– ¿Cómo y cuándo? -preguntó Merlioni.
– Aquí y ahora.
– Hecho.
Volví a centrarme en la carnicería con ánimos renovados. Quería ganar la apuesta; no pensaba darle el gustazo a Merlioni. Así podía concentrarme en algo distinto de lo que había en la cana.
Era la mitad izquierda de una caja torácica, aún con el pecho en su sitio. ¿La señora de la casa? Todo era de un rojo escarlata intenso, como si lo hubieran rociado con pintura brillante, y costaba distinguir los fragmentos. También había un brazo izquierdo delgado, de mujer.
Le moví los dedos sin dificultad. En el anular llevaba una alianza.
– No tiene rigor mortis. ¿Qué opinas, Merlioni?
Se acercó a mirar la mano. No pensaba ser menos, así que se puso a toquetearla y le dio la vuelta por la muñeca.
– Puede que se le haya pasado. Ya sabes que el rigor mortis no dura mucho.
– ¿Crees que han transcurrido casi dos días? -Negué con la cabeza-. La sangre está demasiado fresca. Aún no ha llegado el rigor mortis; murió hace menos de ocho horas.
– No está mal, Blake -dijo asintiendo-. Pero ¿qué me dices de esto? -Clavó el dedo en la caja torácica con suficiente fuerza para hacer temblar el pecho.
Tragué saliva. Estaba dispuesta a ganar la apuesta.
– No sé. Vamos a ver; ayúdame a darle la vuelta. -Lo miré a la cara mientras hablaba. ¿Palideció un poco? Puede.
– Vale.
Los otros tres estaban a un lado, contemplando el espectáculo. Mejor para ellos; era mucho más entretenido que pensar en aquello como en un trabajo.
Le dimos la vuelta a la caja torácica. Procuré dejarle a él las partes con carne, confiando en que el tacto del tejido mamario fuera distinto cuando está frío y ensangrentado. A Merlioni le cambió el color; supongo que sí que es distinto.
El interior estaba limpio y resplandeciente, igual que en el caso Reynolds. Dejamos caer el costillar a la cama, y nos salpicó, aunque a él más que a mí. Bien.
Se frotó las salpicaduras, con cara de asco, pero sólo consiguió mancharse más con la sangre de los guantes. Cerró los ojos y respiró profundamente.
– ¿Cómo estás, Merlioni? -pregunté-. Si te pones nervioso, no hace falta que sigas.
Me miró y me dedicó la sonrisa menos amable del mundo.
– Tú no lo has visto todo, niñata. Yo sí.
– ¿Y también lo has tocado todo?
– No es necesario tocarlo todo. -Una gota de sudor le resbalaba por la cara.
– Ya veremos -dije encogiéndome de hombros. En la cama había una pierna, y a juzgar por el vello y la zapatilla deportiva, era de hombre. La cabeza del fémur, redondeada, era de un blanco resplandeciente: el zombi había arrancado la pierna, desgarrando la carne sin romper los huesos-. Eso tuvo que doler un huevo -comenté.
– ¿Crees que estaba vivo?
– Sí. -No estaba segura; había demasiada sangre para saber quién había muerto cuándo, pero Merlioni palideció un poco más.
El resto eran vísceras ensangrentadas, trozos de carne y esquirlas de hueso. Merlioni levantó un puñado y fingió que me lo iba a tirar.
– Cógelo, Blake.
– Cono, eso no ha tenido gracia. -Tenía un nudo en la garganta.
– Pero has puesto una cara bastante graciosa.
– ¿Vas a lanzarlo o no? -Lo miré fijamente-. No me gustan los faroles.
Se quedó mirándome unos instantes; después asintió y echó el puñado de vísceras en mi dirección. No trazaron un arco muy limpio, pero conseguí recogerlas. Tenían un tacto húmedo, pesado, flácido, pringoso y, en definitiva, repugnante. Como el hígado de cordero, pero a lo bestia.
Dolph soltó un gruñido de exasperación.
– Mientras os dedicáis a hacer asquerosidades, ¿alguno de los dos podría decirme algo útil?
Dejé las entrañas en la cama.
– Desde luego. El zombi entró por la puerta corredera, igual que la última vez. Persiguió al hombre o a la mujer hasta aquí, se los cargó a los dos… -Dejé de hablar y me quedé paralizada.
Merlioni tenía en la mano una manta de bebé. Por algún motivo misterioso, una esquina había quedado limpia. El borde estaba forrado de raso rosa, y el dibujo era de globos y payasos. Del otro extremo goteaba sangre.
Me quedé mirando los globos diminutos y los payasos que bailaban en círculos inútiles.
– Hijo de puta -mascullé.
– ¿Me dices a mí?
Sacudí la cabeza. No quería tocar la manta. Pero alargué la mano, y Merlioni se las arregló para que la parte ensangrentada me rozara el brazo desnudo.
– Espagueti hijo de puta -dije entre dientes.
– ¿Me dices a mí, zorra?
Asentí e intenté sonreír, pero no me salió muy bien. Teníamos que seguir fingiendo que no pasaba nada, que podíamos con ello. Era una obscenidad. Si no fuera por la apuesta, habría salido de allí dando alaridos.
– ¿Qué edad tenía? -pregunté mirando la manta.
– Ahí delante tienes una foto de la familia. Yo diría que tres o cuatro meses.
Llegué por fin al otro lado de la cama. Había otro bulto cubierto con una sábana, tan ensangrentado y pequeño como los demás. Debajo no podía haber nada entero.
«Olvidemos la apuesta; si no me obligáis a mirar, os invito a todos a cenar al Tony's. Pero no me hagáis levantar esa sábana, por favor.»
Pero tenía que mirar, con apuesta o sin ella. Tenía que ver lo que fuera, así que para el caso, podía seguir intentando ganar.
Le devolví la manta a Merlioni, que la cogió y la dejó en la cama con cuidado de no manchar la esquina limpia.
Me arrodillé junto a la sábana, y él se arrodilló al otro lado. Nos miramos a los ojos, desafiándonos a llegar hasta el final. Levantamos la sábana.
Sólo tapaba dos cosas. Sólo dos. Se me encogió tanto el estómago que tuve una arcada. Tosí y estuve a punto de echar la pota, pero la contuve. Eso sí que fue una hazaña.
Suponía que el bulto sanguinolento sería el bebé, pero me equivocaba. Era una muñeca, tan empapada que no sabía de qué color tenía el pelo, pero era sólo una muñeca. Demasiada muñeca para un bebé de cuatro meses.
También había una mano pequeña, tan cubierta de sangre como todo lo demás. Era de una niña, no de un bebé. Puse la mano encima para comparar el tamaño. Tres años, puede que cuatro. Aproximadamente de la misma edad que Benjamín Reynolds. ¿Sería casualidad? Sí, probablemente. Los zombis no eran tan selectivos.
– La mujer está dando de mamar al bebé, por ejemplo, cuando oyen un ruido. El marido se levanta a ver qué pasa. El ruido ha despertado a la niña, que sale de su habitación. El marido ve al monstruo, coge a la niña y viene corriendo al dormitorio. El zombi los atrapa a todos aquí y se los carga. -Hablaba en tono distante y tranquilo. Joder.
Intenté limpiar la sangre de la mano. Llevaba un anillo, como su madre, pero de esos que salen de las máquinas de chicles.
– ¿Has visto el anillo? -pregunté. Levanté la mano, hice ademán de lanzarla y dije-: Cógela, Merlioni.
– ¡Por Dios! -Se levantó y salió disparado antes de que yo pudiera hacer nada, y llegó a la puerta a toda hostia. Yo no pensaba lanzarle la mano, de verdad.
Me puse a examinarla, con la sensación de que iba a agarrarme y pedirme que la llevara a dar un paseo. La dejé caer en la moqueta y salpicó, para variar.
Hacía un calor sofocante, y la habitación daba vueltas lentamente. Parpadeé y miré a Zerbrowski.
– ¿He ganado la apuesta?
– Anita Blake, la chica más dura -dijo asintiendo-. Te has ganado una velada de primera en el Tony's, a costa de Merlioni. Tengo entendido que preparan unos espaguetis de muerte.
La mención de la comida ya fue demasiado.