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Los de la televisión, con su presentador trajeado y con micrófono, me observaron mientras caminaba hacia el cordón policial amarillo. Cuando me puse la identificación en el cuello de la camisa, todos los miembros del equipo se acercaron al unísono. El policía que controlaba el cordón los contuvo, y avancé sin mirar atrás. Nunca hay que mirar atrás cuando se tiene a los periodistas respirando en el cogote, porque aprovechan para abalanzarse.

– Señorita Blake, por favor, ¿unas declaraciones? -gritó el rubio del traje.

No deja de hacerme gracia que me reconozcan, pero me hice la sueca y seguí andando con la cabeza gacha.

No hay nada que se parezca más a una escena de crimen que otra escena de crimen, aunque cada una tiene sus peculiaridades pesadillescas. La casa era bonita, de una sola planta. Yo estaba en un dormitorio, y un ventilador de techo giraba lentamente con un ligero chirrido, como si estuviera mal atornillado por un lado.

Más vale concentrarse en alguna nimiedad, como la forma en que la luz atravesaba las persianas, pintando las paredes a rayas. Mejor no mirar lo que había en la cama. No quería mirarlo; no quería verlo.

Pero no había más remedio. Tenía que examinarlo, porque igual encontraba alguna pista. Ya, y los cerdos vuelan. Aun así, la esperanza es lo último que se pierde. Menuda zorra insidiosa, la esperanza.

Un cuerpo humano contiene algo más de siete litros de sangre; por mucha que se vea en las películas, nunca es suficiente. Probad a derramar siete litros de leche en el suelo del dormitorio, mirad la que se monta y multiplicad eso por… No sé por cuánto, pero había demasiada sangre para ser de una sola persona. La alfombra estaba encharcada y hasta salpicaba al pisarla, como el barro después de la lluvia. Antes de llegar a la cama tenía teñidas de rojo las deportivas blancas.

Lección aprendida: para estas cuestiones es mejor llevar calzado negro.

El olor se podía masticar; menos mal que estaba el ventilador. Era una mezcla de matadero y letrina: sangre y mierda. Es el olor más habitual de una muerte reciente.

Las sábanas no cubrían sólo la cama, sino también gran parte del suelo, a su alrededor. Era como si hubieran tirado servilletas de papel gigantes para recoger el mayor charco de zumo de tomate del mundo. Estaba segura de que debajo había montones de cachitos de cadáver; los bultos eran demasiado pequeños para que hubiera un cuerpo entero. No había ni uno suficientemente grande.

– No me hagas mirar, por favor -susurré en la habitación vacía.

– ¿Cómo?

Di un brinco y me encontré con que tenía a Dolph detrás.

– Me has dado un susto de muerte.

– Para sustos, espera a ver lo que hay debajo de las sábanas.

No quería ver qué ocultaban todas aquellas sábanas empapadas de sangre. Ya había visto suficiente para toda la semana; dos noches atrás había sobrepasado mi tasa de casquería, y con creces.

Dolph esperaba en el umbral. No me había fijado hasta aquel momento en que tenía patas de gallo. Además estaba pálido y necesitaba afeitarse.

Todos necesitábamos algo. Pero antes tenía que mirar debajo de las sábanas. Si él había sido capaz, yo también. Sí, claro.

– Que venga alguien a ayudarnos a levantar los trapos -gritó Dolph, asomándose al pasillo-. Cuando Blake haya examinado los restos podremos irnos a casa. -Creo que añadió eso porque nadie se había acercado a ayudar; qué raro que no les apeteciera-. Zerbrowski, Perry, Merlioni, moved el culo.

– Hola, Blake -dijo Zerbrowski al entrar. Tenía unas ojeras que parecían cardenales.

– Hola. Estás hecho un asco.

– Y tú estás fresca como una rosa -contestó exhibiendo una amplia sonrisa.

– Desde luego.

– ¡ Señorita Blake! Es un placer volver a verte -dijo Perry.

No pude evitar sonreír. Era el único policía capaz de mantener las formas hasta con restos sanguinolentos alrededor.

– Lo mismo digo, inspector Perry.

– ¿Podemos seguir con esto, o pensáis fugaros juntos? -dijo Merlioni. Era alto, aunque no tanto como Dolph; claro que no existe nadie tan alto como Dolph. Tenía el pelo corto canoso y rizado, con remolinos encima de las orejas. Llevaba una camisa blanca de vestir arremangada, y la corbata aflojada. La pistola le formaba un bulto a un lado del pantalón, como si llevara una cartera repleta.

– Ya que tienes tanta prisa -le dijo Dolph-, levanta tú la primera sábana.

– Vale. -Merlioni suspiró, se acercó a una sábana y se agachó-. ¿Estás preparada, niñata?

– Más vale ser una niñata que ser un espagueti -dije. Sonrió-. Venga, adelante.

– Empieza el espectáculo. -Merlioni empezó a levantar la sábana lentamente, para despegarla de lo que ocultara.

– Échale una mano, Zerbrowski -dijo Dolph.

Zerbrowski no protestó; debía de estar cansado. Los dos hombres levantaron la sábana a la vez, con un movimiento pringoso. La luz de la mañana atravesó la sábana roja y avivó el tono de la alfombra, o puede que la mostrara tal como estaba. Mientras los hombres sujetaban la tela, de las esquinas caían goterones, como si fueran grifos estropeados. Era la primera vez que veía una sábana empapada de sangre. Cuántas cosas nuevas en un solo día.

Escudriñé la alfombra, intentando distinguir algo, pero sólo veía un montículo de bultos pequeños. Me arrodillé, y la sangre me empapó los vaqueros. Estaba fría. Supongo que habría sido peor que estuviera caliente.

El trozo más grande, de superficie húmeda y lisa, mediría poco más de diez centímetros. Era rosa y tenía un aspecto sano; un fragmento de intestino delgado. Justo al lado había un pedazo más pequeño. Lo examiné, pero cuanto más lo miraba, menos capaz me sentía de identificarlo. Podría haber sido un trozo de carne de cualquier animal. Qué coño, el intestino tampoco tenía por qué ser humano. Pero lo era; de lo contrario yo no estaría allí.

Le di un golpecito al fragmento pequeño con el dedo enguantado Aquella vez me había acordado de llevar guantes de látex; bien por mí. Era algo húmedo, denso y sólido. Tragué saliva, pero eso no me ayudó a averiguar qué había tocado. Los dos trozos parecían bocados escupidos, las migajas que habían quedado en la mesa. Virgen santa.

– Siguiente -dije poniéndome en pie. Había hablado con voz normal y firme. Qué mayor.

Hicieron falta cuatro hombres para levantar la sábana que cubría la cama, uno por cada esquina. Merlioni maldijo y dejó caer la suya. La sangre le había goteado por el brazo y le había llegado a la camisa.

– Pobrecito, se ha manchado -dijo Zerbrowski.

– Pues sí, joder. Esto es un asco.

– Me temo que la señora de la casa no tuvo tiempo de limpiar antes de tu visita, Merlioni -dije. Vi los restos de la susodicha en la cama, así que levanté la mirada hacia Merlioni-. ¿O es que el espagueti no puede con la boloñesa?

– Puedo con todo lo que seas capaz de preparar con esto.

– No creo. -Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.

– ¿Os vais a poner a apostar? -dijo Zerbrowski.

Dolph no nos detuvo, ni nos recordó que eso era la escena de un crimen, no un patio de colegio. Sabía que teníamos que bromear para conservar la cordura. No podía mirar aquello sin ponerme irónica; me volvería loca. Los policías tienen un sentido del humor bastante retorcido, pero no hay más remedio.

– ¿Cuánto? -preguntó Merlioni.

– Una cena para dos en Tony's -propuse.

Zerbrowski silbó.

– Hala, qué bestia.

– Puedo permitírmelo -dije-. ¿Trato hecho?

– Mi mujer y yo llevamos siglos sin ir -dijo Merlioni, tendiéndome la mano ensangrentada. Se la estreché. La sangre fría se me quedó pegada en el guante y noté la humedad como si la tuviera en la piel, aunque era mentira. Los sentidos me engañaban: sabía que cuando me quitara los guantes tendría las manos secas, pero aun así era escalofriante.