– ¿A tu dormitorio? Será un placer, ma petite.
Le dediqué un gesto de reproche, pero no se inmutó. Qué sorpresa. En cualquier caso, se fue de la sala.
Wanda relajó los músculos y dejó escapar un suspiro tembloroso.
– ¿Me prometes que no le dejarás hacerme nada?
– Desde luego.
Se echó a llorar, y me quedé mirando las lágrimas sin saber qué hacer. Nunca sé reaccionar cuando alguien llora. ¿Se supone que tengo que abrazarlo, darle unas palmaditas, o qué?
Opté por sentarme en el suelo, delante de ella, y quedarme esperando. Tardó un rato, pero al final dejó de llorar y me miró parpadeando. Se le había corrido la pintura de los ojos y tenía un aspecto desvalido que la hacía aún más atractiva. Sentí el impulso de cogerla entre los brazos, acunarla como si fuera una niña y susurrarle mentiras al oído, decirle que todo iba a salir bien.
Cuando se fuera de mi casa seguiría siendo puta e inválida; si eso es que las cosas salgan bien… Sacudí la cabeza, más por mí que por ella.
– ¿Te traigo un pañuelo de papel?
Ella asintió.
Me acerqué a la encimera a coger la caja de pañuelos de papel y se la tendí. Se limpió la cara y se sonó con suavidad, como toda una dama.
– ¿Podemos hablar ahora?
Asintió, aún parpadeando con frecuencia, y bebió un trago.
– Conoces a Harold Gaynor, ¿verdad?
Se limitó a mirarme fijamente. Esperaba que no se desmoronase.
– Si lo averigua, me matará. No voy de buscamuertos, pero tampoco quiero morirme.
– Nadie quiere. Habla conmigo, por favor.
– De acuerdo: conozco a Harold -dijo con un suspiro tembloroso.
– Háblame de él.
Wanda se quedó mirándome y entrecerró los ojos. A los lados se le formaron unas líneas que indicaban que era mayor de lo que me había parecido.
– ¿Ya te ha mandado a Bruno o a Tommy?
– Sí, Tommy vino hace poco.
– ¿Y qué pasó?
– Que le saqué una pistola.
– ¿Esa? -preguntó con un hilo de voz.
– Sí.
– ¿Qué hiciste para cabrearlo?
Intenté decidir si le decía la verdad o una mentira. Ni lo uno ni lo otro.
– Me negué a hacer una cosa que me pedía.
– ¿Qué?
– Eso no importa. -Sacudí la cabeza.
– No sería nada sexual; no estás lisiada. -Puso mucho énfasis en la última palabra-. Sólo le gustan las minusválidas. -Sentí físicamente la acritud de su voz.
– ¿Cómo lo conociste?
– Yo estaba estudiando en la Universidad de Washington, y Gaynor hizo una donación por no sé qué.
– ¿Y te invitó a salir?
– Sí. -Hablaba en voz tan baja que tuve que inclinarme para oírla.
– ¿Y qué pasó?
– Los dos íbamos en silla de ruedas. Él era rico, y todo funcionaba de maravilla. -Apretó los labios como si se estuviera arreglando el carmín y tragó saliva.
– ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas? -pregunté.
– Me fui a vivir con él y dejé la facultad. Era… más fácil que seguir estudiando. Era lo más fácil de todo. No se cansaba de estar conmigo. -Volvió a bajar la vista-. Hasta que empezó a apetecerle un poco más de variedad en la cama. No puede mover las piernas, pero no ha perdido la sensación. Yo no tengo. -Su voz era apenas audible, y tuve que apoyarme en sus rodillas-. Le gustaba hacerme cosas en las piernas, aunque yo no las notaba, así que al principio no me parecía mal, pero… Se volvió cada vez más enfermizo. -De repente levantó la cabeza y me miró desde muy cerca. Tenía los ojos muy abiertos, rebosantes de lágrimas contenidas-. Me hacía cortes. No me dolía, pero eso es lo de menos, ¿verdad?
– Verdad -confirmé. Una lágrima le resbaló por la mejilla, y le agarré la mano. Ella me apretó los dedos-. No pasa nada, no pasa nada. -Se echó a llorar, y yo mentí sin soltarle la mano-. Ya pasó, Wanda, ya no puede hacerte daño.
– Todo el mundo me hace daño. Tú ibas a hacerme daño -replicó con una acusación en la mirada.
Era un poco tarde para explicarle lo del poli bueno y el poli malo; de todas formas, no me habría creído.
– Háblame de Gaynor.
– Me cambió por una sordomuda.
– Cicely.
– ¿La conoces? -Me miró sorprendida.
– De vista.
– Esa chica está como una cabra -dijo Wanda, sacudiendo la cabeza-. Le gusta torturar; la pone cachonda. -Se quedó mirándome como si quisiera evaluar mi reacción. ¿Me extrañaba? No.
– Harold se acostaba con las dos a la vez de tanto en tanto. La cosa siempre acababa en trío, y yo era quien salía peor parada. -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. A Cicely le gustan los cuchillos. Se le da muy bien desollar. -Volvió a hacer el gesto de quien se arregla el pintalabios-. Gaynor me mataría por contarte sus secretos de alcoba.
– ¿Y conoces sus secretos de negocios?
– No, te lo aseguro. -Negó con la cabeza-. Siempre tuvo mucho cuidado de mantenerme al margen. Al principio creía que era para evitar que me detuvieran si lo pillaban a él. -Bajó la vista-. Más adelante me di cuenta de que era porque, como pensaba cambiarme por otra, no quería que supiera nada que pudiera usar contra él cuando me diera la patada.
Ya no había amargura ni cólera en su voz; sólo una tristeza hueca. Habría preferido verla alterada y furiosa; la desesperación muda transmitía un dolor incurable. Gaynor había hecho algo peor que matarla: la había dejado con vida, pero tan paralizada por dentro como por fuera.
– Todo lo que te puedo contar es personal. No te servirá de nada contra él.
– Pero no todas esas cosas personales serán sexuales.
– No te sigo.
– Secretos personales que no estén relacionados con el sexo. Fuiste su chica durante casi dos años; supongo que hablaría contigo de más cosas.
– Supongo… -Frunció el ceño, pensativa-. A veces hablaba de su familia.
– ¿Qué decía?
– Es hijo de madre soltera, y está obsesionado con la familia de su padre biológico.
– ¿Sabe qué familia era?
– Sí. Gente de alcurnia. Su madre era una puta a la que su padre había retirado. La tenía de amante, pero la abandonó cuando se quedó embarazada.
La habían tratado como Gaynor trataba a sus chicas. Freud se las ingenia siempre para hacer acto de presencia.
– ¿Qué familia?
– No me lo dijo nunca. Probablemente tenía miedo de que me diera por chantajearlos o fuera a revelarles sus trapos sucios. Desea desesperadamente hacer que se arrepientan de no haberlo acogido en la familia. Creo que si ganó tanto dinero fue sólo para ser tan rico como ellos.
– Si no te dijo quiénes eran, ¿cómo puedes saber que lo que decía era verdad?
– No harías esa pregunta si lo hubieras oído. Habla de ellos con una vehemencia… Los odia, y está empeñado en que su dinero le corresponde por derecho de nacimiento.
– ¿Y cómo piensa conseguirlo? -pregunté.
– Poco antes de que me fuera, Harold había averiguado dónde estaban enterrados unos antepasados suyos, y hablaba de un tesoro. Un tesoro enterrado, ¿te lo puedes creer?
– ¿En las tumbas?
– No. El dinero de esa familia procede de la piratería. Sus antepasados se dedicaban a recorrer el Misisipi y abordar otros barcos. Eso llenaba de orgullo a Gaynor, y a la vez lo sacaba de quicio. Lo sacaba de quicio que, ya que todos ellos descienden de putas y ladrones, les diera por hacerse los estirados precisamente con él. -Me miraba fijamente cuando pronunció las últimas palabras. Puede que se diera cuenta de que se me empezaba a ocurrir una idea.
– ¿Cómo esperaba conseguir el tesoro a partir de las tumbas?
– Dijo que buscaría algún sacerdote vodun que levantara a sus ancestros, para averiguar dónde se encuentra el tesoro que lleva siglos perdido.
– Ah -dije.