– ¿Enviaste un mensajero a Cleopatra? -preguntó Ganímedes al chambelán mayor cuando salieron a la rosaleda.
– Le envié dos -contestó Poteino sonriente-, pero a bordo de un barco muy lento. Envié también a un tercero, en una batea muy veloz, al general Aquiles, por supuesto. Cuando los dos mensajeros lentos salgan del Delta en la desembocadura del Pelusiaco, Aquiles tendrá hombres aguardando. -Dejó escapar un suspiro-. Mucho me temo que Cleopatra no recibirá ningún mensaje de César. Al final él le dará la espalda, considerándola demasiado arrogante para someterse al arbitrio romano.
– Ella tiene sus espías en el palacio -dijo Ganímedes, con la mirada fija en las figuras menguantes de Teodoto y el pequeño rey, que se alejaban apresuradamente-. Intentará ponerse en contacto con César; le conviene.
– Soy consciente de eso. Pero el capitán Agatacles y sus hombres patrullan cada palmo de la muralla y cada ola a ambas orillas del cabo Loquias. No conseguirá cruzar mi red. -Poteino se detuvo para mirar a la cara al otro eunuco, de igual estatura y atractivo físico-. Supongo, Ganímedes, que prefieres a Arsinoe como reina.
– Son muchos los que preferirían a Arsinoe como reina -repuso Ganímedes sin alterarse-. La propia Arsinoe, por ejemplo. Y su hermano el rey. Cleopatra está contaminada por Egipto, es veneno.
– Siendo así -dijo Poteino, empezando a andar de nuevo-, creo que nos corresponde a nosotros dos trabajar con ese propósito. No puedes ocupar mi cargo, pero si tu discípula sube al trono, no resultará un gran inconveniente para ti, ¿verdad?
– No -contestó Ganímedes, sonriente-. ¿Qué se trae entre manos César?
– ¿A qué te refieres?
– Se trae algo entre manos, lo presiento. Hay mucha actividad en el campamento de la caballería, y confieso que me sorprende que no haya empezado a fortificar su campamento de infantería en Rhakotis teniendo en cuenta su conocida minuciosidad.
– ¡A mí lo que me molesta es su despotismo! -exclamó Poteino de manera tajante-. Cuando acabe de fortificar el campamento de la caballería no quedará una sola piedra en las murallas de la ciudad antigua.
– ¿Por qué pienso que todo esto no es más que un pretexto? -preguntó Ganímedes.
Al día siguiente César mandó a alguien a buscar a Poteino, y a nadie más.
– He de plantearte un asunto en nombre de un viejo amigo -dijo César, relajado y expansivo.
– ¿Sí?
– ¿Quizá recuerdes a Cayo Rabino Póstumo? Poteino arrugó la frente.
– Rabirio Póstumo…, quizá sí, vagamente.
– Llegó a Alejandría después de que el difunto Auletes volviera a ocupar su trono. Su objetivo era recaudar unos cuarenta millones de sestercios que Auletes debía a un consorcio de banqueros romanos, siendo Rabirio el principal de ellos. Sin embargo, por lo visto, el Contable y sus espléndidos funcionarios macedonios habían dejado que las finanzas de la ciudad se deterioraran hasta un estado alarmante. Así que Auletes dijo a mi amigo Rabirio que tendría que conseguir el dinero poniendo en orden tanto el fiscus real como el público. Cosa que Rabirio hizo, trabajando día y noche con vestimenta macedonia que le resultaba tan repulsiva como molesta. Al cabo de un año, las finanzas estaban magníficamente organizadas. Pero cuando Rabirio pidió sus cuarenta millones de sestercios, Auletes y tu predecesor lo desnudaron y lo metieron en un barco con destino a Roma. Da gracias por marcharte con vida, era el mensaje. Rabirio llegó a Roma sin una sola moneda. Para un banquero, Poteino, es un horrendo destino.
Los ojos grises de uno y azul claro del otro permanecían trabados en una fija mirada. Pero una vena latía muy deprisa en el cuello de Poteino.
– Por suerte -prosiguió César plácidamente-, pude ayudar a mi amigo Rabirio a recuperarse económicamente, y ahora es, junto con mis otros amigos Balbo, Balbo el joven y Cayo Opio, un auténtico plutócrata entre los plutócratas. Sin embargo, una deuda es una deuda, y una de las razones por las que decidí visitar Alejandría tiene que ver con esa deuda. Chambelán mayor, en mí has de ver al administrador de Rabirio Póstumo. Devuelve los cuarenta millones de sestercios de inmediato. En términos internacionales ascienden a mil seiscientos talentos de plata. En rigor debería exigirte un interés sobre esa suma del diez por ciento habitual, pero estoy dispuesto a pasar eso por alto. Me conformo con el capital.
– No estoy autorizado a pagar las deudas del difunto rey.
– Tú no, pero el actual rey sí.
– El rey es menor de edad.
– Por eso acudo a ti, amigo mío. Paga.
– Necesitaré amplia documentación como prueba.
– Con mucho gusto mi secretario Faberio te la procurará.
– ¿Eso es todo, César? -preguntó Poteino, poniéndose en pie.
– Por el momento. -César salió con su invitado, la personificación misma de la cortesía-. ¿Se sabe ya algo de la reina?
– Nada en absoluto, César.
Teodoto se reunió con Poteino en el palacio principal, cargado de noticias.
– ¡Mensaje de Aquiles! -anunció.
– Doy gracias a Serapis. ¿Y qué dice?
– Que los mensajeros están muertos y Cleopatra sigue en su escondite del monte Casio. Aquiles está convencido de que desconoce la presencia de César en Alejandría, pero nadie sabe cómo va a interpretar la siguiente acción de Aquiles. En estos momentos él está trasladando en barco veinte mil soldados de a pie y diez mil hombres a caballo desde Pelusium. Los vientos etesios han empezado a soplar, así que deberían llegar aquí en dos días. -leodoto chasqueó la lengua de satisfacción-. ¡Lo que daría yo por ver la cara de César cuando llegue Aquiles! Dice que utilizará los dos puertos, pero planea acampar frente a la Puerta de la Luna. -Hombre poco observador, vio con repentina perplejidad la sombría expresión de Poteino-. ¿No te complace la noticia, Poteino?
– Sí, sí, no es eso lo que me preocupa -repuso Poteino-. Acabo de ver a César, que reclama con apremio el dinero que Auletes se negó a pagar al banquero romano, Rabirio Póstumo. ¡Qué desfachatez! ¡Qué temeridad! ¡Después de tantos años! Y no puedo pedir al Intérprete que pague una deuda privada del difunto rey.
– ¡Habrase visto!
– Bueno -susurró Poteino-, pagaré a César el dinero, pero lamentará haberlo pedido.
– Problemas -dijo Rufrio a César al día siguiente, el octavo desde su llegada a Alejandría.
– ¿De qué clase?
– ¿Has recaudado la deuda de Rabirio Póstumo?
– Sí.
– Los agentes de Poteino cuentan a todo el mundo que has saqueado el tesoro real, fundido la vajilla de oro y vaciado los graneros para tus tropas.
César prorrumpió en carcajadas.
– Las cosas empiezan a estar al rojo vivo, Rufrio. Mi mensajero ha regresado del campamento de la reina Cleopatra… No, no utilicé los tan cacareados canales del Delta; lo envié a caballo a todo galope, con cambio de montura cada quince kilómetros. Ningún mensajero de Poteino se ha puesto en contacto con ella, claro está. Los habrán matado, imagino. La reina me envía una carta muy cordial e informativa, en la que me comunica que Aquiles y su ejército están preparándose para regresar a Alejandría, donde se proponen acampar fuera de la ciudad, ante la Puerta de la Luna.
Rufrio parecía impaciente.
– ¿Empezamos? -preguntó.
– No hasta que me haya trasladado al palacio principal y tenga bajo mi cargo al rey -respondió César-. Si Poteino y Teodoto pueden utilizar al pobre muchacho como instrumento, también podré hacerlo yo. Deja que la cábala levante su propia pira funeraria sin saberlo durante dos o tres días. Pero ten a mis hombres a punto para la acción. Cuando llegue el momento, tendrán mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. -Estiró los brazos relajadamente-. ¡Qué placer es tener a un enemigo extranjero!
Al décimo día de la estancia de César en Alejandría, un pequeño dhow del Nilo entró en el Gran Puerto entre las naves de la flota de Aquiles que estaban llegando y se abrió paso entre las torpes embarcaciones de transporte sin ser advertido. Finalmente amarró en el malecón del Puerto Real, donde un destacamento de la guardia lo observó acercarse con atención para asegurarse de que no lo abandonaba ningún nadador furtivo. Sólo dos hombres viajaban a borde del dhow, ambos sacerdotes egipcios, descalzos, con la cabeza afeitada, y vestidos con túnicas de hilo blanco que se ceñían bajo el pecho y se iban ensanchando hacia un dobladillo a la altura de la pantorrilla. Los dos eran mete-en-sa, sacerdotes corrientes sin autorización para llevar oro encima.