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Su cara había sido pintada con exquisito cuidado, la boca de brillante carmesí, las mejillas realzadas con colorete, y los ojos réplicas del ojo que decoraba el trono: ribeteados con stibium negro que se extendía en finas líneas hacia las orejas y terminaba en pequeños triángulos rellenos del verde cobre que coloreaba también sus párpados superiores hasta las cejas pintadas con stibium; en cada mejilla llevaba dibujada una espiral negra. El efecto de la pintura era tan siniestro como asombroso; uno casi podía imaginar que debajo se ocultaba un rostro no humano.

También sus dos ayudantes macedonios, Carmian e Iras, vestían hoy al modo egipcio. Como las sandalias que llevaba eran tan altas, ayudaron a la faraona a subir por los peldaños del estrado hasta su trono, donde se sentó, cogió el cayado de oro esmaltado y cruzó aquellos símbolos de su divinidad sobre el pecho.

Nadie se postró, advirtió César; al parecer bastaba con una ligera reverencia.

– Estamos aquí para presidir -dijo Cleopatra con voz potente-. Somos la faraona, veis nuestra divinidad revelada. Cayo Julio César, hijo de Amón-Ra, Osiris reencarnado, pontífice máximo, emperador, dictador del Senado y el pueblo de Roma, adelante.

¡Ahí está!, pensaba él con entusiasmo mientras ella pronunciaba las sonoras frases. ¡Ahí está! Ni siquiera comprende Alejandría y todo lo macedonio. Es egipcia hasta la médula: en cuanto se ha puesto esta increíble indumentaria real, irradia poder.

– Vuestra majestad me abruma, hija de Amón-Ra -declaró, y luego señaló a sus delegados que, después de saludar, se estaban enderezando-. Permitidme que os presente a Simeón, Abraham y Josué de los judíos, y a Cibiro, Formión y Darío de los méticos.

– Bienvenidos, y tomad asiento -dijo la faraona.

A partir de este punto César casi se olvidó de la ocupante del trono. Optando por plantear el tema tangencialmente, señaló hacia un repleto aparador.

– Sé que la carne ha de prepararse religiosamente y que el vino ha de ser debidamente judaico -manifestó a Simeón, el principal anciano de los judíos-. Todo se ha hecho según estipulan vuestras leyes, así que cuando hayamos hablado, no dudéis en comer. Del mismo modo -dijo a Darío, etnarca de los méticos-, la comida y el vino de la segunda mesa han sido preparados para vosotros.

– Agradecemos tu amabilidad -contestó Simeón-, pero tanta hospitalidad no altera el hecho de que tu corredor fortificado nos ha aislado del resto de la ciudad, de nuestra fuente de alimento, nuestro sustento y de las materias primas para nuestros oficios. Advertimos que has acabado de demoler las casas que hay al lado oeste de la avenida Real, así que debemos suponer que te dispones a derribar nuestras casas en el lado este.

– No te preocupes, Simeón -dijo César en hebreo-, escúchame.

Cleopatra pareció sorprendida; Simeón se sobresaltó.

– ¿Hablas hebreo? -preguntó.

– Un poco. Crecí en un barrio de Roma muy políglota, Subura, donde mi madre era la casera de una ínsula. Siempre teníamos a unos cuantos judíos entre los inquilinos, y yo supervisaba el lugar cuando era niño. Así que aprendí idiomas. El residente más anciano era un orfebre, Simón. Conozco el carácter de vuestro dios, vuestras costumbres, vuestras tradiciones, vuestras comidas, vuestras canciones, y la historia de vuestro pueblo. -Se volvió hacia Cibiro-. Incluso hablo un poco de pisidio -añadió en esa lengua-. Por desgracia, Darío, no sé hablar persa -se excusó en griego-, así que por comodidad, conversemos en griego.

En un cuarto de hora había expuesto la situación sin disculparse; una guerra en Alejandría era inevitable.

– Sin embargo -añadió-, por mi propia seguridad preferiría combatir sólo a un lado de mi corredor, el lado oeste. No hagáis nada para oponeros a mí, y os garantizo que mis soldados no os invadirán, que la guerra no se extenderá al este de la avenida Real, y que seguiréis comiendo. En cuanto a las materias primas que necesitáis para vuestros oficios y los sueldos que perderéis aquellos que trabajáis en el lado oeste, no estoy en situación de remediarlo. Pero puede haber compensaciones para las penurias que por fuerza padeceréis hasta que derrote a Aquiles y someta a los alejandrinos. No seáis un obstáculo para César y César estará en deuda con vosotros. Y César siempre paga sus deudas. -Se levantó de la silla curul de marfil y se acercó al trono-. Imagino, gran faraona, que tienes autoridad para pagar a cuantos te ayuden a conservar el trono.

– Así es.

– ¿Estás dispuesta, pues, a compensar a los judíos y los méticos por sus pérdidas económicas?

– Lo estoy, siempre y cuando no hagan nada que te estorbe, César.

Simeón se puso en pie y saludó con una profunda reverencia.

– Gran reina -dijo-, a cambio de nuestra cooperación, tanto nosotros como los méticos deseamos pedirte otra cosa.

– Di, Simeón.

– Concédenos la ciudadanía alejandrina.

Siguió un prolongado silencio. Cleopatra permanecía oculta tras su exótica máscara, sus ojos velados por los párpados de color verde cobre, el cayado y el mayal cruzados sobre su pecho que subía y bajaba ligeramente con su respiración. Por fin los relucientes labios rojos se separaron.

– Accedo, Simeón, Darío. Todos los judíos y méticos que hayan vivido en la ciudad durante más de tres años tendrán la ciudadanía alejandrina. Recibirán asimismo una compensación económica por los costes que esta guerra les ocasione, y una gratificación para todos los judíos o méticos que combatan activamente a favor de César.

Simeón dejó caer los hombros en un gesto de alivio; los otros cinco cruzaron miradas de incredulidad. Aquello que les había sido negado durante generaciones era por fin suyo.

– Y yo añadiré la ciudadanía romana -dijo César.

– El precio es más que justo -declaró Simeón, radiante-. Trato hecho. Además, en prueba de nuestra lealtad, vigilaremos la costa entre el cabo Loquias y el hipódromo. No es adecuada para desembarcos masivos, pero Aquiles podría traer a tierra a muchos hombres en embarcaciones pequeñas. Más allá del hipódromo -explicó en atención a César- empiezan las marismas del Delta, como es la voluntad de dios. Dios es nuestro mejor aliado.

– ¡Comamos, pues! -propuso César. Cleopatra se levantó.

– Ya no necesitáis a la faraona -dijo-. Carmian, Iras, ayudadme.

– ¡Quitadme todo esto de encima! -exclamó la faraona, sacudiéndose las sandalias en cuanto llegó a sus aposentos. Se despojó de la absurda barba falsa, del enorme y pesado collar, y de una avalancha de anillos y pulseras que rebotaron y rodaron por el suelo mientras temerosos sirvientes los perseguían a gatas, observándose unos a otros para asegurarse de que nada se hurtaba. La faraona tuvo que sentarse en tanto Carmian e Iras pugnaban por quitarle la imponente doble corona; el esmalte estaba aplicado sobre madera, no sobre metal, pero se ajustaba perfectamente al cráneo de Cleopatra a fin de que no se cayera, y pesaba mucho.

Al ver entonces a la hermosa mujer egipcia con su indumentaria de música del templo, Cleopatra gritó de alegría y se echó a sus brazos. -¡Tach'a! ¡Tach'a! ¡Madre mía, madre mía!

Mientras Carmian e Iras protestaban y la reprendían por arrugar la capa de cuentas, Cleopatra abrazó y besó a Tach'a efusivamente.

Su propia madre había sido muy amable, muy tierna, pero siempre había estado demasiado preocupada para demostrar afecto, cosa que Cleopatra le podía perdonar, siendo ella misma víctima del espantoso ambiente del palacio de Alejandría. El nombre de su madre había sido Cleopatra Trifena, y era hija de Mitrídates el Grande; fue entregada como esposa a Tolomeo Auletes, que era hijo ilegítimo de Tolomeo X Sóter, apodado Látiro. Había tenido dos hijas, Berenice y Cleopatra, pero ningún hijo varón. Auletes tenía una hermanastra, todavía niña cuando Mitrídates lo obligó a casarse con Cleopatra Trifena, pero de eso hacía treinta y tres años, y la hermanastra creció. Hasta la muerte de Mitrídates, Auletes temía demasiado a su suegro para repudiar a su esposa; lo único que podía hacer era esperar.