– Yo también tengo una historia que contar -dijo Mosquito-, de modo que ahorrad vuestras risas, si podéis. Yo seguía al joven Amanieu a través de la arcada, y le sostuve la cabeza en mi rodilla cuando cayó del caballo. Entonces alcé la mirada, y ahí estaba mi viejo señor. «¿Cómo está?», me pregunta César. «Aturdido», respondo yo, «se ha golpeado la cabeza». «¿Eso es todo?», me pregunta César. «Sí», contesto. Y él me dice: «Mosquito, ¡rompedle un brazo, rápido!».
– ¡Romperle un brazo! -exclamó Vigorce-. ¿Para qué?
– ¿Para qué? ¡Pues para que César pudiese luchar con el gigante!
– ¡Lo hicisteis!
– Sí. Había tantas piedras alrededor… Le coloqué el brazo encima de una y lo golpeé con otra.
– ¿Os pagaron por ello? -quiso saber Vigorce.
– No -respondió Mosquito. Se echó a reír-. Deberían haber considerado darnos la joya a los dos.
– ¿Deberían? -repuso Vigorce-. ¡Era de ella! -Miró consternado al cielo y dijo-: ¡Deberían! -Poco después, le preguntó a Mosquito-: ¿Sabíais que esa joya era su talismán contra la locura?
– Quizá fuera por eso que os la dio -respondió Mosquito.
– Os estáis riendo de mí -protestó Vigorce con el rostro vuelto a medias hacia el pequeño Mosquito y mirándole de soslayo.
– Pues claro -repuso éste-. ¡Veamos esa joya!
Vigorce la extrajo de una alforja y ató el cordel de seda a una rama del olivo. Las gemas, verde y amarilla y azul, dejaron que la luz del sol atravesara sus corazones, mientras que el oro aceptaba su caricia. El hecho de contemplarla les hizo permanecer en silencio durante unos instantes. Entonces Mosquito la sostuvo en una mano, y luego Vigorce volvió a guardarla con cuidado entre sus pertenencias.
Despertaron a los caballos y partieron hacia las montañas del norte. Tras ellos, la torre del homenaje del inacabado castillo desapareció lentamente de la vista.