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La piel de Bonne ardía bajo sus manos. Su lujuria se desató. Aquella lustrosa apariencia no era muy distinta de la que habría tenido una langosta hervida. Mientras yacía allí, henchida de veneno, el amor que por ella sentía restalló cual latigazo en su corazón, más apropiado que la física punzada de un instante antes, pero más temido.

La llevó al interior de la casa y a través del oscuro salón, y la posó sobre el lecho.

7

FLORE AL ALBA

Alrededor de una hora antes del alba la noche se retiró a descansar. Dejó tras de sí un limbo entre el sueño y la vigilia, entre el arrepentimiento de la oscuridad y la malicia del nuevo día. Amanieu descendió de sus pesadillas (en las que había triunfado en todos los campos) hasta esa ambigua calma. Sus ojos negros miraron con fijeza el impenetrable vacío, negro a su vez cual boca de lobo, sin palidecer aún con retazos del amanecer y abandonado hacía mucho por la luz de la desvanecida luna.

Esa era su hora favorita.

Se hallaba sobre un mullido lecho y se desperezó cómodamente en toda su longitud hasta que los nueve dedos de sus pies fueron presa de calambres, y permaneció allí tendido por unos instantes, mordisqueándose la lengua, mientras los tendones cesaban de crujir, para luego relajarse y, con las manos detrás de la cabeza, intercambiar negras miradas con la vida. Hacía varios días que no maldecía a su padre, y lo hizo entonces; una buena maldición, que le hizo sentir cómo su piel palidecía de odio. Maldijo a sus seis hermanos con ponzoña, y a sus seis hermanas con rencor. Así, por primera vez (quizá con el ingenio refrescado por la altitud, el descanso, y por la sensación de ocio que había brotado en él al haber hallado un refugio muy por encima de la anarquía, la hambruna y la enfermedad que asolaban la tierra de más abajo), maldijo a cualquier vástago que su padre pudiera haber engendrado en su madre desde que saliera de su hogar. Ante tal golpe maestro sintió retornar el color a sus mejillas. De su madre guardaba celoso recuerdo y deseó que le fuera bien; pero al hacerlo escudriñó con recelo el ciego espacio en torno a sí, como si temiera ser espiado.

Un aire frío le azotó el rostro. Estaba empapado de fresco rocío y de una esencia de silvestres aromas de frutos, hierbas y flores que brotaba de las empinadas colinas. En algún lugar más allá de esos perfumes, eludiendo toda la astucia de sus sentidos, acechaba un recuerdo olvidado o una promesa oculta, cual bestia salvaje que dudara entre salir o no del bosque. Vislumbró su presencia entre los árboles; sintió moverse algo en su interior, al igual que un hombre dormido es consciente de que su cuerpo se vuelve; luego desapareció.

Sobre él empezó a quebrarse la penumbra, la primera tintura del alba, y se oyó una pisada en la escalera. Acto seguido, Amanieu experimentó una gran impresión: no conseguía moverse, parecía un hombre embelesado. Yació absolutamente inmóvil y escuchó, como si tuviera un centenar de oídos, a la espera de que a la pisada que había captado al otro lado de su puerta la siguiera otra en el interior de la estancia. ¿Qué estancia? Había olvidado dónde se hallaba. Reagrupó sus pensamientos como si de ejércitos desplegados se tratase y entonces lo recordó: había pasado la noche en la nueva torre de entrada de aquel chiflado. De hecho, apestaba a argamasa; ¿dónde estaba ahora el olor a flores?

En la penumbra que se disipaba, el umbral, negro e inescrutable, se hacía más visible ante sus atónitos ojos. Un rostro apareció durante breves instantes y luego se desvaneció. Unos pies bajaron de puntillas las escaleras. Las cadenas que asían a Amanieu cayeron, y se precipitó hacia la puerta, que se abría a una escalera de caracol. Vio a alguien más abajo, una mano de niño en la columna junto a su pie, un rostro de niña alzado hacia él. Esta abrió la boca como si fuese a hablar, o a reír, pero sonrió y siguió descendiendo hasta perderse de vista.

No había despertado del todo del hechizo que le tuviera atado a la cama (aunque allí estuviera, en pie) ni se había recobrado por completo de la noche, ni de su momento de evocación familiar. Por tales razones, sin duda, permaneció allí algún tiempo después de que la niña se hubiera marchado, con las manos aferradas al dintel y la cabeza asomada al hueco de la escalera. Por fin enarcó las cejas, se incorporó, caminó con enérgicas pisadas por el suelo de piedra, pues había dormido con las botas puestas, y salió a ver cómo despuntaba el día sobre las montañas.

No ladraba ningún perro, ni gallo alguno había cantado todavía, cuando emergió del portalón del futuro castillo. El cielo estaba blanco, un lienzo que esperaba al sol. El terreno aún se hallaba en penumbra y ennegrecido por sombras, pero veía bastante, pues el aire en torno a él era tan luminoso corno si la tierra tuviese luz propia. La parte más alta del cielo se iluminó de azul y sobre la montaña del otro extremo del valle comenzó a fluir la luz diurna. El aire brillaba, aunque todavía no había aparecido el sol. El confín del cielo refulgía con fuegos rojos y purpúreos que descendían por las laderas de las montañas, que antes fueron grises, y demostraban cuáles eran sus auténticos colores. El fondo del valle, y de otros valles que se abrían a partir de él, se llenó de niebla blanca como la lana, como si la noche antes se hubiera hecho una gran esquila de ovejas. De pronto el cielo fue todo azul, las brumas se disiparon hasta la nada, y el sol se alzó como oro en el aire. Donde había roca arrancó reflejos rosados y destellos amarillos en la sesgada luz, y donde había prado un millón de flores colmaron su mirada. Por debajo de Amanieu, en aquel amanecer, la voz de la niña cantó.

En aquel momento supo que la vida era una danza. El sol le calentaba el rostro y el pecho, y el fresco y húmedo aire que aún pendía allí le rozaba el cuello, haciendo que un escalofrío recorriera su cuerpo. Estaba a punto de echar a correr colina abajo (menuda chiquillada) cuando en su cabeza estalló tal dolor que cerró los ojos. Recordó que se había ido a la cama borracho. Se volvió para apartarse del sol y trató de recobrarse de lo que le pareció una huida a la infancia, a la cuna; lo invadió una emoción indescriptible y sintió que un furioso ceño contraía su rostro. Momentos después se encontró doblado en dos, erguido y mirando al suelo, a sus pies, sin nada en la mente. Cuando se incorporó todo él crujió como una casa vieja durante un vendaval. Recorrió con una mano su estrecha cintura y esbozó una sardónica mueca mientras miraba en torno a sí. Ese lugar no le estaba haciendo ningún bien. Bebido el día anterior, esa mañana había despertado para sentirse pavorosamente mal sólo porque una niña madrugadora había pasado corriendo frente a su habitación, y ahora vagabundeaba en la niebla matutina sin llevar siquiera un arma. Entró de nuevo y subió a su habitación. Allí asió su larga daga, se la ciñó al hombro con una correa y partió colina abajo.

Un perro se abalanzó gruñendo hacia él desde la arcada que había dejado atrás, y Amanieu sonrió; de hecho, era la primera vez que lo hacía ese día. Se volvió en redondo y le propinó una patada con toda la potencia de su bota que alcanzó a la bestia en un costado de la cabeza. Le observó parpadear y cerrar los ojos. Cayó sobre el herboso sendero y la sangre manó de su oreja; era un perro grande, con mandíbulas de lobo. Amanieu se arrodilló, asió con una mano el grueso collar y tiró de él con suavidad, como si le agradase el animal. El ojo opuesto a la oreja que sangraba se abrió a medias, y a él se dirigió:

– Amanieu está aquí para quedarse -le dijo-. Tenemos que hacernos amigos.

El perro perdió todo interés y comenzó a roncar, y Amanieu caminó con arrogancia colina abajo, mofándose de sí mismo, pues no era habitual en él mostrarse conciliador con un adversario caído; ¿le estaría domeñando el aire de la montaña?

Descendió con largas y decididas zancadas, rebotando con desenvoltura sobre los talones para paliar el dolor de cabeza. Sus pies pasaban silbando entre largas hierbas, azucenas blancas y gencianas amarillas, los últimos pálidos y espigados ranúnculos y los primeros matalobos, a través de acianos y gamones, campanillas y algarrobas, aguileñas y bocas de dragón, e innumerables plantas. Cada paso liberaba su aroma al aplastarlas y llevaba a su nariz el paraíso. Las amapolas florecían en manchones de rojo y amarillo. El terreno se tornó más plano. Permaneció en pie en una húmeda pradera, entre campánulas y dientes de león, y vio, a través del arroyo que fluía ante sí, al objeto de su paseo. La niña le saludó y él le devolvió el saludo. Ella le hizo señas con un altanero movimiento del antebrazo, y Amanieu se sentó en la ribera del río para quitarse sus bonitas botas de montar, y allí se quedó, refrescándose los pies en el murmullo del agua, mientras su dolor de cabeza disminuía, como si manara de los dedos de sus pies.