– Pues no lo has conseguido.
– Si te portaras bien, los demás creerían que sí. Basta con que tú y yo sepamos que es mentira.
– No voy a seguirte el juego, Jean-Claude. -Sacudí la cabeza.
– ¿No quieres ayudarme?
– Muy perspicaz.
– Te ofrezco la inmortalidad sin la carga del vampirismo. Me estoy ofreciendo yo. ¿Sabes cuántas mujeres, a lo largo de los años, habrían sido capaces de hacer cualquier cosa que les pidiera a cambio de eso?
– Un polvo es un polvo, Jean-Claude. Nadie vale tanto.
– Los vampiros somos distintos, ma petite -dijo con una ligera sonrisa-. Si no fueras tan cabezota lo comprobarías personalmente.
Tuve que apartar la vista de sus ojos. La mirada era demasiado íntima, demasiado cargada de posibilidades.
– Sólo quiero una cosa de ti -le dije.
– ¿Y de qué se trata, ma petite?
– Bueno, no, quiero dos cosas: en primer lugar, que dejes de llamarme así, y en segundo lugar, que me liberes, que borres esas putas marcas.
– Te concedo la primera petición, Anita.
– ¿Y la segunda?
– No podría hacerlo aunque quisiera.
– Y de todas formas, tampoco quieres.
– En efecto.
– Mantente alejado de mí, Jean-Claude. No te me acerques o te mataré.
– No serías la primera que lo intenta.
– ¿Cuántos de los demás habían matado ya a dieciocho vampiros?
– Ninguno. -Se le agrandaron ligeramente los ojos-. En Hungría había un tipo que aseguraba que había matado a cinco.
– ¿Y qué pasó con él?
– Lo degollé.
– A ver si entiendes esto, Jean-Claude: prefiero que me degüellen. Prefiero morir intentando matarte antes que doblegarme a tu voluntad. -Me quedé mirándolo, intentando averiguar si había entendido algo-. ¿Es que no vas a contestar?
– Ya te he oído, y sé que hablas en serio. -De repente estaba delante de mí. No lo había visto moverse; ni siquiera había percibido su movimiento de forma inconsciente. Simplemente, en un instante lo tenía encima. Creo que di un respingo-. ¿De verdad podrías matarme?
Su voz era como el tacto de la seda en una herida, suave aunque ligeramente dolorosa. Como el sexo. Sentía que me frotaba el cráneo con terciopelo. Me gustaba, a pesar de que estaba acojonada. Mierda. ¿Que aún podía conmigo? Ni hablar.
– Sí -dije mirándolo a los ojos azules.
Lo dije en serio. Parpadeó una sola vez y dio un paso atrás.
– Eres la mujer más obstinada que he conocido en mi vida. -Era una simple afirmación.
– Es el mejor cumplido que me has hecho nunca.
Se quedó delante de mí, con las manos a los lados, muy quieto. Las serpientes y los pájaros también se pueden quedar inmóviles, pero hasta las serpientes transmiten cierta sensación de vida, de espera, como un resorte listo para saltar. La inmovilidad de Jean-Claude no transmitía nada; era como si los ojos me engañaran y se hubiera desvanecido. Como si no estuviera. Los muertos no hacen ningún ruido.
– ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Nada -mentí, llevándome la mano a la mejilla magullada sin poder evitarlo.
– ¿Quién te ha pegado?
– ¿Qué pretendes? ¿Pegarle tú?
– Una de las ventajas de ser mi sierva es que mi protección está incluida.
– No necesito que me protejas, Jean-Claude.
– Pues se ve que te hizo daño.
– Y yo le clavé una pistola en los huevos y lo obligué a decirme todo lo que sabía.
– ¿Que hiciste qué? -Sonrió.
– Clavarle una pistola en los huevos, ¿vale?
Sus ojos empezaron a chispear, y la risa se extendió por su cara hasta estallarle entre los labios. Soltó una carcajada a pleno pulmón.
Tenía una risa dulce como los caramelos, muy contagiosa. Si se pudiera embotellar, estoy segura de que la risa de Jean-Claude engordaría. O sería orgásmica.
– Ma petite, ma petite, eres absolutamente maravillosa.
Me quedé mirándolo, mientras su risa palpable me rodeaba. Tenía que marcharme: es imposible hacerse la dura cuando se tiene delante a alguien que ríe así. Pero lo conseguí, aunque mi frase de despedida sólo intensificó las carcajadas:
– Y deja de llamarme ma petite.
VEINTIDÓS
Volví al ruido del local. Charles estaba de pie al lado de la mesa, y ya de lejos noté que se sentía incómodo. A ver qué más había pasado.
Estaba retorciéndose las manos, y tenía un gesto que casi parecía de dolor. Un dios misericordioso le había dado aspecto duro, pero no podía ser más blandito. Si yo tuviera el tamaño y la fuerza de Charles, os aseguro que sería de cuidado. Qué injusto, y qué triste.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– He llamado a Caroline.
– ¿Y?
– La canguro está enferma, y a ella la han llamado del hospital, así que tengo que quedarme con Sam.
– Ya veo.
– ¿No puedes esperar a mañana para ir al Tenderloin? -Hasta su aspecto de duro se había difuminado. Negué con la cabeza-. No pretenderás ir sola, ¿verdad?
Miré al gigantesco hombre que se alzaba ante mí y suspiré.
– No puedo esperar, Charles.
– Pero el Tenderloin… -Bajó la voz, como si la mención del barrio fuera a atraer a una bandada de chulos y putas-. No puedes ir sola por la noche.
– En peores sitios he estado. No te preocupes.
– No puedo permitir que vayas sola. Que Caroline busque otra canguro, o que diga en el hospital que no puede ir.
Sonrió al decirlo. Siempre es agradable ayudar a un amigo. Pero Caroline se lo haría pagar, y lo peor del caso era que ya no me apetecía ir con él. A veces no basta con la pinta.
¿Y si Gaynor se enteraba de que había interrogado a Wanda? ¿Y si creía que Charles tenía algo que ver? No; había sido una egoísta al pretender que se arriesgara. Charles estaba casado y tenía un hijo de cuatro años.
Harold Gaynor se lo comería con patatas. No podía involucrarlo. Era como un osito, muy grande y ansioso por complacer, pero no necesitaba el apoyo de un osito. Necesitaba a alguien que fuera capaz de aguantar lo que le echara Gaynor.
Tuve una idea.
– Vete a casa, Charles. No iré sola, te lo prometo.
Me miró con incertidumbre. Quizá no me creyera. Pues bueno.
– ¿Estás segura? No quiero dejarte colgada…
– Márchate. Le pediré a otra persona que me acompañe.
– ¿A quién vas a encontrar a estas horas?
– No preguntes. Vete con tu hijo.
No parecía tenerlas todas consigo, pero era evidente que estaba aliviado. Le daba miedo ir al Tenderloin. Puede que la correa corta de Caroline fuera lo que él quería y necesitaba: una excusa para no hacer lo que no quería hacer en realidad. Vaya base para un matrimonio.
Pero bueno. Si funciona, no lo toques.
Charles se marchó deshaciéndose en disculpas, pero yo sabía que se alegraba de irse, y no se me olvidaría.
Llamé a la puerta del despacho.
– Adelante, Anita -oí tras un momento de silencio.
¿Cómo había sabido que era yo? Mejor no preguntar; no quería saberlo.
Jean-Claude parecía estar examinando un libro de cuentas de páginas amarillentas y tinta desvaída. Daba la impresión de haber salido de la época victoriana.
– ¿Qué he hecho para merecer el honor de dos visitas en una noche? -preguntó.
De repente me sentí gilipollas. Después de dedicarme a esquivarlo, ¿iba a invitarlo a que me acompañara a investigar? Pero de esa manera mataría dos murciélagos de un tiro: le daría gusto a Jean-Claude, porque de verdad que no me apetecía que se enfadara conmigo, y si Gaynor intentaba enfrentarse a él, me daba que el vampiro tenía todas las de ganar.
Era lo que me había hecho Jean-Claude unas semanas atrás: me había elegido para que salvara al mundo vampírico, y me había hecho enfrentarme a un monstruo que ya había matado a tres maestros vampiros. Suponía que yo tendría las de ganar contra Nikolaos y acertó, aunque por los pelos.