Aquiles atacó a través de aquella tierra de nadie una y otra vez, pero fue en vano; los soldados de César repelían los asaltos con la facilidad de veteranos acicateados por el creciente odio hacia los alejandrinos.
Arsinoe y Ganímedes escaparon de las redes de César a principios de noviembre y llegaron al lado oeste de la ciudad, donde la muchacha se revistió con la coraza, el yelmo y las grebas, blandió una espada y pronunció encendidas peroratas. De este modo capturó la atención de todo el mundo durante el tiempo necesario para que Ganímedes entrara en el campamento de Aquiles, donde el astuto eunuco asesinó al general de inmediato. Siendo un superviviente por naturaleza, el Intérprete se apresuró a aceptar a Arsinoe como reina y ascender a Ganímedes a la tienda del general. Una decisión acertada; Ganímedes estaba hecho para el puesto.
El nuevo general fue hasta el puente que cruzaba la avenida Canóptica, ordenó que se amarraran bueyes a los cabrestantes que controlaban las compuertas y cortó el suministro de agua a los distritos Delta y Épsilon. Aunque el distrito Beta y el Recinto Real se libraron, no fue así con la avenida Real. Acto seguido, por medio de una ingeniosa combinación de norias y la vieja rosca de Arquímedes, bombeó en las cañerías agua salada del Ciboto, se sentó y esperó.
Romanos, judíos y méticos necesitaron dos días más de agua salobre para darse cuenta de lo que ocurría, y entonces cundió el pánico.
César se vio obligado a afrontar el nerviosismo personalmente, cosa que hizo levantando el pavimento en el centro de la avenida Real y cavando un profundo hoyo. En cuanto éste se llenó de agua dulce, la crisis terminó; pronto levantaron el pavimento de todas las calles de los distritos Delta y Épsilon y aparecieron tantos pozos que aquello parecía obra de un ejército de topos. La admiración que con ello despertó César lo elevó hasta una categoría de semidios.
– La ciudad se asienta sobre piedra caliza -explicó César a Simeón y Sibiro-, y ésta siempre contiene estratos de agua dulce porque es lo bastante blanda para ser erosionada por los arroyos subterráneos. Al fin y al cabo, no estamos lejos del río más grande del mundo.
Mientras esperaba a ver qué efecto produciría el agua salada en el ánimo de César, Ganímedes se concentró en el fuego de artillería, lanzando proyectiles en llamas a la avenida Real tan deprisa como sus hombres podían cargar las ballestas y catapultas. Pero César tenía una arma secreta: hombres especialmente adiestrados para disparar unos pequeños artefactos llamados «escorpiones». Éstos arrojaban dardos cortos y afilados de madera, fabricados a docenas por los artificieros a partir de plantillas que garantizaban un vuelo uniforme. Los terrados horizontales de la avenida Real constituían excelentes plataformas para los escorpiones; César los dispuso detrás de vigas de madera a lo largo de las mansiones del lado oeste de la avenida Real. Los ballesteros eran blancos fáciles; un experto en el manejo del escorpión podía herir a su objetivo en el pecho o en el costado cada vez que lanzaba un dardo. Ganímedes tuvo que proteger a sus hombres tras pantallas de hierro, lo cual les impedía apuntar.
Poco después de mediados de noviembre llegó la tan esperada flota romana, aunque nadie en Alejandría lo supo; el viento soplaba tan fuerte que los barcos fueron arrastrados a kilómetros al oeste de la ciudad. Pero un esquife entró furtivamente en el Gran Puerto y se dirigió hacia el Puerto Real; su tripulación detectó la enseña escarlata del general ondeando en el frontón del palacio principal. El esquife portaba mensajes del legado al mando de la flota, así como una carta de Cneo Domitio Calvino. Pese a que los mensajes decían que la flota necesitaba agua desesperadamente, César se sentó primero a leer la nota de Calvino.
Lamento mucho que no sea posible enviarte la legión Trigésima octava junto con la Trigésima séptima, pero recientes acontecimientos en Ponto me lo impiden. Farnaces ha desembarcado en Amiso, y yo parto con Sextio y la Trigésima octava para ver qué puedo hacer. La situación es poco prometedora, César. Si bien hasta ahora sólo he tenido noticias de la espantosa destrucción, los informes dicen que Farnaces cuenta con más de cien mil hombres, todos escitios, formidables guerreros si damos crédito a los memorandos de Pompeyo Magno.
Lo que sí puedo hacer por ti es mandarte toda mi flota de barcos de guerra, ya que parece improbable que sea necesaria en la campaña contra el rey de Cimeria, que no ha traído armada consigo. Lo mejor de la flota son los diez trirremes rodios, rápidos, manejables y con la quilla de bronce. Están bajo el mando de un hombre que conoces bien, Eufranor, el mejor almirante después de Cneo Pompeyo. Los otros diez barcos de guerra son quinquerremes, muy grandes y robustos, aunque no veloces. También he habilitado veinte mercantes como naves de guerra, reforzando sus proas con quillas de roble, y he añadido más bancos para los remeros. No sé por qué presiento que necesitarás una flota de guerra, pero así es. Claro que, como ahora te diriges a la provincia de África, supongo que pronto te encontrarás con Cneo Pompeyo y sus flotas. Las últimas noticias en ese frente son que los republicanos reúnen fuerzas allí para hacer otro intento. He conocido con horror lo que los egipcios hicieron a Pompeyo Magno.
La Trigésima séptima lleva buena y abundante artillería, y he pensado que quizá necesites provisiones, ya que, según hemos oído, el hambre azota Egipto. He cargado cuarenta buques mercantes con trigo, garbanzos, aceite, tocino y unas judías secas de excelente calidad, perfectas para un buen potaje. Hay también unos cuantos barriles de cerdo salado para la sopa.
He encargado a Mitrídates de Pérgamo que reúna al menos otra legión para ti; gracias por el imperium maius, que me ha permitido pasar por alto las estipulaciones de nuestro tratado. Cuándo Mitrídates aparecerá en Alejandría depende de los dioses, pero es buen hombre, así que estoy seguro de que se apresurará. A propósito, irá por tierra, no por mar. Tenemos escasez de barcos de transporte. Si no llega allí a tiempo, puede solicitar barcos en Alejandría para seguirte hasta la provincia de África.
Mi próxima carta te llegará desde Ponto. Por cierto, he dejado a Marco Bruto gobernando Cilicia, con ordenes estrictas de dedicarse a reclutar tropas y adiestrarlas en lugar de recaudar deudas.
– Creo -dijo César a Rufrio mientras quemaba la misiva-, que le vamos a dar gato por liebre a Ganímedes. Después de cargar a bordo de nuestros barcos de transporte todos los barriles de agua vacíos que encontremos, emprenderemos un pequeño viaje hacia el oeste. Organizaremos tanto alboroto como sea posible… ¿Quién sabe? Acaso Ganímedes tenga la impresión de que el truco del agua salada ha dado resultado, y que César abandona la Ciudad con todos sus hombres excepto la caballería, a la que ha abandonado a su suerte sin la menor consideración.
En un primer momento fue esto precisamente lo que Ganímedes pensó, pero un destacamento de su caballería, de patrulla al oeste de la ciudad, se tropezó con un grupo de legionarios de César que recorría la orilla. Parecían romanos amables, aunque ingenuos; una vez capturados contaron al comandante del escuadrón que César no se había marchado, sino que simplemente iba a buscar agua dulce al manantial. Impacientes por volver ante Ganímedes y darle la noticia, los jinetes partieron al galope, dejando que sus prisioneros regresaran junto a César.
– Lo que nos hemos olvidado de decirles -comentó su joven centurión a Rufrio- es que en realidad estamos aquí para recibir una nueva flota y muchos barcos de guerra. Eso no lo saben.
– ¡Ganímedes ha mordido el anzuelo! -exclamó César cuando Rufrio le informó-. Nuestro amigo eunuco hará zarpar su armada del puerto de Eunostos para cortar el paso a treinta y cinco humildes barcos de transporte que vuelven cargados de agua dulce. Una presa fácil para los alejandrinos, ¿no? ¿Dónde está Eufranor?