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Donde las dan las toman, así que le dediqué una sonrisa encantadora. Era un placer poder devolver los favores tan deprisa.

– ¿Te importaría acompañarme al Tenderloin?

Parpadeó, con un gesto de sorpresa digno de una persona de verdad.

– ¿Con qué objeto?

– Tengo que interrogar a una prostituta sobre un caso en el que estoy trabajando, y necesito apoyo.

– ¿Apoyo?

– Debería ir con alguien de pinta más amenazadora que la mía, y tú cumples los requisitos.

– Así que quieres usarme de guardaespaldas -dijo con una sonrisa beatífica.

– Ya me has causado bastantes problemas, así que por una vez podrías hacerme un favor.

La sonrisa se desvaneció.

– ¿A qué viene este repentino cambio de opinión, ma petite?

– El tipo que me iba a acompañar ha tenido que irse a casa a quedarse con su hijo.

– ¿Y si no voy?

– Iré sola.

– ¿Al Tenderloin?

– Sí -dije. De repente se encontraba de pie junto a la mesa y caminaba hacia mí. No lo había visto levantarse-. ¿Por qué no dejas de hacer eso?

– ¿A qué te refieres?

– A lo de nublarme la mente para que no vea que te mueves.

– Lo hago siempre que puedo, ma petite, para demostrar que aún soy capaz.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Te transmití gran parte de mi poder cuando te puse las marcas, así que practico con los jueguecitos que aún no me están vedados. -Estaba casi delante de mí-. No quiero que te olvides de quién ni de qué soy.

Me quedé mirando sus ojos azules, azules.

– Nunca me olvido de que eres un cadáver ambulante, Jean-Claude.

Una expresión que no supe interpretar le atravesó el rostro. Quizá fuera de dolor.

– No, veo en tus ojos que sabes qué soy. -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, aunque sin nada de seductor. Parecía humano-. Tus ojos son el espejo más nítido que he visto en mi vida, ma petite. Siempre que empiezo a engañarme, siempre que rae dejo llevar por la fantasía de que estoy vivo, me basta con mirarte para ver la verdad.

¿Qué esperaba que dijera? No pretendería que pasara por alto su vampirismo.

– ¿Y por qué no me rehúyes?

– Puede que Nikolaos no se hubiera convertido en el monstruo que era si hubiera tenido un espejo así.

Me quedé mirándolo. Quizá tuviera razón. Aquello casi convertía su elección de sierva humana en un acto de nobleza. Casi. Ya, lo que faltaba. ¿Ahora iba a empezar a sentir lástima del puto amo de la ciudad? Ni harta de vino.

Íbamos al Tenderloin. Cuidado, chicos malos: llevaba al amo de apoyo. Era matar moscas a cañonazos, pero siempre ha sido una de mis especialidades.

VEINTITRÉS

En el siglo XIX, el Tenderloin era el barrio chino de la Orilla, pero al igual que gran parte de San Luis, se había revalorizado. Si bajáis por la calle Washington, pasáis el teatro Fox, donde las compañías itinerantes representan musicales de Broadway, y seguís bajando hasta el final del centro de San Luis, al oeste, llegaréis al cadáver resucitado del Tenderloin.

De noche, las calles están llenas de neones y todo son luces parpadeantes, vibrantes, de colores vivos. Es como un carnaval pornográfico; sólo falta que instalen una noria en un descampado. Podrían vender algodón dulce con forma de cuerpo desnudo, y los niños se quedarían a jugar mientras papá visitaba las otras atracciones. Mamá no tendría por qué enterarse.

Jean-Claude estaba sentado a mi lado en el coche. Había estado tan callado, todo el camino, que tuve que mirarlo de reojo un par de veces para asegurarme de que seguía allí. La gente hace mido. No me refiero a la conversación, a los eructos ni a nada tan llamativo. Simplemente, las personas no pueden quedarse sentadas en silencio. Se revuelven y la ropa roza el asiento; respiran y se oye como toman aire; se humedecen los labios y emiten un sonido bajo y húmedo pero audible… Jean-Claude no hizo ninguna de esas cosas; ni siquiera sé si llegaría a parpadear. Ah, los muertos vivientes.

Me gusta el silencio tanto como al que más; me lo tomo mejor que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Pero de repente sentía el impulso de llenarlo, de hablar sólo para oír algo. Era un desperdicio de energía, pero lo necesitaba.

– ¿Estás ahí, Jean-Claude? -Volvió el cuello, con cabeza y todo, y vi los neones reflejados en sus ojos, que parecían espejos oscuros. Mierda-. Sé que sabes hacerte pasar por humano mejor que casi cualquier vampiro, así que ¿a qué viene esta gilipollez sobrenatural?

– ¿Gilipollez? -repitió en voz baja.

– Sí. ¿Por qué te pones tan misterioso?

– ¿Misterioso? -Su voz llenó el coche, como si la palabra tuviera otro significado.

– Ya vale.

– ¿Qué vale?

– Vale de contestarme con preguntas.

– Lo siento, ma petite. -Parpadeó-. Es que siento la calle.

– ¿Cómo que sientes la calle?

Volvió a apoyar la espalda y la cabeza en el asiento, y se llevó una mano al estómago.

– Aquí hay mucha vida.

– ¿Vida? -De pronto era yo la que contestaba con preguntas.

– Sí. Siento a la gente que va de un lado a otro: criaturas que buscan desesperadamente amor, dolor, comprensión, codicia… Hay mucha codicia por aquí, pero sobre todo, amor y dolor.

– La gente no va de putas en busca de amor, sino en busca de sexo.

Volvió la cabeza y me clavó los ojos oscuros.

– Muchas personas confunden lo uno con lo otro.

Me quedé mirando la carretera. Se me había erizado el vello.

– Hoy no has tomado sangre, ¿verdad?

– Tú eres la experta en vampiros; tú dirás. -Su voz se había convertido en un susurro rasposo.

– Ya sabes que contigo me cuesta notarlo.

– Muchas gracias por el cumplido.

– No te he traído a cazar -dije con firmeza, puede que en voz más alta de lo necesario. El sonido de mi pulso me llenaba la cabeza.

– ¿Vas a prohibirme que cace?

Medité la respuesta mientras daba otra vuelta en busca de un sitio donde aparcar. ¿Iba a prohibirle que cazara? Sí, y él lo sabía. Era una pregunta con trampa; el problema era que no sabía dónde estaba la trampa.

– Te agradecería que no cazaras aquí esta noche.

– Dame un motivo, Anita.

Me había llamado por mi nombre sin que se lo pidiera. Sin duda, tramaba algo.

– Te he traído yo, y si no fuera por mí, no cazarías aquí.

– ¿Te sientes culpable por la persona de la que pueda alimentarme esta noche?

– Chupar sangre a la fuerza es ilegal -dije.

– Desde luego.

– Y se castiga con la muerte.

– De tu mano.

– Si cometes el delito en este estado, sí.

– Sólo son putas, chulos, estafadores… ¿Qué te importan, Anita?

Creo que nunca me había llamado Anita dos veces seguidas. Mala señal. Un coche salió de donde estaba aparcado, a menos de una manzana de El Gato Pardo. Qué suerte. Metí el Nova en el hueco. No se me da muy bien aparcar en paralelo, pero por suerte, el vehículo que se había marchado medía el doble que el mío, y tenía sitio de sobra para maniobrar.

Después de dejar el coche no demasiado lejos del bordillo, pero más o menos apartado del tráfico, apagué el motor. Jean-Claude seguía apoyado en el asiento, mirándome.

– Te he hecho una pregunta, ma petite. ¿Qué significa esa gente para ti?

Me quité el cinturón y me volví para mirarlo. Por algún juego de luces y sombras, casi todo su cuerpo estaba sumido en la oscuridad, pero una franja de luz dorada le atravesaba la cara, resaltándole los pómulos. La punta de los colmillos le sobresalía entre los labios, y los ojos le resplandecían como si fueran de neón azul. Me aparté y clavé la vista en el volante.