Llegó la toalla, de color púrpura tirio. Fabio la cogió y la extendió. César besó la frente de Pompeyo, depositó la cabeza en la toalla y la envolvió con actitud reverente. Cuando Fabio se disponía a llevársela, César le entregó la vara de marfil de su cargo y dijo:
– No, la llevaré yo. -En la puerta se dio media vuelta-. Quiero que se construya una pequeña pira en los jardines frente al palacio de los invitados. Quiero incienso y mirra para encenderla. ¡Y buscad el cuerpo!
Lloró durante horas, abrazado al bulto de color púrpura tirio, y nadie osó importunarlo. Finalmente Rufrio se acercó con un candil -estaba muy oscuro-para avisarle de que todo había sido traslada do al palacio de invitados y pedirle que lo acompañara hasta allí. Tuvo que ayudar a César a levantarse como si fuera un anciano y guiar sus pasos por los jardines, iluminados por lámparas de aceite cubiertas con globos de cristal alejandrino.
– ¡Oh, Rufrio! ¡Que haya tenido que acabar así!
– Lo sé, César. Pero hay una buena noticia. Ha llegado un hombre de Pelusium, Filipo, liberto de Pompeyo Magno. Trae las cenizas del cuerpo, que él mismo quemó en la playa cuando los asesinos se fueron. Como llevaba la bolsa de Pompeyo Magno, ha podido atravesar el Delta en poco tiempo.
De labios de Filipo, pues, conoció César la historia completa de lo que había sucedido en Pelusium, y la huida de Cornelia Metela y Sexto, la esposa y el hijo menor de Pompeyo.
Por la mañana, oficiando César, incineraron la cabeza de Pompeyo Magno y añadieron las cenizas al resto, las guardaron en una urna de oro macizo con granates y perlas marinas incrustados. A continuación César embarcó a Filipo y su pobre esclavo a bordo de un mercante con rumbo al oeste, para que llevara las cenizas de Pompeyo Magno a la viuda. El anillo, confiado también a Filipo, debía llegar a manos del primogénito, Cneo Pompeyo, dondequiera que estuviese.
Hecho todo eso, Cesar mando aun sirviente a alquilar veintiseis caballos y partió a inspeccionar el cumplimiento de sus órdenes y pronto descubrió que era vergonzoso. Poteino había acampado a sus tres mil doscientos legionarios en Rhakotis, en una zona de tierra baldía plagada de gatos (también animales sagrados) que cazaban a los miles de ratas y ratones y, por supuesto, ocupada ya por los ibis. Los lugareños, todos híbridos greco-egipcios pobres, estaban resentidos porque el campamento romano se hallaba en medio de su barrio y porque Alejandría, azotada por el hambre, ahora tenía muchas bocas que alimentar. Los romanos podían permitirse comprar la comida, por alto que fuera su precio, pero para los pobres el precio subiría más aún por el hecho de tener que repartirse aún más los alimentos.
– Bien, construiremos un muro temporal y una empalizada en torno a este campamento, pero lo haremos de modo que parezca permanente. Los nativos son desagradables, muy desagradables. ¿Por qué? Porque tienen hambre. Con una renta de doce mil talentos anuales, sus miserables gobernantes no les subvencionan los alimentos. Todo este lugar es un claro ejemplo de por qué Roma derrocó a los reyes de Alejandría. -César resopló-. Pon centinelas a unos pasos el uno del otro, Rufrio, y di a los hombres que incluyan el ibis asado en su dieta. ¡Me río de las aves sagradas de Alejandría!
Está de mal humor, pensó Rufrio con sorna. ¿Cómo podían aquellos necios de palacio asesinar a Pompeyo Magno y pensar que así complacerían a César? Está loco de dolor, y no costaría mucho inducirle a causar mayores estragos en Alejandría que los que causó en Uxellodunum o Cenabum. Más aún, los hombres no llevan un día en tierra y ya ansían matar a los lugareños. Está creándose un mal ambiente, y preparándose un desastre.
Dado que no le correspondía a él plantear nada de aquello, se limitó a cabalgar junto al Gran Hombre y oírlo despotricar. No es sólo el dolor lo que tanto lo saca de quicio. Los necios del palacio lo han privado de la oportunidad de obrar con misericordia, de acoger a Magno otra vez en nuestro seno romano. Magno habría aceptado. Catón, no, nunca. Pero Magno, sí, siempre.
La inspección del campamento de caballería sólo sirvió para exasperar más a César. Los germanos ubíes no estaban rodeados por los pobres y había abundantes pastos, un lago limpio donde beber, pero era imposible utilizarlos conjuntamente con la infantería, gracias al impenetrable pantano que se extendía entre ellos y el extremo occidental de la ciudad, donde estaba la infantería. Poteino, Ganímedes y el inteligente habían sigo astutos. Pero ¿por qué la gente hace enfadar a César?, se preguntaba Rufrio desesperado. Cada obstáculo que ponen en su camino aumenta se determinación. ¿Realmente pueden engañar se hasta el punto de creer que son más inteligentes que César? Sus años en las Galias lo han dotado de una capacidad estratégica tan extraordinaria que nadie puede comparársele. Pero contén tu lengua, Rufrio, cabalga a su lado y obsérvalo planear una campaña que acaso no necesite llevar a cabo. Pero si lo necesita, estará preparado.
César despidió a sus lictores y envió a Rufrio de regreso al campamento de Rhakotis con ciertas órdenes. A continuación, atento a cuanto lo rodeaba, guió su caballo calle arriba y luego calle abajo, a paso suficientemente lento para permitir que los ibis eludieran los cascos del animal. En el cruce de las avenidas Canópica y Real, entró en el ágora, un extenso espacio abierto rodeado en sus cuatro lados por una arcada con una pared roja oscura al fondo y pilares dóricos pintados de azul. Después fue hasta el gimnasio, casi de las mismas dimensiones, con análogas arcadas pero provisto de baños calientes, baños fríos, pista atlética y cuadriláteros para ejercitarse. En cada uno de estos espacios detuvo el caballo, ajeno a las miradas iracundas de los alejandrinos y los ibis, y después desmontó para examinar los techos de las arcadas cubiertas y los pasillos. En los tribunales de justicia, se paseó por el interior, aparentemente fascinado por los altos techos de las salas. Desde allí se dirigió a caballo hasta el templo de Poseidón y luego al Serapeum, en Rhakotis, un santuario dedicado a Serapis con un enorme templo en medio de jardines y otros templos menores. Posteriormente visitó el puerto y los muelles, los almacenes; el Emporio, un gigantesco centro comercial, recibió mucha atención de su parte, al igual que los embarcaderos y los malecones de gruesas vigas de maderas cuadradas. También despertaron su interés otros templos y grandes edificios públicos de la avenida Canópica, en especial sus techos, sostenidos todos por macizas vigas de madera. Finalmente regresó al campamento germano por la avenida Real con el propósito de dar instrucciones respecto a las obras de fortificación.
– Te enviaré dos mil soldados como mano de obra adicional para empezar a desmantelar las murallas de la ciudad antigua -anunció a su legado-. Utilizarás las piedras para construir dos nuevas murallas, cada una comenzando en la parte trasera de la primera casa a ambos lados de la avenida Real y abriéndose hacia el exterior hasta llegar al lago. Tendrá una anchura de ciento treinta metros en el extremo de la avenida Real, pero de mil quinientos metros en el lago. Eso os fortalecerá de cara al pantano al oeste, en tanto que la muralla oriental cortará la carretera que conduce al canal navegable entre el lago y el Nilo canópico. La muralla occidental será de diez metros de altura; el pantano proporcionará defensa adicional. La muralla oriental será de siete metros de altura, con una zanja de cinco metros de profundidad en el exterior minada con stimuli, y un foso lleno de agua más allá. Dejad una brecha en la muralla oriental para permitir el tráfico hacia el canal, pero tened piedras a punto para cerrar la brecha en cuanto os lo ordene. Ambas murallas han de tener una torre de vigilancia cada treinta metros, y os enviaré ballestas para colocar en lo alto de la muralla occidental.