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El camino se apartó del río y empezó a subir. La niña inició el ascenso con paso perezoso, pues aunque la pendiente era menos pronunciada que la opuesta, por la que él había descendido dando tumbos entre las llores, la mañana se hallaba bien avanzada y el calor era ya intenso. No hablaron mientras trepaban por el estrecho y trillado sendero abierto por cabras u ovejas. Dejaron atrás el rumor del río y de los pájaros e insectos que abundaban en el prado, y cruzaron la verde ladera desde un macizo de robles al siguiente, ora a plena luz del sol, ora a la sombra de los árboles.

La niña le guiaba, y él la seguía. La naturaleza de su lento progreso montaña arriba era la de una favorable concesión al calor. No se rendía a la fuerza del sol, sino que participaba con él en la empresa del día: sus piernas habían encontrado un ritmo y lo mantenían. Aceptaban el calor, como aceptarían el mar, como el medio en el cual se producía el lento ascenso de la montaña. El muslo sobrellevaba el peso del cielo pletórico de sol al igual que un muslo, al vadear, debía abrirse paso en las aguas que oponían resistencia; la pantorrilla se alzaba y contraía (deteniéndose para dejar pasar algún ligero calambre) con incierta musculatura, hasta que el pie, que se mostrara meditabundo al hallarse sobre el polvo, como precavido ante cangrejos y espinosas conchas, llevaba a cabo su delicado pero definitivo paso.

A lo largo de todo el ascenso fue ese movimiento de muslo, pantorrilla y pie, de una y otra pierna turnándose (que ante él procedían de forma interminable por la verde ladera, bajo el ardiente y refulgente sol y a través de la veteada sombra de los robles), lo que le habló a Amanieu. Las dos piernas se elevaban en sus respectivos turnos como si pensaran en otra cosa, se alzaban con aire indolente, a medias conscientes y a medias distantes, desde el oculto lugar donde habitaban con Flore; pero se alzaban resueltas y seguras en sus equilibrados, lentos, perpetuos, solemnes tirones de los tendones.

Las resonancias repiqueteaban en cada porción de Amanieu. Algunas lo hacían en una nota que no escuchaba todavía, pero que reverberaba hueca en recónditos e incorpóreos rincones de su ser; pero más cerca, donde vivía el Amanieu de carne y hueso, los ecos que en él rebullían eran agradables y familiares. Un instante caminaba medio dormido a resultas del calor, la resaca y el trotecillo somnífero e inalterable de la niña, y al siguiente se halló plenamente despierto, la cabeza erguida, sintiéndose repuesto y astuto, mientras el deseo que por ella sentía se agitaba en su cuerpo.

Disminuyó el paso hasta detenerse para dejar que cuerpo y mente se adaptaran a aquella última sorpresa brutal de la jornada (la tercera, de hecho). Bajó la vista al suelo. Una sonrisa apareció en una de las comisuras de su boca y se extendió por ella cual ondeante ola, y de nuevo de vuelta. Frunció el entrecejo. Los pies desnudos y morenos de la niña habían aparecido en el círculo de su mirada. Con un esfuerzo de voluntad, alzó progresivamente los ojos para encontrarse observando la parte superior de su cabeza (que a su vez se hallaba un poco inclinada, no mucho, hacia adelante): la criatura miraba con fijeza la patética alerta de sus intimidades. Amanieu levantó la cabeza y observó el cielo.

Su mente semejaba un torbellino. ¡Cautivado por una simple chiquilla! En su interior se produjo toda una retahíla de cataclismos, el hielo de muchos ríos se resquebrajó y fue arrastrado hasta una rara acumulación de volcanes. Vapor, humo, crujidos, convulsiones y sensaciones le arrasaron desde dentro. No podía ser a causa de la niña, pero sí, ¡lo era! Resultaba humillante (¿no?) inquietarse de ese modo por una criatura, y también era absurdo quedarse sin habla, petrificado, convertido en estatua por la indecisión.

La criatura respiró profundamente. Amanieu notó que se estremecía; se sentía como un gigante a punto de estallar. La niña volvió a entrar en su ángulo de visión, caminando de nuevo. Desde luego que era una criatura. Su largo cabello era del color de la crema, se movía y se desparramaba por su espalda cual insustancial tejido; formaba parte de su incoloro vestido de lino y juntos eran partícipes de la figura que trepaba con languidez, y de ella caían y se movían con ella y en su contra.

¿En qué extremo de la infancia habitaba?

La niña se detuvo y volvió la cabeza. Le observó durante largo rato, mientras la lengua emergía en una comisura de su boca en un gesto que en una niña significaba una cosa, pero otra en una mujer. No estaba muy lejos, a una docena de pasos. Los ojos que le miraban se mostraban serios e inquisitivos, y eran oscuros y cálidos. Partió de nuevo, colina arriba, como antes.

8

PELEAS

El semental roano se alzaba por encima de sus compañeros. Era más alto que el caballo andaluz de César; no tan grueso, pero sí más alto.

– Es germano -dijo Jesús el español. El propio Jesús era un alto espécimen. Su porte era erguido y señorial, pero los ojos se movían como si buscasen huir de un aprieto. Había sido él quien el día antes llevara a casa a Bonne, víctima del veneno de las abejas, desnuda sobre la grupa de su caballo.

– Así es -convino Vigorce.

– ¿Acaso no veis que tiene sangre normanda? ¡Mirad qué tamaño! -El que había hablado era un hombre en miniatura, y por ello le llamaban Mosquito. Tenía un rostro ancho y risueño y un aire satisfecho inusual en un hombre tan menudo. Fue a él a quien Jesús entregó la aguijoneada y escarlata Bonne, y a quien Vigorce se la había arrebatado de inmediato.

– No -dijo Vigorce categóricamente-. No hay ningún cruce en ese caballo. Es germano, sin duda, un Mecklenburg; yo los vi en Borgoña. Un caballo de batalla tan fuerte como el que más. Aguantaría todo un día de lucha en pleno verano. -Se hallaba en el arco que formaba el cuello del semental, con el mentón del animal contra su pecho-. Tan fogoso como el mismo infierno cuando se enfurece, y dos veces más paciente. ¡Mirad! -Tendió sus largos brazos y tironeó de las orejas oscuras y sedosas. El caballo ladeó la cabeza para mirarle fijamente a los ojos por un instante, luego se calmó de nuevo y permaneció inmóvil, a gusto en la sombra del atardecer.

Al sur y al oeste de la heredad el terreno descendía bruscamente, y en aquel espacio inmediato se había construido un amplio cobertizo adosado. Una pesada viga iba desde la esquina de la casa hasta un pilar de piedra; éste constituía el principal puntal del techo. Otros pilares de madera y vigas más ligeras lo extendían hacia los costados, y el espacio se hallaba delimitado por las murallas de la casa, por un tramo de pared de roca, y por un muro de piedra en el extremo más alejado, azotado en invierno, por el glacial viento del norte.

Allí, la guarnición de César dormía la siesta. Solomón, de hecho, estaba durmiendo bajo aquel muro del norte, como respetada víctima (una vez que la hilaridad inicial se extinguiera) de la guerra contra las abejas. Sus camaradas y su capitán acusaban de tal modo el nuevo grado de animación que había adquirido la vida en la casa que eran incapaces de dormir. Durante el tiempo suficiente había sido un lugar que no precisaba más que energía para llevar su destino hacia la crisis; sin embargo los sucesos habían traído consigo una nueva actividad que sobrellevar. Ahí estaba aquel misterioso extraño, a ese lado del portalón, y más allá la señora, a las puertas de la muerte.

Los hábitos de vida en ese remoto refugio eran monótonos. Sucesos de trascendencia ocurrían muy rara vez, y cuando lo hacían, no se mostraban en absoluto conscientes de su propia importancia, no traían consigo clima alguno que alterase el ambiente. De hecho, todo el clima de la vida, todo el carácter del ambiente, dependía de cómo estuvieran las cosas entre César y Bonne. Su larga y no librada guerra, de batallas ocultas e invisibles maniobras, tenía la misteriosa naturaleza de un quemador de carbón, con su lento y humeante fuego de brasas cubiertas de tierra para no dejar que otros humos que no sean los suyos vivan en el aire que lo rodea.