Pero poco placer podía proporcionar aquel cuerpecito desnudo y descarnado que a causa de la inexperiencia y el nerviosismo estaba seco e incómodo. Cleopatra tenía el pecho casi tan plano como el de un hombre, y César temía romperle los brazos, si no las piernas, si la abrazaba con demasiada fuerza. A decir verdad, todo el ejercicio era poco alentador. Sin la menor tendencia a la pedofilia, César tuvo que aplicar su colosal voluntad para apartar de su mente aquel cuerpo poco desarrollado de niña y realizar su cometido varias veces. Si ella tenía que concebir, desde luego no bastaba con una sola cópula.
No obstante, ella aprendió deprisa y acabó disfrutando mucho de lo que él le hacía, a juzgar por su posterior humedad. Una criatura realmente lúbrica.
– Te amo -fue lo último que ella dijo antes de quedarse profundamente dormida, enroscada contra él con un flaco brazo sobre su pecho y una flaca pierna sobre las de él. César también necesita dormir, pensó, y cerró los ojos.
Por la mañana se habían concluido la mayor parte de las obras en la avenida Real y el Recinto Real. Montado en su caballo de alquiler -no había llevado consigo a Génitor, un error-, César salió a inspeccionar el cumplimiento de sus instrucciones y dijo al legado del campamento de caballería que cortara la carretera del canal, para aislar Alejandría del río Nilo.
Aquello era en realidad una variante de su estrategia en Alesia, donde se había introducido con sesenta mil hombres en un ruedo en el que tanto las murallas interiores como las exteriores estaban muy fortificadas para impedir la entrada de los ochenta mil galos acampados en lo alto del monte alesia y los doscientos cincuenta mil galos acampados en los montes situados tras él. Esta vez se trataba de una mancuerna, no de un ruedo: la avenida Real formaba el eje, el campamento de caballería su abultamiento en un extremo, y el Recinto Real el abultamiento del otro extremo. Los centenares de vigas extraídas de toda la ciudad fueron colocadas como columnas horizontales que unían una mansión a la siguiente para formar parapetos en los terrados, donde César montó su artillería ligera; las ballestas grandes serían necesarias en la muralla de siete metros que protegía el lado oriental del campamento de caballería. El monte de Pan se convirtió en su atalaya, su falda fue transformada en un formidable terraplén de defensa mediante bloques del gimnasio y enormes paredes de piedra extraídas de ambos lados de la avenida Canópica en su cruce con la avenida Real. Podía desplazar a sus tres mil doscientos veteranos de infantería de un extremo de la avenida Real al otro a paso ligero, y liberarse también de la amenaza de los ibis; de algún modo aquellas astutas aves presentían lo que se avecinaba y pronto alzaron el vuelo. Bien, pensó César sonriendo, que los alejan drinos intenten luchar sin matar un ibis sagrado. Si fueran romanos, acudirían a Júpiter óptimo Máximo, y pactarían un acuerdo por el cual quedaban temporalmente exonerados de culpa a cambio de ofrecer posteriormente un sacrificio adecuado. Pero dudo que Serapis piense como el romano Júpiter óptimo Máximo.
Al este de la mancuerna de César se encontraban los distritos Delta y Épsilon, habitados por judíos y méticos; al oeste estaba el grueso de la ciudad, con población griega y macedonia, con diferencia la dirección más peligrosa. Desde lo alto del monte de Pan, César veía cómo Aquiles-¡porto dos los dioses, qué lento era!- intentaba aprestara sus tropas y observaba también la actividad en el puerto de Eunostos y el Ciboto mientras los barcos de guerra salían de sus cobertizos, sustituyendo a aquellos que habían regresado de Pelusium y tenían que llevarse a tierra para secarse. En uno o dos días -su almirante era tan lento como Aquiles- las galeras pasarían bajo los arcos del Heptastadion y hundirían los treinta y cinco barcos de transporte de César.
Así que mandó dos mil hombres a demoler todas las casas situadas más allá del flanco oeste de la avenida Real, creando así una extensión de escombros de unos ciento veinte metros de anchura plagada de peligros tales como fosos cuidadosamente cubiertos con afiladas estacas en el fondo, cadenas que se alzaban de improviso para enroscarse al cuello, fragmentos de cristal alejandrino… Los otros mil doscientos hombres formaron e invadieron la parte comercial del Gran Puerto, abordaron todos los barcos, los cargaron con trozos de las columnas de los tribunales de justicia, el gimnasio y el ágora, y procedieron a echarlos al agua bajo los arcos. En sólo dos horas, ni una sola embarcación, ni bote ni quinquerreme podía atravesar el Heptastadion de un puerto al otro. Si los alejandrinos deseaban atacar su flota, tendrían que hacerlo por el camino difícil, pasando por los bajíos y bancos de arena del Eunostos, rodeando la isla de Faros y atravesando los pasadizos del Gran Puerto. ¡Date prisa con mis dos legiones, Calvino! ¡Necesito mis propios barcos de guerra!
Una vez bloqueados los arcos, los soldados de César subieron al Heptastadion y destrozaron el acueducto que suministraba agua a la isla de Faros; luego se apoderaron de la hilera exterior de artillería del Ciboto. Encontraron gran resistencia, pero era evidente que los alejandrinos carecían de mentes frías y de un general; se precipitaban a la refriega como los galos belgas en los viejos tiempos antes de aprender el valor de sobrevivir para volver a luchar el día siguiente. No eran enemigos insuperables para aquellos legionarios, todos veteranos de la guerra de nueve años en la Galia Trasalpina, encantados de combatir contra extranjeros tan despreciables como los alejandrinos. ¡Excelentes ballestas y catapultas, las afanadas en el Ciboto! César quedaría complacido. Los legionarios trasladaron la artillería a los muelles en barco y luego prendieron fuego a las naves amarradas en malecones y embarcaderos. Para terminar la labor, arrojaron proyectiles en llamas mediante las ballestas capturadas hacia los barcos de guerra del Eunostos y los tejados de los cobertizos. Fue una buena jornada de trabajo.
El trabajo de César fue distinto. Había mandado mensajeros a los distritos de Delta y Épsilon y emplazado para conferenciar a tres ancianos judíos y tres jefes méticos. Los recibió en la sala de audiencias, donde había colocado cómodas sillas, buena comida en los aparadores, y a la reina en su trono.
– Debes presentar un aspecto regio -le ordenó César-. Nada de modestia…, y quítale las joyas a Arsinoe si no encuentras ninguna tuya. Cleopatra, procura mostrarte como una gran reina de la cabeza a los pies; ésta es una reunión de vital importancia.
Cuando Cleopatra entró, César a duras penas pudo disimular su asombro. La precedía un grupo de sacerdotes egipcios, que agitaban incensarios y entonaban una endecha grave y monótona en un idioma que él ni siquiera identificaba. Todos ellos eran mete-en-sa excepto su superior, que lucía un peto de oro con piedras preciosas incrustadas sobre el que pendían numerosos collares de oro con amuletos; empuñaba un báculo de oro largo y esmaltado con el que golpeaba el suelo para producir un sonido sordo y atronador.
– ¡Rendid todos homenaje a Cleopatra, hija de Amón-Ra, Isis reencarnada, Ella la de las Dos Señoras del Alto y el Bajo Egipto, Ella la del junco y la Abeja! -clamó el sumo sacerdote en buen griego.
Cleopatra vestía la túnica de faraona, de lino plisado con bandas de color blanco sobre blanco, cubierta por un manto amplio de manga corta tan diáfano que era transparente e iba bordado con dibujos de chispeantes cuentas de cristal. En la cabeza llevaba un extraordinario y alto tocado que César ya había estudiado en las pinturas murales, pero cuyo sentido no captó plenamente hasta verlo en tres dimensiones. Una fulgurante corona exterior de esmalte rojo se elevaba formando un largo astil en la parte trasera, y en su parte delantera mostraba una cabeza de cobra y otra de buitre hechas en oro, esmalte y piedras preciosas. De su interior surgía una corona cónica mucho más alta de esmalte blanco y con la cima plana; una cinta de oro enroscada salía de ella. En el cuello la faraona lucía un collar de oro, esmalte y piedras preciosas de veinticinco centímetros de anchura; en el talle un cinto de oro esmaltado de quince centímetros de anchura; en los brazos, magníficas pulseras de oro y esmalte con formas de serpiente y leopardo; en los dedos, docenas de resplandecientes anillos; enganchada tras las orejas y apoyada en la barbilla, una falsa barba de oro y esmalte; en los pies, sandalias de oro enjoyadas con suelas de corcho doradas y muy altas.