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Yo tengo que dejar pasar tres días antes de levantar un cadáver, para que el alma tenga tiempo de marcharse. El alma suele quedarse unos tres días cerca del cuerpo, y mientras sigue presente no puedo levantar una mierda. Hay quien dice que si los reanimadores levantaran los cuerpos con el alma intacta, los estarían resucitando. Ya sabéis, resurrecciones de verdad de la buena, como lo que hizo Jesús con Lázaro. Yo no acababa de tragármelo, o puede que fuera consciente de mis limitaciones.

Al mirar a aquella zombi me di cuenta de que era distinta: seguía teniendo alma, y la otra, también. ¿Cómo? ¿Se puede saber cómo cojones lo había conseguido?

– El alma. Los cuerpos conservan el alma.

– Muy bien, chica.

Me coloqué a su izquierda, sin perder de vista a Enzo.

– ¿Cómo lo ha hecho?

– Capturándola en el momento en que pretendía salir.

– Eso no es explicación de nada -dije sacudiendo la cabeza.

– ¿No sabes capturar almas en una botella?

¿Almas embotelladas? ¿Estaba de guasa? Más quisiera.

– No -contesté intentando no sonar condescendiente.

– Podría enseñarte tantas cosas, Anita, tantas cosas…

– No, gracias -zanjé-. Así que capturó las almas, reanimó los cuerpos y les volvió a meter el alma. -Era una conjetura, pero sonaba verosímil.

– Muy, muy bien. Eso es, exactamente. -Me miraba con tanta intensidad que me hacía sentir incómoda; era como si me estuviera memorizando con sus ojos negros y vacíos.

– Pero ¿por qué se está pudriendo una de ellas? ¿No se supone que el alma impide el deterioro?

– No es ninguna suposición; tengo pruebas.

Me giré hacia el cadáver putrefacto, que de nuevo me devolvió la mirada.

– En ese caso, ¿por qué una se está pudriendo y la otra no? -Parecíamos dos nigromantes hablando de curro: «Entonces, ¿tú prefieres levantar tus zombis con luna nueva?».

– Puedo meter el alma en el cuerpo y sacarla siempre que quiera.

Aquello sí que me dejó transpuesta, y me costó lo mío impedir que la repugnancia me dejase también boquiabierta. A Dominga le habría encantado ver que estaba horrorizada, y no estaba dispuesta a darle el gustazo.

– A ver si lo entiendo -dije con mi mejor tono de profesional-. Metió el alma en el cuerpo, y no se pudrió. Después la sacó, para convertirla en un zombi normal, y se pudrió.

– Exactamente.

– Y después volvió a meter el alma en el cuerpo putrefacto, y la zombi recuperó la consciencia y volvió a la vida. ¿Se detuvo la putrefacción cuando volvió el alma?

– Sí.

Mierda.

– ¿Así que puede conservar esa zombi, en ese estado, todo el tiempo que quiera?

– Sí.

Mierda al cuadrado.

– ¿Y esa otra? -Señalé como si estuviéramos en clase.

– Hay quien pagaría una fortuna por ella.

– Un momento. ¿Habla de venderla como esclava sexual?

– Puede.

– Pero… -La idea era demasiado aterradora. Era una zombi, lo que significaba que no necesitaba comer, dormir ni nada. Se podía dejar guardada en el armario, como un juguete. Una esclava perfectamente sumisa-. ¿Son tan obedientes como los zombis normales, o el alma les da libre albedrío?

– Parecen ser muy obedientes.

– Quizá sólo le tengan miedo -dije.

– Quizá -contestó con una sonrisa.

– No puede mantener el alma aprisionada indefinidamente.

– Ah, ¿no puedo?

– El alma debe seguir su camino.

– ¿Para ir a ese cielo o a ese infierno que tenéis los cristianos?

– Sí -dije.

– Esas mujeres no eran ningunas santas, chica. Me las entregaron sus propios parientes, y pagaron para que las castigara.

– ¿Ha cobrado por esto?

– Está prohibido trastear con un cadáver sin permiso de su familia -dijo.

No sé si Dominga tenía intención de espantarme; puede que no. Pero con una sola frase me había dejado claro que lo que hacía era perfectamente legal. Los muertos no tenían derechos, y las cosas como aquella hacían necesaria una legislación que protegiera a los zombis. Mierda.

– Nadie merece pasarse la eternidad encerrado en un cadáver -dije.

– Se podría hacer con los condenados a muerte, para que prestaran un servicio a la sociedad después de morir.

– No. -Sacudí la cabeza-. No, es inmoral.

– He creado zombis que no se pudren. Los reanimadores, creo que os llamáis, lleváis años detrás de ese secreto. Yo lo he descubierto, y seguro que podré sacarle partido.

– Es inmoral. Puede que no conozca bien el vudú, pero creo que ni siquiera los suyos admitirían nada semejante. ¿Desde cuándo se puede mantener un alma en cautividad y no permitirle que se reúna con el loa?

Dominga se encogió de hombros. De repente parecía cansada.

– Tenía la esperanza de que me ayudaras. Juntas podríamos levantar más zombis mucho más deprisa, y no te imaginas la cantidad de dinero que podríamos ganar.

– Ha llamado a la puerta equivocada.

– Ya veo. Yo creía que como no eres vodun note parecería mal.

– Daría igual que se lo dijera a un cristiano, a un budista, a un musulmán o a quien se le ocurra. No le parecería bien a nadie.

– Tal vez sí, tal vez no. Por probar…

– Por lo menos, acabe con el sufrimiento de su primer experimento -dije mirando al zombi putrefacto.

– Es una muestra muy convincente, ¿no crees? -replicó siguiendo mi mirada.

– Ha creado un zombi que no se pudre. Vale. El resto es crueldad.

– ¿Te parezco cruel?

– Sí -dije.

– Manuel, ¿a ti te parezco cruel?

Manny me miró mientras contestaba. Intentaba decirme algo, pero no supe qué.

– Sí, señora. Es una crueldad.

– ¿De verdad crees que soy cruel, Manuel? -preguntó Dominga volviéndose hacia él. Su cara y sus movimientos denotaban sorpresa-. ¿Yo, tu adorada amante?

– Sí -contestó asintiendo lentamente.

– No te dabas tanta prisa en juzgarme hace unos años, Manuel. Más de una vez te encargaste de sacrificarme cabras blancas.

Me volví hacia Manny. Fue como en las películas, cuando el protagonista tiene una revelación sobre otro personaje. Cuando alguien descubre que uno de sus mejores amigos ha participado en sacrificios humanos debería sonar música y haber un cambio de encuadre. Más de una vez, además. Más de una vez.

– ¿Manny? -Sólo conseguí emitir un susurro ronco. Para mí, aquello era peor que lo de las zombis. Allá los desconocidos con su conciencia; se trataba de Manny, y no podía ser verdad-. ¿Manny? -Rehuyó mi mirada. Mala señal.

– ¿No lo sabías, chica? ¿Manny no te había hablado de su pasado?

– Cállese -dije.

– Era mi ayudante más valioso. Habría hecho cualquier cosa por mí.

– ¡Que se calle! -grité. Se detuvo, con las facciones contraídas por la ira, y Enzo dio dos pasos hacia el altar-. Basta. -No sabía muy bien a quién se lo decía-. Quiero que lo diga él, no usted.

Dominga seguía encolerizada, y Enzo se alzaba sobre mí como un alud a punto de desencadenarse. La mujer le hizo un gesto con la cabeza.

– Entonces pregúntaselo -me dijo.

– ¿Es verdad, Manny? ¿Realizaste sacrificios humanos? -Seguía hablando con normalidad, pero no sé cómo. Tenía el corazón en un puño; tanto que me dolía. Ya no tenía miedo, al menos de Dominga. Tenía miedo de la verdad.

Manny levantó la cabeza, y el pelo le cayó por la cara, enmarcándole unos ojos compungidos. Casi conmovedor.

– Es verdad, ¿no? -Estaba helada-. Contéstame, joder -insistí con voz normal, tranquila.

– Sí.