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Pero también era posible que se tratara de otra cosa, algo para lo que hicieran falta armas, músculos y tipos de ojos muertos e inexpresivos. No era un pensamiento halagüeño.

El aire acondicionado estaba a tope, y el sudor se me quedó pringoso al instante. Seguimos al guardaespaldas a través de un gran recibidor alargado con las paredes recubiertas de madera oscura de pinta carísima. El suelo lucía una alfombra de aspecto oriental, probablemente tejida a mano.

En la pared de la derecha había unas puertas de madera descomunales; el gorila las abrió y, de nuevo, se hizo a un lado mientras cruzábamos el umbral. Pasamos a una biblioteca; fijo que nadie se había leído ninguno de los libros, pero llenaban las paredes de arriba abajo en estanterías oscuras. Había incluso un segundo piso lleno de estantes, al que se accedía por una elegante escalera curvada y estrecha. Todos los volúmenes estaban encuadernados y tenían un tamaño uniforme, y sus colores apagados se combinaban formando un collage. Ni que decir tiene que los muebles estaban tapizados en cuero rojo claveteado en bronce.

Un hombre que estaba junto a la pared más alejada sonrió al vernos entrar. Era corpulento y de cara rechoncha y afable, con doble papada. Estaba sentado en una silla de ruedas eléctrica y tenía las piernas tapadas por una manta de cuadros.

– Señor Vaughn, señorita Blake, cuánto les agradezco que hayan venido. -La voz hacía juego con la cara: era afable, puñeteramente amistosa.

Uno de los sillones de cuero estaba ocupado por un negro delgado. Seguro que medía más de metro ochenta, aunque era difícil calcular cuánto: estaba hundido en el asiento, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados; sólo las piernas ya eran más largas que yo. Me miraba con los ojos marrones como si tuviera que aprenderme de memoria para un examen.

El guardaespaldas rubio se apoyó en una estantería, pero no podía cruzarse de brazos: le faltaba chaqueta y le sobraban músculos. No es nada conveniente apoyarse en la pared para hacerse el duro si no se pueden cruzar los brazos: echa a perder el efecto.

– Ya han conocido a Tommy -dijo Gaynor. Señaló al otro guardaespaldas con un gesto y añadió-: Este es Bruno.

– ¿Te llamas así de verdad, o es un apodo? -le pregunté a Bruno, mirándolo a los ojos.

– Es mi nombre. -Se mostró ligeramente incomodado-. ¿Por qué? -me preguntó al ver que sonreía.

– Es que nunca había conocido a un guardaespaldas que se llamara Bruno de verdad.

– ¿Se supone que eso tiene gracia?

Negué con la cabeza. No era culpa del pobre Bruno; es como ser chica y llamarse Venus. Todos los Brunos tienen que ser guardaespaldas; es de cajón. ¿Policía, quizá? Nooo, era nombre de malo. Volví a sonreír.

Bruno se incorporó con un movimiento que denotaba fuerza y flexibilidad. No parecía ir armado, pero su presencia imponía. «Cuidado -decía-. Peligro.»

Supongo que no debería haber sonreído.

– Anita, por favor -interrumpió Bert-. Lo siento, señor Gaynor, señor… Bruno. La señorita Blake tiene un sentido del humor algo particular.

– No te disculpes en mi nombre, Bert; no me gusta. -Además, no sabía por qué se había molestado; tampoco es que hubiera pensado en voz alta.

– Bueno, bueno -dijo Gaynor-, no pasa nada. ¿Verdad, Bruno?

Bruno negó con la cabeza y me miró, más perplejo que enfadado.

Bert me lanzó una mirada asesina y se volvió, todo sonrisas, hacia el hombre de la silla de ruedas.

– En fin, señor Gaynor, supongo que no andará sobrado de tiempo, así que díganos: ¿cuánto tiempo hace que falleció el zombi que desea levantar?

– Así me gusta: directo al grano. -Gaynor se interrumpió y se quedó mirando hacia la puerta, por la que entraba una mujer.

Era alta, de piernas largas, rubia, y tenía los ojos de color azul zafiro. Llevaba un vestido, si es que podía llamárselo así, rosado de un tejido sedoso que se ceñía a su cuerpo ocultando lo que imponía la decencia, pero sin dejar mucho margen a la imaginación. Recorrió la alfombra con los pies embutidos en unos zapatos de tacón de aguja de color rosa, perfectamente consciente de estar acaparando las miradas masculinas.

Echó la cabeza hacia atrás y rió, pero no se oyó ningún sonido: su rostro se iluminó, movió los labios y le centellearon los ojos, pero todo en absoluto silencio, como si le hubieran apagado el volumen. Se apoyó con la cadera en Harold Gaynor y le pasó la mano por los hombros. Él le rodeó la cintura con un brazo, con lo que le subió más aún la falda, por si no fuera ya bastante corta.

¿Sería capaz de sentarse con ese vestido sin montar un espectáculo? Ni de coña.

– Les presento a Cicely -dijo Gaynor. La chica le enseñó a Bert unos dientes profident, con esa risita insonorizada que le hacía chispear los ojos. Cuando me miró a mí, le flaqueó la sonrisa y se le apagaron los ojos, mostrando un conato de inseguridad. Gaynor le dio unas palmaditas en la cadera, y ella recuperó la sonrisa y nos saludó con una inclinación de cabeza-. Quiero que levanten un cadáver de doscientos ochenta y tres años.

Me quedé mirándolo alucinada; no sabía si se daba cuenta de lo que pedía.

– Bueno -dijo Bert-, casi trescientos años; demasiados para levantar un zombi. La mayoría de los reanimadores sería incapaz, directamente.

– Soy consciente de ello -dijo Gaynor-; por eso he solicitado los servicios de la señorita Blake. Sé que ella puede hacerlo.

– ¿Anita? -Bert me miró. Yo nunca había levantado un muerto tan antiguo.

– Sí que puedo -dije. Bert y Gaynor intercambiaron una sonrisa, complacidos-. Pero no me da la gana.

Bert se volvió lentamente hacia mí; su sonrisa se había esfumado. La de Gaynor, en cambio, seguía en su sitio. Los guardaespaldas estaban inmóviles, y Cicely me miraba con amabilidad inexpresiva.

– Un millón de dólares, señorita Blake -dijo Gaynor con su voz suave y afable.

Vi que Bert tragaba saliva y que agarraba con fuerza los brazos del sillón. No había nada que se la levantara más que el dinero; seguro que no se le había empinado más en toda su vida.

– ¿Entiende lo que está pidiendo, señor Gaynor? -le pregunté.

Gaynor asintió.

– Yo suministraré la cabra blanca. -Su voz no había perdido ni un ápice de amabilidad, y seguía sonriendo, pero los ojos se le habían ensombrecido. Estaba inquieto, expectante.

– Vamos, Bert -dije poniéndome en pie-. Nos marchamos.

Bert me cogió del brazo.

– Siéntate, Anita, por favor. -Me quedé mirándole la mano hasta que me soltó. Su máscara de cordialidad se resquebrajó, dejándome ver la cólera que sentía, pero enseguida recuperó la compostura-. Es una remuneración muy generosa.

– Lo de «cabra blanca» es un eufemismo. Se refiere a un sacrificio humano.

Mi jefe miró a Gaynor y volvió a mirarme a mí. Me conocía lo suficiente para creerme, pero se resistía.

– No lo entiendo -dijo al fin.

– Cuanto más antiguo es el zombi, de mayor envergadura es la muerte necesaria para levantarlo -expliqué-. Y cuando han pasado unos siglos, no vale nada que esté por debajo de un sacrificio humano.

Gaynor había dejado de sonreír y me miraba con gesto sombrío. Cicely seguía con cara amistosa, casi sonriente. ¿Habría algo de seso detrás de aquellos ojos tan azules?

– Pero ¿de verdad quiere hablar de asesinatos delante de Cicely? -le pregunté.

Gaynor me brindó una sonrisa exagerada. Mala señal.

– No entiende una palabra de lo que decimos. Es sorda.

Me quedé mirándolo fijamente, y él asintió. Cicely me miraba confiada. Estábamos hablando de sacrificios humanos, y ella ni siquiera se daba cuenta; si sabía leer los labios, lo disimulaba muy bien. Supongo que hasta los minusválidos, digo los incapacitados, pueden frecuentar las malas compañías, pero a mí no me parecía bien.