. Se clavaran en su caballo, y si Ulrich no cae por sobre el puente cuando el caballo se derrumbe, le hundiré este estilete en el ojo y le removeré los sesos.

Flore sintió aprensión.

– No sabía que se luchara de ese modo -dijo.

– Luchar significa matar -repuso Amanieu-. No significa nada más. Voy a matar a ese enorme cabrón para impedir que él me mate a mí. No importa cómo le mate. Cuando todo haya terminado, Roger lo dejará correr.

Flore le cogió las manos.

– Yo os traeré suerte, ¿verdad?

– Eso es -respondió él-. ¡De eso se trata! -Miró a aquella pálida y temblorosa niña y le dijo-: Ahora quedaos aquí. Sentaos en el umbral; es ahí donde os gusta sentaros. Cuando todo haya terminado, Mosquito hará sonar esa trompeta suya. Vamos, tendré que montar desde el peldaño del umbral, con todo este acero encima, ¡y entonces me esperaréis allí!

– No parecéis tan insensible como antes -observó Flore.

– No con vos, quizá -respondió Amanieu.

Desde la azotea de la torre de entrada, César y Roger observaban a los jóvenes.

– No puede ganar -dijo Roger-, A la muchacha se le romperá el corazón.

– ¿De veras? -preguntó César-. ¿Por qué?

Roger se le quedó mirando.

– Es vuestra hija, Grailly. ¿Acaso no os atrevéis a decirlo?

– Es muy retraída. ¿Decir qué?

– Pobrecilla -se condolió Roger, y vomitó parte de su ira-: Otra cosa, Grailly. A mí en vuestro lugar no me agradaría demasiado la forma en que ese trovador revolotea en torno a Bonne.

Ambos se volvieron para mirar al otro extremo de la azotea, donde Saturnin le exponía a Bonne la noción de caballería.

– En eso estoy con vos -convino César-. Me había olvidado de él, con toda esta excitación. Pretendía ponerle fin.

– Hacedlo ahora -le recomendó Roger.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. ¡Bonne! -la llamó Roger-. Venid a ver montar al joven.

La mente de César se movió como un torbellino engrasado. Cuando Saturnin siguió a Bonne a través de la azotea, asió de un codo al trovador y le hizo volverse de nuevo.

– El señor Roger desea estar a solas con su prima -explicó-. Veremos cómo parte el muchacho de la arcada desde aquí, vos y yo. Aquí, tenemos que ponernos justo en medio. Eso es. Saldrá justo por debajo de nosotros.

– El germano está esperando al otro lado del puente -explicó Saturnin-, De vez en cuando hace que el caballo pasee arriba y abajo, para que no se entumezca. Me pregunto qué aspecto tiene. Vuestros campesinos parecen entusiasmados con él. Debe de ser muy agradable eso de tener un poco de audiencia -dijo con envidia.

– ¡Qué más da todo eso! -le urgió César-. Si no miráis hacia abajo no veréis salir al muchacho.

– ¿Qué importa eso? -espetó Saturnin-. En cualquier caso, no puedo mirar hacia abajo o me caeré. No tengo estómago para las alturas.

– ¡Qué tontería! -exclamó César con vigor-. Yo os sujetaré del cinturón. Un poeta debe ver cuántos detalles pueda. Colocaos en la tronera, ¡así! Y sujetaos a los lados, ¡exacto! ¡Buen chico! ¡Estáis tan a salvo como una casa! -y añadió-: Ya os tengo -y le empujó por sobre el parapeto al mismo tiempo que los cascos del caballo de batalla retumbaban en la arcada.

Cuando Amanieu volvió en sí, yacía boca arriba y alzaba la mirada hacia Roger. El vizconde se hallaba muy por encima de él y se inclinaba sobre las almenas como Dios asomándose desde el cielo.

– ¡Jesucristo! -exclamó Amanieu-. ¿He perdido?

– ¿Qué dice? -gritó Roger desde arriba.

– Dice que si ha perdido. -Aquél era Vigorce.

– ¡Pero si no habéis empezado! -exclamó Roger, y se echó a reír y desapareció.

Aquel crudo humor era demasiado para Amanieu, que ardía en deseos de saber si todo había acabado, y si iba a ser ahorcado. Forcejeó para sentarse.

– Tomáoslo con calma -dijo Vigorce, y le asió de los hombros.

– ¡Maldito seáis! -gritó Amanieu-. ¡Soltadme! -Con un poderoso esfuerzo se quitó de encima a Vigor- ce, se quedó totalmente sin aliento al sentir una ardiente punzada de dolor en el brazo, y abandonó de nuevo el mundo.

Saturnin yacía hecho un ovillo junto a la pared. Había aterrizado boca abajo y de lleno sobre la cruz del caballo Mecklenburg de Amanieu. El caballo había tirado tanto al trovador como a su jinete, para luego empezar a piafar y patear como si estuviera en una batalla. Había golpeado a Amanieu en la cabeza y le había pisoteado un brazo, que se había roto.

– El brazo de la espada -dijo Roger-. Entonces no puede luchar. -Alzó la mirada y al ver a César le gritó-: ¡Dios sea loado! ¡Vaya forma más rápida tenéis de deshaceros de los poetas!

César se unió a los que se hallaban en torno al caballero caído, entre Flore y Vigorce. Vio que había completado el círculo perfecto. Le vino a la cabeza la idea de la simetría del destino.

– ¿Y si no lucha? -le preguntó a Roger.

– Si no comparece en el combate de mediodía, deberá ser ahorcado -respondió Roger.

Junto a él, Flore emitió un gemido de pesar que César sólo había escuchado antes en sus pensamientos. Con el dedo índice apartó el largo cabello que le caía sobre el hombro, para verle el rostro.

– Yo le amaba-dijo Flore. Miró a César-. ¡Dijo que ganaría! -se quejó-. ¡Iba a ganar!

Roger, vizconde y juez, sentenció con severidad:

– Dios defiende al justo.

Con aquellas palabras, en las que descubrió que ciertas cuestiones abstractas podían zanjarse con la punta de una lanza o el filo de la espada, César sintió que partes de su cuerpo que hacía mucho permanecían separadas se unían solidarias.

– ¿Qué habéis dicho? -le preguntó a Roger.

– Que Dios defiende al justo -respondió aquél-. Es el principio esencial del juicio por combate.

César observó el suelo entre sus pies. Esperó una señal.

Sobre los huesos y los tendones del rostro de Bonne, la piel se veía prieta y tensa, como si el día ejerciera presión sobre ella.

– Cuando limpiaba la casa para la visita de Roger -dijo-, lo último que hice, mientras todo el mundo aún dormía -y alzó el mentón, pues hacía pública una ofrenda privada-, fue rebozar en arena vuestra armadura, lubricarla y bruñirla.

César le brindó una sonrisa tan genuina que Bonne aguzó la mirada.

– Os idolatré en un sueño -le contó César-. Una diosa desnuda que resplandecía en la noche.

– No era un sueño -repuso Bonne-, ¿Erais vos quien miraba desde la ventana? Me hubiese gustado saberlo. Estaba aburrida, desnuda a la luz de las velas sin nada que hacer.

– Bueno, resulta que mi armadura está lista -repuso César-. Parece que, después de todo, Dios pretende decirnos algo. De eso se trata, ¿verdad? Quiero decir, ¡que va a salir algo de todo esto!

– Dios va a deciros algo sólo a vos, César -comentó Bonne, y añadió-: ¡Al fin! Después, vos y yo conversaremos.

Roger,, cuya inteligencia era sutil pero también la de un hombre de gobierno, y había hecho lo posible por captar algo de aquel encuentro entre dos mentes crípticas, exigió ruidosamente:

– Pero ¿de qué estáis hablando? ¿A qué se refiere César?

Bonne le miró con el ceño fruncido, como si, desgraciadamente, Roger no se hallara al corriente de la moda dialéctica de entonces.