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– ¡Lo tenéis, por Dios! -Roger se puso en pie- Veo que me habéis aventajado. -Rió, presa del desconcierto-. Sé lo que os sucede, Bonne, y siento que no podamos convertir vuestra casa en un castillo. Lo superaréis. Un castillo no es el modo de hacerse un lugar en el mundo, no en estos tiempos. Es en una economía movida por el dinero en lo que ahora vivimos. Os dije que Adelaide desea veros. Voy a decirle que pasaréis el invierno con nosotros. Le diré que no habéis perdido nada de vuestra gracia. Quizás os guste aquello. La mitad de la aristocracia vive ahora en las ciudades. Y vos, César, no encontraréis muchos oponentes dignos de vuestro acero en estas montañas. Despedidme. Me pongo en camino. ¿Dónde está esa hija vuestra?

Encontraron a los jóvenes en el exterior.

– Caminad junto a mí -les pidió Roger. Cogió las riendas de su caballo de la anilla de hierro en la pared-. Vuestros padres se han puesto muy engreídos conmigo -rezongó dirigiéndose a Flore- Tomad, sostenedme a esta criatura mientras les digo adiós.

Bonne y César, en efecto, se comportaban como dos seres de leyenda. Desde remotas cumbres himeneas, sus ojos azules y dorados contemplaban a las desabridas gentes de allá abajo, cuyo mundo no tenía lugar en su privada y misteriosa historia.

El vizconde cumplió con su deber.

– Bonne -dijo-, vuestra belleza ilumina este momento. Incluso para un campeón tan feroz como César Grailly tal premio supone todo un honor.

Todos hicieron una reverencia.

Bonne despidió a su primo con dos educados besos en las mejillas.

– ¡Primo! -exclamó, dotando a la palabra de toda la intensidad que uno imaginaría que era capaz de albergar sin llegar a hundirse.

Roger aguantó hasta el final.

– ¡Adiós, Grailly! -se despidió, y César permitió que le estrechara aquella mano de larguísimos dedos.

– Partís, entonces, Trencavel -dijo, hablando como si fuese perfectamente humano-. Os deseo buen viaje.

Roger se volvió, apartándose de aquellos asombrados ojos azules y de aquella eterna sonrisa sin sentido, y les abandonó a su exaltado destino.

Donde partía el sendero, Flore se hallaba sentada sobre la hierba con el caballo resoplándole en la oreja; Amanieu estaba de pie con un brazo en cabestrillo y con el otro espantaba las moscas en torno a su cabeza con impaciencia. Roger cogió las riendas del regazo de Flore.

– Vuestro hombre está contrariado -le dijo a la muchacha.

Ella se puso en pie de un salto.

– ¡Está vivo! -exclamó.

– Vuestro padre le quitó la primicia -comentó Roger.

– ¡Oh, eso! -dijo Flore-. Fue algo estupendo por parte de mi padre, pero Amanieu podría hacerlo en cualquier momento.

– ¡Ja! -La envidia de un extranjero no bienvenido y la desilusión ahogaron la voz de Amanieu-. No, no es cierto. ¡Por Dios!, nadie podría hacerlo. ¿Podríais vos? -le exigió a Roger.

El vizconde negó con la cabeza.

– No. Era un monstruo. Era demasiado grande para luchar con él.

– ¡Exacto! -dijo Amanieu- Yo no iba a luchar con él. Pensaba engañarle, matar al caballo y acuchillarle. Vuestro padre le mató en sus propios términos. ¡Le lanceó como un auténtico héroe!

– Bueno -comentó Roger-, deseaba hacerlo, y vos no, de modo que no ha hecho ningún daño.

– ¡Podría haber hecho que me ahorcaran! -exclamó Amanieu.

– Quizás os lo habíais ganado.

– Si no le habéis colgado -intervino Flore-, es que no creéis que sea preciso hacerlo.

Los dos hombres la miraron.

– ¿Qué os parece eso? -preguntó Roger.

El rostro de Amanieu se animó.

– Me gusta cómo suena -confesó.

– A mí me gusta su sentido -dijo Roger, y montó en el caballo, que se estaba impacientando-. ¿Vais a quedaros o a marcharos, vosotros dos?

– Mañana ya no estaremos aquí -informó Amanieu.

– Bien -convino Roger-. Este no es lugar para vosotros. -Dirigió a Flore una rápida y desapasionada mirada, ocultando sus emociones. Se inclinó para tocar un cabello de su cabeza-. Buena suerte para vos -le dijo, y dejó que el caballo se pusiera en marcha.

Cuando el vizconde hubo cruzado el puente y saludado, y se alejaba a medio galope, Flore se dispuso a desmontar la tienda de seda.

– Tenemos tres caballos y una tienda -dijo-. No es un mal comienzo. ¿Adónde iremos primero?

– A Cataluña -respondió Amanieu-. El conde de Barcelona ha ganado esta guerra, si alguien lo ha hecho. Vayamos a donde estén los vencedores.

– Oh, muy bien -aceptó Flore-. Creí que quizá desearíais visitar vuestro hogar en Noé.

– ¡Y contar con mis hermanos! -Amanieu rió, apenas sarcástico.

Flore se sentó sobre la tienda doblada. Miró hacia el sur, hacia los Pirineos, y le asaltó una duda sobre aquel viaje.

– ¿Y qué hay de esas bandas de salteadores -preguntó, señalando el valle más allá- que viven de carne humana?

Amanieu lanzó repetidamente al aire la bolsa de oro germano con su mano sana.

– Iremos hacia la costa -anunció-, y conseguiremos un barco.

– ¡Un barco! -Flore escondió el rostro entre las faldas de pura excitación. Se sentó erguida de nuevo, no debía comportarse como una niña, y se puso seria-. ¿Y si nos atrapan los piratas?

– Entonces iré a por un pirata -respondió Amanieu-. ¿Qué os parece? -Indicó con la cabeza el montón de seda en que estaba sentada-. Podéis poner el palo de la tienda encima de todo eso. Vamos a decirle al cura que tiene que oficiar una boda.

Vigorce estaba empaquetando sus cosas. Tenía una expresión astuta y parpadeaba cuando Mosquito apareció en la puerta. El capitán se quedó inmóvil.

– Tengo los caballos detrás de la torre del homenaje -anunció Mosquito.

– Bien. Gracias. Me voy por ese lado, cruzando el desierto. -Vigorce prosiguió con su tarea.

– Pensé que iríais en esa dirección -repuso Mosquito.

Al cabo de unos instantes, Vigorce habló de nuevo:

– ¿Habéis dicho caballos? Yo sólo tengo un caballo.

– Yo también voy en esa dirección -explicó Mosquito.

– No necesito vuestra compañía -le dijo Vigorce.

– No os la estoy ofreciendo -replicó Mosquito-. Simplemente resulta que ésa es la dirección en la que quiero partir.

Vigorce ató uno de los fardos.

– Vuelvo a casa -anunció-, a Borgoña.

– Ahí lo tenéis -repuso Mosquito-. Yo no sé adónde voy. Todo lo que hago es marcharme.

No hablaron mientras ascendían a caballo el prado, más allá de las cabras. Pasaron ante la anciana de sombrero español, que se apoyaba con las manos entrelazadas sobre el cayado con la ciega mirada clavada en los peñascos. No hizo gesto alguno y no intercambiaron saludos. Cuando llegaron a la planicie de piedra, desmontaron e iniciaron el arduo trayecto a través de ella guiando a los caballos sobre las movedizas piedras. Se detuvieron bajo un olivo para recabar un poco de calma ante el duro viaje que les esperaba.

– Ella hizo que me marchara -explicó Vigorce-. Me dijo que me marchara. Me ofreció su joya para hacerlo… ¡para que les dejara solos! -No sonaba como si le hubieran roto el corazón, sino como si se lo hubieran desgarrado-. Acepté la joya. La acepté, Mosquito. Tenía que hacerlo, o no me habría marchado. Me habría quedado ahí, en aquella torre del homenaje, mirándoles. -Negó con la cabeza-. Pensaba que haría cualquier cosa por ella, y me quedé con su joya. Era lo más preciado que tenía, ¡y yo se la quité!

– Animaos -dijo Mosquito con cierta crueldad-. Podríais decir que con ella os pagó para comprarse a sí misma. ¿Qué os parece eso?

Vigorce se sentó en el suelo y apoyó una mejilla sobre la palma de la mano. Al principio, Mosquito creyó que se había sumido en profundas cavilaciones, pero entonces vio que en aquel maltratado rostro se abrían viejas grietas. Vigorce estaba dispuesto a reír.