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– No soporto a las mujeres que cotorrean sin parar -dijo Gaynor.

– No trabajaría para usted ni por todo el oro del mundo -dije sacudiendo la cabeza.

– ¿Y no podrías matar un montón de animales, en vez de uno solo? -preguntó Bert. Como empresario será cojonudo, pero no tiene ni pajolera idea de reanimación.

– No -dije mirándolo fijamente.

El seguía quietecito en su sillón. La perspectiva de dejar escapar un millón de dólares le estaría dando retortijones, pero no se le notaba. Siempre tan competente en las negociaciones.

– Tiene que haber alguna forma de arreglarlo -dijo con voz tranquila y una sonrisa profesional. Seguía intentando llegar a un acuerdo; no entendía de qué iba todo aquello.

– ¿Conocen a alguien más que pueda reanimar un zombi de esta edad? -preguntó Gaynor.

Bert me miró, desvió la mirada hacia el suelo y luego la levantó en dirección a Gaynor. La sonrisa profesional había desaparecido; por fin le había entrado en la cabeza que hablábamos de asesinato. La pregunta era: ¿le importaría?

Siempre me había preguntado hasta dónde era capaz de llegar mi jefe, y estaba a punto de averiguarlo. Pero que yo no supiera si iba a rechazar el encargo dice mucho sobre él.

– No -dijo Bert en voz muy baja-. No, supongo que yo tampoco puedo ayudarlo, señor Gaynor.

– Si es cuestión de dinero, puedo aumentar la oferta, señorita Blake.

Un estremecimiento recorrió los hombros de Bert, pobre. Pero lo disimuló bien: un punto para él.

– No soy asesina a sueldo, señor Gaynor -dije.

– No es eso lo que tengo entendido -soltó Tommy, el rubio. Lo miré: seguía con los ojos vacuos, de autómata.

– No me dedico a matar personas por dinero.

– Se dedica a matar vampiros por dinero.

– Son mandamientos judiciales, y no lo hago por el dinero.

Tommy sacudió la cabeza y se apartó de la pared.

– Se dice que le gusta ensartar vampiros -dijo-… y que no tiene reparos en matar a quien sea para llegar hasta ellos.

– Me consta que ha matado a personas, señorita Blake -dijo Gaynor.

– Sólo en defensa propia. Nunca he asesinado a nadie.

– Creo que ya va siendo hora de que nos marchemos. -Bert se había puesto en pie.

Bruno se levantó con un movimiento fluido y se quedó con los brazos a los lados y las manazas medio cerradas. Seguro que era alguna postura de artes marciales. Tommy seguía de pie y se había abierto la cazadora para mostrar la pistola, como en las películas del Oeste. Era una Magnum 357; eso hacía agujeros muy grandes.

Me quedé plantada mirándolos; ¿qué otra cosa podía hacer? Igual era capaz de apañármelas con Bruno, pero Tommy iba armado, y yo no. Fin de la discusión.

Me trataban como si fuera peligrosísima. Con uno sesenta no impongo demasiado, pero basta con levantar muertos y matar vampiros para que la gente se lo piense mejor. A veces me sentaba mal que me trataran como a un monstruo, pero dadas las circunstancias… Se podía aprovechar.

– ¿De verdad creéis que he venido desarmada? -pregunté como quien no quiere la cosa.

Bruno miró a Tommy, que hizo un amago de encogerse de hombros.

– No, no la he cacheado -dijo. Cuando el negro soltó un bufido, añadió-: Pero no lleva pistola.

– ¿Quieres apostarte la vida? -pregunté sonriente mientras echaba la mano hacia atrás, lentamente; que pensaran que llevaba una pistolera en la espalda.

Tommy se puso tenso y flexionó los dedos junto a la pistola. Si desenfundaba, moriríamos, pero estaba dispuesta a volver del otro mundo para atormentar a Bert.

– No hay ninguna necesidad de que muera nadie, señorita Blake -dijo Gaynor.

– Desde luego que no. -El nudo que se me había formado en la garganta se deshizo, y empecé a apartar la mano del arma imaginaria. Tommy hizo lo propio con la de verdad. Bien por los dos.

Gaynor volvió a sonreír, como si fuese un Papá Noel bonachón y lampiño.

– No hace falta decir que no les serviría de nada informar a la policía.

– No tenemos pruebas -dije asintiendo-. Y ni siquiera nos ha dicho a quién quiere levantar de entre los muertos, ni por qué.

– Sería su palabra contra la mía -añadió.

– Y estoy segura de que tiene amigos influyentes -dije con una sonrisa.

– Puede estarlo. -Su sonrisa se acentuó, y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas regordetas.

Les volví la espalda a Tommy y a su pistola. Bert me siguió, y salimos al sol bochornoso del verano. Bert parecía aturdido, y en aquel momento casi me caía bien: me alegraba saber que hasta él tenía límites, que había algo que no estaba dispuesto a hacer ni por un millón de dólares.

– ¿En serio serían capaces de matarnos? -Su voz mostraba más firmeza que sus ojos, ligeramente acuosos. Qué valiente. Abrió el maletero sin necesidad de que se lo pidiera.

– ¿Con el nombre de Harold Gaynor en la agenda y el ordenador? -Cogí la pistolera y me la puse-. ¿Sin saber si le habíamos mencionado la visita a alguien? -Negué con la cabeza-. Demasiado arriesgado.

– Entonces, ¿por qué les has hecho creer que ibas armada? -Me miró a los ojos mientras hacía la pregunta, y por primera vez detecté incertidumbre en su mirada. El super-tacañón necesitaba unas palabras de consuelo, pero ya no me quedaban.

– Fácil, Bert: podía equivocarme.

DOS

La tienda de vestidos de novia estaba en Saint Peters, justo después de la salida de la 70 Oeste. Se llamaba El Viaje de la Doncella. Qué mono. Quedaba entre una pizzería y un salón de belleza llamado Oscuridad Total, un local de ventanas cegadas y perfiladas con neones de color rojo sangre, para gente a la que le apeteciera ir peinada y con las uñas arregladas por un vampiro.

Sólo hacía dos años que el vampirismo era legal en los Estados Unidos. Seguía siendo el único país que lo había legalizado, pero a mí no me miréis, que yo no voté a favor. Si hasta se había montado un movimiento por el sufragio vampírico. Por aquello de «no al pago de impuestos sin derechos ciudadanos» y toda la pesca.

Dos años antes, si un vampiro se metía con alguien, iba yo, le clavaba una estaca al muy cabrón y fin de la historia. Pero ahora tenía que solicitar una orden judicial de ejecución. Si no la tenía y me pillaban, podían acusarme de asesinato. Cómo echaba de menos los viejos tiempos.

En el escaparate había un maniquí rubio con suficiente encaje blanco para ahogarse en él. Los encajes, las perlas cultivadas y las lentejuelas nunca han sido santo de mi devoción. Las lentejuelas en particular. Había acompañado dos veces a Catherine a elegir el traje de novia, pero no tardé en darme cuenta de que no le serviría de gran ayuda: no había ni uno que me gustara.

Catherine era una gran amiga; si no, no habría ido allí ni de coña. Me decía que ya cambiaría de opinión cuando me casara. Pero la verdad es que dudo que enamorarse implique la pérdida del buen gusto. Que me peguen un tiro si algún día me compro un vestido con lentejuelas.

Tampoco habría mirado dos veces los vestidos que Catherine eligió para las damas de honor; pero fue culpa mía, por no haber ido el día de la votación. Trabajaba demasiado y odiaba ir de compras. Total, que terminaron clavándome ciento veinte dólares más impuestos por un vestido rosa de tafetán, que parecía salido de un baile de fin de curso.

Cuando entré en el local no se oía nada más que el runrún del aire acondicionado. Los tacones se me hundían en la moqueta, de un gris tan claro que casi parecía blanco. La señora Cassidy, la encargada, me vio entrar. La sonrisa se le desdibujó durante un instante, pero la recuperó en cuanto consiguió controlarse. Qué valiente, la señora Cassidy.

Le devolví el gesto, aunque no me hacía ninguna gracia la hora que tenía por delante.