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La niña se acercó a la otra ribera y le llamó.

– Vamos. ¡Tenemos que coger todas las que podamos encontrar! -Alzó un ramillete de flores azules.

Amanieu quedó impresionado por la visión de aquella pálida figura contra el prado verde, la niña de pálido cabello con pálido atavío. El resplandor del sol salpicaba el agua hacia ella, y en contraste con el verde oscuro le pareció que la niña pendía ante su mente cual visión luminosa y espiritual en lugar de humana y carnal.

– ¿Qué estáis mirando? -le espetó ella.

– No lo sé -respondió.

– Bueno, ¡pues cruzad!

Amanieu vadeó el poco profundo riachuelo.

– Estaba soñando despierto -admitió-, ¿Qué flores son ésas?

El cabello de la niña era del color de la crema y pendía hasta su cintura; tendría unos doce o trece años. Los labios eran rosáceos, llenos y carnosos, la piel dorada por el verano y las mejillas sonrosadas, un poco arreboladas por el encuentro con él. El rostro era oval, sin pecar de alargado, y con aquel colorido los ojos suponían un golpe de fortuna, pues eran castaño oscuro y todo lo escudriñaban.

– Estaba mirándoos de nuevo -dijo Amanieu, haciéndole un cumplido a una niña.

Ella lo encajó con una sonrisa irónica, como si estuviera escondida y oyera cómo la insultaban.

– Las flores son pimpinelas azules -explicó-. Gully las quiere para Bonne, mi madre.

A Amanieu volvía a dolerle la cabeza.

– He oído hablar de las pimpinelas azules -declaró-. No son comunes.

– Tomad -dijo la niña-. Coged una, así sabréis qué buscar. Son para curar a mi madre. -Se aclaró la garganta-. A mi madre la han picado las abejas por todas partes. Está medio muerta. -Vio que tales noticias le dejaban perplejo-. Fue ayer, cuando estabais bebiendo con mi padre. -Soltó una breve risa-. Estabais borracho como una cuba… Os perdisteis todo el alboroto. -Amanieu se fijó en que sus pechos ya se habían desarrollado. Ella se sonrojó y se puso seria-. Vos iréis a ese extremo del campo. Yo ya he llegado hasta aquí desde mi lado. Recogeremos hasta que nos encontremos.

Amanieu se alejó a través del centeno, pero se detuvo.

– ¿Cómo os llamáis? -le preguntó.

– Flore -replicó ella-. ¿Cómo os llamáis vos?

– Amanieu -respondió él.

La niña sonrió.

– Es un bonito nombre -dijo-. Amanieu. No me estoy burlando de él…, me gusta.

Él le devolvió la sonrisa. No le importaba que a esa niña le pareciera bonito su nombre. Los hombres no se andaban con tapujos y se reían de él. Caminó hasta su extremo del campo y empezó a recoger flores.

No encontró muchas pimpinelas azules. En aquel campo la hierba apenas le llegaba a la rodilla, pero en general crecía más alta que la flor que buscaba. Adoptó una cómoda postura, en cuclillas, y examinó el terreno por parcelas. Su vista era aguda, pero su rendimiento se veía diluido por accesos de abstracción. La pose y la ocupación eran relajantes. Oía el suave canturreo del río, y la tierra, de nuevo despierta por efecto del sol, había empezado a brindar el calor que había estado almacenando durante casi medio año. Los insectos zumbaban y siseaban y los pájaros cantaban, se sumían en el silencio, y cantaban otra vez. La niña también cantaba y se detenía para luego cantar de nuevo. Amanieu se hallaba a la deriva entre sonidos y sensaciones, entre placeres tales como amasar el almohadillado grano con los dedos de los pies; embeberse en los encantos que había descubierto (pues tal era el objetivo de la jornada) en el azul de las pimpinelas, apreciando lo redondeado de sus pétalos, los cuales habría admirado igualmente de ser puntiagudos o acabar en plano; reflexionar sobre lo extraño de hallarse esa mañana en la montaña, o en aquel valle de un río; y mantener siempre en lo más profundo de su mente a la niña que se abría paso hacia él con mayor rapidez que él hacia ella, encontrando y recogiendo las flores que deseaba con una presteza que, al parecer, quedaba fuera de sus posibilidades.

– Sin embargo, yo he calmado al perro -se dijo.

Se encorvó en el caluroso ambiente, inmerso en él, sentado sobre los talones con las muñecas apoyadas en las rodillas y las manos pendiendo oscilantes. Dejó que se le entrecerraran los ojos y se sumió en un estado de aturdimiento. Los colores le llegaban informes a través de los párpados, el verde debajo y el azul por encima, y entre ellos estelas y destellos de iridiscencia, pájaros, libélulas, quizá trucos de la luz. El calor y la frescura del aire se reunieron sobre su piel. Se hallaba en medio de la pura fragancia de la hierba. Algo en su interior sugirió que todo eso pertenecía al pasado, no al momento presente; pero él sabía que ése era el ahora, desde luego que lo era, y que se hallaba ahí en ese preciso día. Había llegado a la excéntrica mansión en lo alto de la montaña en la mañana del día antes, por la tarde se había emborrachado y, entre las habituales pesadillas, durmió toda la noche. Ahora estaba allí, en el valle entre las montañas, y se maravilló ante la distancia que había recorrido desde la planicie quemada y hostigada de más abajo. Había viajado, toda una eternidad en el trayecto de una semana.

– ¡Eh! -exclamó la niña-. ¡Despertad! ¿Eso es todo lo que habéis conseguido? -Se había agachado junto a él y su rostro, a un pie de distancia, se inclinaba hacia el de Amanieu. Tenía la boca entreabierta, sonriente pero decidida. En sus rubicundas mejillas había débiles pecas, y un mechón de cabello caía ingenuo sobre un ojo que le escrutaba misterioso. A pesar de la urgencia de sus preguntas, tenía el aspecto de disponerse a pasar allí todo el día. Su aliento sobre el rostro constituía el más dulce placer que Amanieu había experimentado desde hacía mucho tiempo, y vio que la niña se percataba de ello; vio la satisfacción en sus ojos y la excitación que frunció sus exuberantes y elocuentes labios. Le apartó el cabello del rostro y dejó que volviera a caerle sobre la espalda. Ella ladeó la cabeza para ayudarle.

– Bueno, de modo que aquí estáis -dijo Amanieu-, Al parecer me paso todo el tiempo soñando desde que estoy aquí. -Alzó su pequeña ofrenda del suelo y la añadió al ramo de flores azules de la niña.

Se sentó para ponerse las botas.

– Llevadlas en la mano -propuso ella.

– Ya que las he traído -respondió él-, me las pondré.

Empezaron a caminar por la ribera del río.

– ¿Para qué es el cuchillo? -quiso saber la niña.

– Para luchar -explicó Amanieu.

– Nadie lucha por aquí.

– No he estado en un lugar donde no se luchara desde hace tres años. Lo creeré cuando lo vea.

– ¿Es que no me creéis?

– Os creo -respondió él-, pero tal vez me persiga. No soy afortunado.

– Si habéis estado luchando durante tres años y todavía no estáis muerto ni mutilado, podéis considerados bastante afortunado.

– Por supuesto -replicó Amanieu-. ¡Por supuesto que lo soy! Aunque he perdido un dedo del pie.