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– ¿Te ha servido de algo?

Asentí. Ya entendía mi participación en los planes de Gaynor. Lo que seguía sin entender era por qué me había elegido a mí, por qué no había recurrido a alguien de reputada mala fama, como Dominga Salvador. No faltaba gente dispuesta a aceptar dinero para sacrificar una cabra blanca sin perder el sueño. ¿Por qué quería encargarle el trabajo a una reanimadora notoriamente moralista?

– ¿Mencionó el nombre de algún sacerdote?

– Nada de nombres. -Negó con la cabeza-. Siempre es muy precavido con eso. Y por la cara que pones, parece que te acabo de decir algo útil…

– Creo que es mejor que no sepas nada de esto.

Se quedó mirándome durante largo rato, y al final asintió.

– Supongo.

– ¿Hay algún sitio…? -No terminé la frase. Iba a ofrecerle un billete de avión o autobús adonde fuera. A cualquier lugar donde no tuviera que venderse, donde pudiera reponerse.

Puede que lo captara en mi expresión o en mi silencio. Rio de buena gana. ¿No se supone que las putas deberían tener una risa triste?

– Al final va a resultar que tienes vocación de asistente social. Pretendes salvarme, ¿verdad?

– ¿Sería terriblemente ingenua si te ofreciera un billete a casa o algo así?

– Terriblemente. -Asintió-. Y ¿por qué quieres ayudarme? No eres un hombre ni te gustan las mujeres. ¿Por qué ibas a ofrecerte a mandarme a casa?

– Porque soy estúpida -dije poniéndome de pie.

– A mí no me parece ninguna estupidez. -Me cogió la mano y me la apretó-. Pero no serviría de nada. Soy puta. Por lo menos, aquí conozco la ciudad y a la gente, y tengo clientes fijos. -Me soltó la mano y se encogió de hombros-. No me va mal.

– Con un poco de ayuda de tus amigos.

Sonrió, aunque con un poco de amargura.

– Las putas no tenemos amigos.

– No tienes por qué dedicarte a esto. Gaynor te convirtió en puta, pero no es obligatorio que sigas siéndolo.

Por tercera vez en la noche se le humedecieron los ojos. Joder, aquella chica no tenía estómago para aguantar la calle. Nadie lo tiene.

– Llámame un taxi, ¿vale? No quiero seguir hablando.

¿Qué podía hacer? Llamé a una agencia de taxis y pedí uno en el que se pudiera subir en silla de ruedas, tal como me dijo Wanda. Permitió que Jean-Claude la bajara porque yo no podía con ella, pero estaba muy rígida en sus brazos. La dejamos en la acera, sentada en la silla.

Esperé hasta que llegó el taxi y se la llevó. Jean-Claude se quedó a mi lado, en el círculo de luz dorada de delante de mi edificio. La luz cálida parecía aclararle la piel.

– Ahora tengo que dejarte, ma petite. Ha sido muy educativo, pero se me acaba el tiempo.

– Tienes que comer, ¿verdad?

– ¿Se me nota?

– Un poco.

– Debería llamarte ma vérité, Anita. Siempre me dices la verdad.

– ¿Eso es lo que significa vérité? ¿Verdad? -pregunté.

Asintió.

Me encontraba mal. Picajosa, malhumorada, inquieta… Estaba furiosa con Harold Gaynor por haber convertido a Wanda en su víctima; con Wanda, por haberlo permitido, y conmigo, por no ser capaz de hacer nada. Estaba de uñas con el mundo en general. Para colmo de males, ya sabía qué quería Gaynor de mí, y eso no me hacía sentir mejor.

– Siempre existirán las víctimas, Anita. No puedes evitar que existan los depredadores y las presas.

– ¿No habíamos quedado en que ya no puedes leerme el pensamiento?

– Pero sí la cara, y además te conozco.

No me hacía gracia que Jean-Claude supiera tanto de mí, que estuviera tan familiarizado con mis expresiones.

– Lárgate, ¿quieres?

– Como desees, ma petite.

Y con las mismas, se marchó. Una ráfaga de viento, y ya no estaba.

– Numerero -murmuré. Me quedé de pie en la acera y noté el sabor incipiente de las lágrimas en la garganta. ¿Por qué quería llorar por una puta a la que acababa de conocer? ¿O era por la injusticia del mundo en general?

Jean-Claude tenía razón: siempre habría depredadores y presas. Y yo me había esforzado mucho para pertenecer al primer grupo. Era la Ejecutora. Entonces, ¿por qué me identificaba siempre con las víctimas? Y ¿por qué la desesperación de la mirada de Wanda me avivaba el odio hacia Gaynor más que nada me hubiera hecho a mí?

Eso. ¿Por qué?

VEINTISÉIS

Sonó el teléfono. Sólo moví los ojos, lo justo para mirar el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Mierda. Seguí tumbada, y estaba a punto de volver a dormirme cuando saltó el contestador.

– Soy Dolph. Hemos encontrado otro. Llámame al busca.

Busqué el teléfono a tientas y tiré el auricular. Lo recogí.

– Hola, Dolph, estoy aquí.

– ¿Una noche movida?

– Sí. ¿Qué pasa?

– Nuestro amigo les ha cogido el gusto a las viviendas unifamiliares. -Tenía la voz ronca por la falta de sueño.

– Virgen santa. No me digas que se ha cargado a otra familia.

– Eso me temo. ¿Puedes salir?

Era una pregunta estúpida, pero no se lo comenté. Se me había caído el alma a los pies. No quería volver a pasar por lo de la casa de los Reynolds; no creía que mi imaginación pudiera con ello.

– Dame la dirección y voy para allá. -Me la dio-. ¿Saint Peters? No está muy lejos de Saint Charles, pero aun así…

– Aun así, ¿qué?

– Es un trecho muy largo si sólo lo recorrió en busca de otra casa con jardín. Hay montones mucho más cerca, así que ¿por qué fue tan lejos?

– ¿Me lo preguntas a mí? -En su voz había algo parecido a la risa-. Pásate por la escena del crimen, mi querida experta en vudú, y busca la respuesta.

– ¿Es tan espeluznante como la última casa?

– Igual o peor. Espeluznante se queda corto. -Seguía sonando como si estuviera riéndose, pero su voz tenía un matiz de amargura.

– No es culpa tuya -le dije.

– Díselo a mis superiores. Están de los nervios y quieren que rueden cabezas.

– ¿Has conseguido la orden de registro?

– La tendré a última hora de la tarde.

– ¿En pleno fin de semana?

– Ya te he dicho que están de los nervios. Ven cuanto antes, Anita. Todos queremos irnos a casa.

Colgó el teléfono, así que no me molesté en despedirme.

Otro asesinato. Mierda, mierda, mierda y más mierda. Vaya forma de pasar la mañana del sábado. Pero en fin, por lo menos nos iban a dar la orden de registro. El problema era que no sabía qué buscar; no tenía nada de experta en vudú. Igual debería pedirle a Manny que me acompañara, pero no me apetecía ponérselo a tiro a Dominga, no fuera que a ella le diera por negociar con la policía y delatarlo. El sacrificio humano no prescribe; aún podían condenarlo por lo que había hecho, y aquella mujer era más que capaz de cambiar a mi amigo por su vida y, de rebote, hacerme sentir culpable. Sí, eso le encantaría.

La luz del contestador estaba parpadeando. ¿Por qué no me había fijado antes de irme a dormir? Me encogí de hombros; misterios de la vida. Pulsé el botón.

– ¿Anita Blake? Soy John Burke. He recibido tu mensaje. Llámame, sea la hora que sea. Quiero saber todo lo que puedas contarme. -Dejó un número de teléfono y colgó.

Estupendo: una escena de crimen, una excursión al depósito de cadáveres y una visita a Vudulandia, todo en un solo día. Hala, otra vez con la agenda llena de marrones, como la noche anterior y la anterior. Eso sí que era estar de racha.

VEINTISIETE

Delante de la casa había un poli de uniforme echando las papas en un cubo de basura elefantiásico. Mala señal. En la acera de enfrente había una furgoneta de algún informativo. Peor señal. No sabía cómo se las había apañado Dolph para mantener apartados a los periodistas hasta entonces. Los acontecimientos pedían a gritos titulares del estilo de «Los zombis masacran una familia» o «Un zombi asesino en serie anda suelto». Virgen santa, la que se iba a montar.