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– No es nada personal, Jean-Claude, pero están vivos. Me caigan bien o mal, o aunque me sean indiferentes, nadie tiene derecho a matarlos arbitrariamente.

– ¿Así que te aferras a eso de que la vida es sagrada?

– A eso y a que todos los seres humanos son especiales. Cada muerte supone la pérdida de algo valiosísimo e insustituible. -Una vez dicho aquello, lo miré.

– Sé que has matado, Anita. Has destruido algo que te parece insustituible.

– Yo también lo soy, y nadie tiene derecho a matarme a mí, tampoco.

Se incorporó con un movimiento fluido, y dio la sensación de que la realidad se reagrupaba a su alrededor. Casi pude percibir el paso del tiempo en el coche, como una explosión sónica procedente del interior de mi cabeza.

Jean-Claude estaba delante de mí, con aspecto completamente humano. Su piel pálida estaba un poco sonrojada, y su pelo negro ondulado, cuidadosamente peinado, invitaba a hundir los dedos. Tenía los ojos azul oscuro, simplemente, sin nada excepcional salvo el color. En un instante se había vuelto a convertir en humano.

– Virgen santa -dije entre dientes.

– ¿Qué pasa, ma petite?

Sacudí la cabeza. Si le preguntaba cómo lo había hecho, se limitaría a sonreír.

– ¿A qué vienen tantas preguntas? -le dije-. ¿Qué te importa mi opinión sobre la vida?

– Eres mi sierva humana. -Levantó la mano para detener mi protesta automática-. He empezado el proceso de convertirte en mi sierva humana, y me gustaría entenderte mejor.

– ¿Es que no puedes… oler mis emociones, como hueles las de la gente de la calle?

– No, ma petite. Percibo tu deseo y poco más. Renuncié a leerte la mente cuando te puse las marcas.

– Entonces, ¿no sabes qué pienso?

– No.

Me alegraba saberlo, pero si Jean-Claude no tenía por qué decírmelo, ¿a qué se debería su confesión? Nunca daba nada a cambio de nada; seguro que aquello conllevaba alguna atadura que yo no sabía ver. Negué con la cabeza.

– Sólo has venido a servirme de apoyo, así que no le hagas nada a nadie si no te lo pido, ¿vale?

– ¿Que no haga nada?

– No le hagas daño a nadie a no ser que intente hacernos daño a nosotros.

Asintió con solemnidad, pero me temo que por dentro se partía de risa. Mira que darle órdenes al amo de la ciudad… Sí, supongo que tenía gracia.

En la calle había mucho ruido. De los edificios salía música, nunca la misma canción, pero siempre a todo volumen. Los carteles proclamaban chicas, chicas, chicas, topless. En un anuncio luminoso de letras de color rosa ponía habla con la mujer desnuda de tus SUEÑOS. Uf.

Una mujer negra, alta y esbelta, se nos acercó. Llevaba un pantalón corto morado, tan pequeño que parecía un tanga, y unas medias negras de rejilla que le cubrían las piernas y las nalgas. Muy provocativa.

Se detuvo entre los dos y nos miró a uno y otro.

– ¿Quién es el activo y quién el mirón?

Jean-Claude y yo intercambiamos una mirada. Vi que sonreía.

– Lo siento, pero estamos buscando a Wanda -le dije.

– No conozco a todo el mundo, pero cualquier cosa que haga esa tal Wanda, os garantizo que la puedo hacer mejor.

Se quedó muy cerca de Jean-Claude, casi rozándolo. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin dejar de mirarme.

– Tú eres el activo -dijo la puta con voz ronca, sexy. O tal vez era el efecto que tenía Jean-Claude en las mujeres. A saber.

El caso es que se acurrucó contra él. Su piel negra contrastaba con la camisa de encaje blanco. Llevaba las uñas pintadas de color pantera rosa.

– Perdonad que os interrumpa -dije-, pero no tengo toda la noche.

– Entonces no es a esta a la que buscas -dijo Jean-Claude.

– No.

La cogió por los brazos, justo por encima de los codos, y la apartó. Ella intentó volver a acercarse y lo agarró, pero él la mantuvo alejada sin esfuerzo. Podría haber mantenido alejado un coche en marcha sin esfuerzo.

– Contigo me voy gratis -dijo ella.

– ¿Qué le has hecho? -le pregunté.

– Nada.

No me lo creí.

– ¿No le has hecho nada y no quiere cobrarte? -El sarcasmo es uno de mis talentos naturales. Me aseguré de que lo percibiera.

– Estate quieta -dijo Jean-Claude.

– No te atrevas a decirme que…

La mujer se había quedado inmóvil. Dejó caer las manos a los lados, inertes. Jean-Claude no hablaba conmigo.

La soltó, pero ella siguió sin moverse. La rodeó como si fuera un socavón y me cogió del brazo. Se lo permití. Me quedé mirando a la prostituta, esperando a que se moviera.

Su espalda recta y casi desnuda se estremeció, y hundió los hombros. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente.

Jean-Claude me cogió del codo y echó a andar. La prostituta se volvió y nos miró, pero no reaccionó. Era como si no nos reconociera.

Tragué saliva con tanta fuerza que me dolió. Me aparté de Jean-Claude, que no intentó retenerme. Bien por él.

Me apreté contra un escaparate. Jean-Claude estaba frente a mí, cabizbajo.

– ¿Qué le has hecho?

– Nada, ma petite, ya te lo he dicho.

– No me llames así. Y no me mientas, porque la he visto.

Dos hombres se detuvieron junto a nosotros para mirar el escaparate. Iban cogidos de la mano. Me volví hacia la tienda y me ruboricé: látigos, máscaras de cuero, esposas acolchadas y cosas cuyo nombre ni siquiera conocía. Uno de los hombres susurró algo al oído del otro, que rio. Me vieron mirar y nuestros ojos se encontraron; aparté la vista rápidamente. En aquella zona, el contacto visual era peligroso.

Estaba roja como un tomate, y no me hacía ni pizca de gracia. Los dos hombres se marcharon, aún de la mano.

Jean-Claude miraba el escaparate como si fuera lo más normal del mundo, con absoluta naturalidad.

– ¿Qué le has hecho a esa mujer? -le pregunté.

Seguía concentrado en el escaparate, aunque no sé qué artículo le habría llamado la atención.

– Ha sido un descuido por mi parte, ma… Anita. Ha sido culpa mía.

– ¿Qué ha sido culpa tuya?

– Mis poderes aumentan cuando tengo cerca a mi sierva humana. -Me miró fijamente-. Cuando estás a mi lado soy más poderoso.

– ¡Un momento! ¿Quieres decir que soy como el gato negro de las brujas?

– Sí, algo parecido. -Ladeó la cabeza y me sonrió-. No sabía que entendieras de brujería.

– Tuve una infancia difícil. -No estaba dispuesta a cambiar de tema-. Así que cuando voy contigo se te da mejor hechizar a la gente con la mirada. Hasta tal punto que has hechizado a esa prostituta sin darte cuenta -dije. Asintió, y yo negué con la cabeza-. No te creo.

Se encogió de hombros con su elegancia habitual.

– No me creas si no quieres, pero es la verdad.

No quería creérmelo, porque si era cierto, yo era su sierva humana quisiera o no, independientemente de mis acciones: bastaba con mi presencia. El sudor me chorreaba espalda abajo, pero tenía frío.

– Mierda.

– Y que lo digas.

– No, ahora no puedo con esto, de verdad. -Lo miré fijamente-. Sean lo que sean esos poderes que nos damos mutuamente, mantenlos controlados, ¿vale?

– Lo intentaré.

– No lo intentes, joder. Hazlo.

– Por supuesto, ma petite. -Su sonrisa fue tan amplia que le vi la punta de los colmillos.

Empezaba a notar el peso del pánico en la boca del estómago. Cerré los puños.

– Como vuelvas a llamarme así, no respondo.

Ensanchó los ojos ligeramente, y sus labios se arquearon. Me di cuenta de que estaba esforzándose por no reírse. Odio que encuentren divertidas mis amenazas.