– Tenemos que alcanzar a la señora. -Hizo un gesto con la mano, como el de un camarero que me indicara una mesa, y seguí sus instrucciones. ¿Adonde iba a ir si no?
El pasillo daba a una sala rectangular, con las paredes tan blancas como las de la celda. El suelo, también encalado, tenía dibujos trazados en negro y rojo vivo. Eran verves: unos símbolos que se usan en los santuarios para convocar a los loas, los dioses del vodun. Son como las paredes que rodean el camino que conduce al altar; si me salía de la senda, estropearía el dibujo, y no sabía si eso sería bueno o malo. Regla 369 para situaciones de magia desconocida: en caso de duda, no toques nada.
No toqué nada.
Al fondo había un montón de velas encendidas, que llenaban las paredes de luz y calor. Dominga estaba en mitad de la luz, de la blancura, rebosante de maldad. No había otra forma de describirla: era maligna, y la maldad rezumaba a su alrededor como una oscuridad fluida y palpable. La anciana inofensiva había sido sustituida por una criatura llena de poder.
Manny estaba a un lado, un poco alejado y mirándola. Desvió los ojos en mi dirección, y vi que los tenía muy abiertos. El altar estaba justo detrás de la espalda recta de la mujer, rebosante de cadáveres de animales que caían de él y se amontonaban en el suelo: gallos, perros, un cochinillo y dos cabras, además de varios bultos de pelo y sangre seca que no pude identificar. Era como una fuente densa y pringosa de la que manaban cosas muertas.
Los sacrificios estaban frescos; no olía a podrido. Me topé con la mirada vidriosa de una cabra. Odiaba matar cabras; siempre me parecían mucho más inteligentes que los gallos. O igual era que me enternecían más.
A la izquierda de la pila de ofrendas había una mujer alta. Su piel casi negra resplandecía a la luz de las velas, y parecía tallada en madera brillante. Tenía el pelo muy arreglado, por los hombros; pómulos marcados, labios gruesos y un maquillaje muy bien puesto. Llevaba un vestido largo de tela sedosa del color de la sangre fresca, a juego con el pintalabios.
A la derecha del altar había una zombi de pelo castaño claro. Se lo habían peinado tanto que resplandecía, y le llegaba casi por la cintura; era lo único que parecía vivo en ella. Tenía la piel grisácea, y la carne se le había contraído alrededor de los huesos. Se podía ver el movimiento de sus músculos, fibrosos y resecos, bajo los restos descompuestos de la piel. Casi le había desaparecido la nariz, con lo que parecía inacabada, y un vestido carmesí suelto le cubría el cuerpo esquelético.
Hasta habían intentado maquillarla. No había manera de pintarle los labios retraídos, pero una sombra lila le rodeaba los ojos saltones. Tragué saliva y me volví para mirar a la primera mujer.
También era una zombi. De los más logrados y mejor conservados que he visto, pero por cuidado que fuera su aspecto, estaba muerta. Me devolvió la mirada, y en sus ojos marrones perfectos había algo que ningún zombi conserva mucho tiempo: el recuerdo de quién y de qué era, que normalmente se desvanece en unos días, a veces en unas horas. Pero aquella zombi tenía miedo; era como un dolor que relucía en su mirada. Los ojos de los zombis no son así.
Me volví hacia la zombi más deteriorada. También me miraba, con unos ojos protuberantes. Casi toda la carne que los rodeaba había desaparecido, de modo que su expresividad dejaba bastante que desear, pero aun así conseguía parecer asustada. Cristo bendito.
Dominga hizo un gesto con la cabeza, y Enzo me indicó que me adentrara en el círculo. Yo no quería.
– ¿Qué demonios es todo esto? -le pregunté a Dominga.
– Estoy acostumbrada a que me traten con más educación -contestó con una sonrisa, casi una risa.
– Pues desacostúmbrese. -Noté el aliento de Enzo en la espalda, e hice todo lo posible por no prestarle atención. Dejé la mano derecha cerca de la pistola, como quien no quiere la cosa y sin que se notaran mis intenciones. No fue fácil, porque cuando alguien hace el gesto de coger una pistola parece que hace el gesto de coger una pistola, pero nadie se dio cuenta. Bien por mí-. ¿Qué les ha hecho a esos dos zombis?
– Inspecciónalos tú misma, chica. Si eres tan poderosa como dicen por ahí, sabrás contestar a tu pregunta.
– ¿Y si no lo averiguo?
– Será que no eres tan poderosa como dicen -dijo sonriente, pero sus ojos eran negros e inexpresivos como los de un tiburón…
– ¿Esta es la prueba?
– Puede.
Suspiré. La señora del vodun quería comprobar si era una chica dura. ¿Por qué? Quizá porque sí. Quizá fuera simplemente una zorra sádica ávida de poder; no parecía tan descabellado. Por otro lado, igual resultaba que aquel teatro tenía una finalidad, aunque no se me ocurría cuál podía ser.
Miré a Manny, que se encogió de hombros de forma casi imperceptible. Él tampoco sabía de qué iba aquello. Estupendo.
No me hacía gracia seguirle el juego a Dominga, sobre todo porque no conocía las reglas. Las zombis seguían mirándome con ojos que mostraban miedo… y algo peor: esperanza. Mierda. Los zombis no tenían esperanza; no tenían nada. Estaban muertos. Aquellas no lo estaban, y quería averiguar por qué. Sólo esperaba no tener que pagar cara la curiosidad.
Me acerqué a Dominga, respetando una distancia prudencial y mirándola de reojo. Enzo se quedó detrás, bloqueando el camino de los verves, todo imponente e infranqueable. Pero yo sabía que podría pasar al otro lado si me daban motivos, los suficientes para matarlo. Esperaba que no fueran tantos.
La zombi maltrecha me miraba fijamente. Era alta; casi un metro ochenta. Unos pies esqueléticos asomaban bajo el vestido rojo. Había sido una mujer esbelta, tal vez hasta atractiva, pero viendo aquellos ojos saltones que se movían en las cuencas sin párpados… Un sonido húmedo, como de succión, acompañaba el movimiento.
La primera vez que lo oí había vomitado: es el ruido que hacen los globos oculares contra la carne putrefacta. Pero de eso hacía cuatro años, y ya no era ninguna novata. La carne en descomposición no me revolvía el estómago; ni siquiera me daba repelús. Normalmente.
Tenía los ojos de un marrón verdoso, y la rodeaba un olor a perfume caro, algodonoso y no muy penetrante, algo dulce y floral que recordaba los polvos de talco. No bastaba para ocultar el hedor. Arrugué la nariz y cerré la garganta; cuando volviera a oler aquel delicado perfume pensaría en el olor a cadáver. Pero tampoco era tan terrible; probablemente no podría pagarlo.
El caso era que me miraba, y no parecía un cadáver, sino una persona, con el carácter reflejado en los ojos. A los zombis los veo como cadáveres, como fundas vacías; puede que parezcan muy vivos al salir de la tumba, pero no les dura. La personalidad y la inteligencia son lo primero que se deteriora, y después las sigue el cuerpo, siempre por ese orden. Dios no tiene la crueldad de obligar a nadie a presenciar la decadencia de su propio cuerpo. Algo había salido muy mal en aquel caso.
Rodeé a Dominga Salvador manteniéndome fuera de su alcance, aunque no sabía por qué. Estaba casi segura de que no iba armada, pero representaba un peligro que no tenía nada que ver con los cuchillos ni las pistolas. No quería que me rozara, ni siquiera por accidente.
La zombi de la izquierda era perfecta: no mostraba ni rastro de deterioro, y tenía los ojos muy vivos, alerta. Virgen santa, si hasta podría pasar por humana en cualquier sitio. ¿Y cómo me había dado cuenta de que no estaba viva? Ni siquiera lo sabía: no detectaba ninguno de los indicios habituales, pero reconocía la muerte cuando la tenía delante. De todas formas… La miré, y sus facciones perfectas y oscuras me devolvieron la mirada. El miedo surgía de ella a borbotones.
El mismo poder que me permitía levantar muertos me decía que aquella mujer era una zombi, por mucho que la vista me dijera lo contrario. Asombroso. Si Dominga podía levantar zombis como esos, me daba cien vueltas.