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– Vos sois el cabdal de Yon.

Hubo tal énfasis en la afirmación, que hizo parpadear a César. Bostezó a modo de defensa y empezó a balbucear:

– Este lugar no es precisamente un señorío, como habréis deducido. Quizás otro hombre consiguiese convertirlo en un señorío. Hay mucha tierra, pero no suficiente gente. -Se quedó sin habla y hubo un silencio. De forma insensata, añadió-: Perdí la razón, allá en Gascuña. Perdí hasta cierto punto la razón.

– Lo sé -respondió el joven, aquel terrible joven-. Sé que lo hicisteis. Os llamaban el Loco de Yon.

El rostro del cabdal, con su inmutable sonrisa, miró al muchacho como un espectro en presencia de Hades.

– El Loco de Yon -repuso, y era tal la sequedad de su boca que le chasqueó la lengua- No lo soy; no, no.

Se sumió en un letargo, en un sueño, forzó al calor y al vino y al agotamiento de su mente, corazón, carne, e incluso al de su alma, para que le arrancaran de la vigilia; pero no lo bastante pronto como para escapar a la voz de su conciencia.

– Vos sois el Loco de Yon -le dijo-, el que mató a suhijo.

6

AGUIJONEADA

En el último de sus sueños oyó perros que ladraban y despertó a una conmoción de hombres y caballos. Se hallaba bien avanzada la tarde y todo era luz oblicua y largas sombras. Vigorce llevaba un caballo de la brida mientras su jinete se inclinaba desde la silla para señalar tras de sí, hacia la torre de entrada. Dos jinetes más aparecieron bajo la arcada. El primero desmontó de un salto y palmeó a su caballo para que se apartara; el segundo llevaba una carga en los brazos y se dispuso a entregársela al hombre que estaba en pie. En tal punto, sin embargo, Vigorce apareció de súbito en la escena, cogió la carga en su lugar y empezó a caminar hacia la casa.

Se encontraron en la puerta.

– Dádmela a mí -dijo César.

En sus brazos, Vigorce llevaba a Bonne, totalmente desnuda y con toda su belleza, excepto la de sus ojos, abierta al aire de la tarde. Estaba de un rojo brillante. Volvió a Vigorce asiéndolo de los hombros, de modo que no recayera sombra alguna sobre Bonne. Toda ella estaba encendida, toda su piel refulgía y resplandecía con un brillante tono carmín, como si se hubiera bañado en cochinilla. Bajo la piel, la carne se había hinchado, los ojos y los labios estaban abultados. César descubrió, para su consternación, que esa extraña visión de Bonne, posiblemente in extremis pero teñida de aquel lustroso y vivido resplandor, más que moverle a la compasión, hacía que sus manos deseasen tocarla y sus ojos se maravillasen.

– Dadme a mi esposa -insistió-. ¿Qué le ha sucedido? -Al preguntarlo, un profundo temor se apoderó de él.

Vigorce alzó la mirada. Su rostro se mostró claro y vivido. No tenía expresión alguna, las huellas de la vida se habían desvanecido para dejarlo como arcilla húmeda, recién hecha, todavía en proceso; cada instante era testigo de una nueva emoción que lo iluminaba y se apagaba, y la marea de sentimientos no parecía provenir del propio hombre, sino alcanzarle en ese momento para penetrar en él y que uno le viera aceptar de forma manifiesta su correspondiente porción de pasiones.

En él, César vio odio, celos, pesar y sed de venganza; luego reconoció amor, lástima y (todos esos signos eran extraños, pero aquél lo era aún más) un temor que le recordaba al suyo propio. El rostro de Vigorce continuó cambiando como un salmonete moribundo que va de un color a otro. César se sintió intrigado por lo que en él había leído y sobresaltado por el despliegue de un ser arrancado de súbito de su escondite a plena luz del día; apartó la mirada.

Se dijo que si su mano tocaba la piel de Bonne se quemaría. El temor por lo que le había sucedido a su esposa, ese temor que le había sorprendido ver reflejado en el rostro del otro hombre, afloró hasta su lengua.

– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó de nuevo, pero añadió-: ¿Qué ha hecho?

Ante aquella cuestión, qué había hecho, la avalancha de metamorfosis faciales concluyó y Vigorce asintió con energía, como si César hubiese dado en el blanco. Cuando habló, no alzó la mirada. La voz surgió, en realidad, de aquella vigorosa mata de cabello negro estampada de gris, aunque ahora le crecía en desorden por todas partes y apenas si ya era negro en absoluto y mostraba una calva en la coronilla. El patetismo de tal visión hacía extraña pareja con la joven pasión de instantes antes, como si el hombre estuviese viviendo ambos extremos de su vida al mismo tiempo.

– Estaba desnuda en la colina -explicó Vigorce- y las abejas la han picado hasta dejarla sin sentido. -Como tenía el rostro vuelto hacia el brillante resplandor de Bonne, su voz fue apenas audible y le llegó en una mezcla de murmullos, suspiros y ásperos gruñidos. César dobló rodillas y caderas para aproximar su oído al relato-. Creo que se metió a sabiendas entre las abejas. Se desnudó y se metió entre las abejas -prosiguió Vigorce, más para Bonne que para César; y en efecto la alteró un poco, pues su hinchada carne se estremeció; y fue como si estuviera recitando los pecados de Bonne a un chiquillo recalcitrante… A ver, ¿quién se ha metido en medio de las abejas?

La apesadumbrada cabeza pendía próxima al pecho de Bonne, pero César alcanzó a ver el mohín del rostro de su esposa y el mechón de cabello rojizo que el viento nocturno de las montañas había posado, cual pálido y parpadeante rayo de sol, sobre un flamígero seno.

Vigorce alzó la mirada de Bonne y la dirigió al rostro de César.

– ¡Ellos la encontraron! -De pronto hablaba de forma clara y rencorosa. Había llegado a su límite y ahora César iba a saber qué había provocado tan sorprendentes intensidades de rabia y desolación-. Vuestros soldados rasos yacían en torno a ella sobre la hierba -dijo- toqueteando su cuerpo desnudo. -De modo que era eso. César le miró fijamente, comprendiéndolo todo: su capitán a sueldo idolatraba a Bonne y el hecho de que los soldados la tocaran la había profanado.

César imaginó a los tres soldados sobre la verde ladera. Uno se arrodillaba con las manos juntas y parecía rezar, como un santo en una pintura; se hallaba ante la cabeza de Bonne. Su cabello, más rubio que en la realidad, se desparramaba en abanico sobre la hierba en torno a sí, y desde él se extendía su cuerpo escarlata, retrato no tanto de la estupefacción de un millar de picaduras de abeja como de la languidez de un consumidor de opio. Estaba medio tendida, medio sentada, todavía era capaz de apoyarse sobre un codo y de doblar una rodilla, y contemplaba un cielo azur en el que tres urracas volaban en una dirección y una cigüeña, en la contraria. Asiendo su pecho izquierdo (o en la pintura su parte superior) se hallaban los cinco dedos de un soldado que había tenido la sensatez de sentarse tras ella, y cuya otra mano le arrancaba aguijones. Esbozaba una expresión de jovial, si no autoindulgente, buena voluntad. En el rostro del tercer soldado, sin embargo, se hallaba pintada la lujuria. Yacía tendido boca abajo sobre la hierba, perpendicular a la pierna alzada de Bonne y en el sentido de la pendiente, de modo que César pudiera verle atisbar entre los derretidos muslos y hacia la febril dicha del tronco inflamado de Bonne.

A César le gustaba esa imagen por su colorido, su composición y su simplicidad moral al mostrar a un hombre que oraba, otro que prestaba su ayuda y otro que lanzaba miradas lascivas. Cuando retornó de ella, sin embargo, fue para descubrir el deseo que crecía en él, más intenso y más ardiente a cada instante a medida que sus ojos atravesaban con ese fin el refulgente ardor con que la piel de Bonne se ceñía a su suntuosísima carne.

Un pensamiento le invadió de pronto, venido de la nada cual pájaro surgido del sol.

– Podría morir -dijo, y cogió a su esposa de entre los reticentes brazos del capitán.