– ¿Dónde está el cuarto de baño?
– Por el pasillo, la tercera puerta de la izquierda -dijo Dolph.
Corrí al servicio. Merlioni estaba saliendo, pero no tuve tiempo de saborear la victoria: las arcadas exigían toda mi atención.
VEINTIOCHO
Me arrodillé en el suelo y apoyé la frente en el borde frío de la bañera. Ya me encontraba mejor; menos mal que no había tenido tiempo para desayunar.
Llamaron a la puerta.
– ¿Qué? -pregunté.
– Soy Dolph. ¿Puedo entrar?
– Sí -dije después de pensármelo un poco.
Entró con una manopla de baño en la mano. Supongo que la había sacado del armario de las toallas. Se quedó mirándome un rato, sacudiendo la cabeza; después empapó la manopla en el lavabo y me la tendió.
– Ya sabes qué hacer con esto.
Obedecí. El agua fría en la cara y el cuello era justo lo que necesitaba.
– ¿También le has dado una a Merlioni?
– Sí, está en la cocina. Sois un par de gilipollas, pero ha tenido su gracia. -Acerté a sonreír débilmente. Dolph se sentó en la tapa del váter-. Ahora que has dejado de vacilar, ¿has observado algo que nos pueda servir?
– ¿Hay algún testigo esta vez? -pregunté sin levantarme.
– El vecino oyó ruidos al amanecer, pero no hizo nada y se fue a trabajar. Según ha declarado, no quería involucrarse en una disputa doméstica.
– ¿Era la primera vez que le llegaba ruido de pelea de esta casa? -Levanté la cabeza. Dolph asintió-. Joder, si hubiera llamado a la policía…
– ¿Crees que habría cambiado algo?
Lo medité un momento.
– Puede que no para esta familia, pero igual habríamos atrapado al zombi.
– Ya es tarde para lamentarse.
– Puede que no. Esto es reciente. El zombi se cargó a cuatro personas y se tomó su tiempo para comérselas. No creo que se diera mucha prisa. Si al amanecer estaba matándolos…
– ¿Adonde quieres llegar?
– Acordona la zona.
– ¿Por?
– El zombi tiene que estar cerca. Se habrá escondido en algún sitio al que se pueda llegar andando, y estará esperando a que caiga la noche.
– ¿No era que los zombis aguantan la luz del sol?
– Sí, pero no les gusta. Para que un zombi salga de día, hay que ordenárselo.
– Así que estará en el cementerio más cercano.
– O no. No son como los vampiros o los algules; no necesitan un ataúd, ni siquiera una tumba. Simplemente, se resguardan de la luz del sol.
– Entonces, ¿dónde buscamos?
– En cobertizos, garajes o cualquier sitio que sirva para cobijarse.
– Así que podría estar en la casa del árbol de cualquier niño -dijo Dolph. Sonreí. Me alegré de comprobar que aún podía.
– No creo que un zombi se suba a un árbol si lo puede evitar. ¿Te has fijado en que todas las casas de por aquí son tajas?
– ¿En un sótano?
– No es muy frecuente que la gente huya hacia el sótano -dije.
– ¿Serviría de algo?
– No sé. Normalmente, a los zombis no se les da muy bien subir o bajar. Este es más rápido y espabilado, pero… Supongo que refugiarse en un sótano sólo serviría para retrasarlo un poco. Si hubiera ventanas, podrían haber sacado a los niños. -Me froté la nuca con la manopla-. Elige casas de una planta con ventanales. Puede que esté cerca de alguna.
– Según los criminólogos, es alto, de alrededor de uno noventa. Es un hombre blanco, tremendamente fuerte.
– Lo último ya lo sabíamos, y lo otro no sirve de gran cosa.
– ¿Se te ocurre algo mejor?
– Pues mira, sí -contesté-. Pídeles a los agentes más altos que se alejen a pie en direcciones distintas durante una hora y acordona el perímetro resultante.
– ¿Y luego toca registrar todos los cobertizos y garajes?
– Y cualquier otro cobijo parecido.
– ¿Qué hacemos si lo encontramos?
– Freírlo. Que venga un equipo de exterminadores.
– ¿Crees que atacará de día? -preguntó Dolph.
– Si se ve acorralado, sí. Es muy agresivo.
– No me digas. Necesitaremos una docena de equipos, o más. No creo que la comisaría esté dispuesta a costearlos. Además, tendríamos que cubrir un área demasiado amplia, y dudo que pudiéramos registrarla entera.
– Se moverá cuando oscurezca. Si estáis preparados, lo encontraréis.
– De acuerdo, pero hablas como si no fueras a ayudarnos…
– Vendré cuando pueda, pero John Burke me ha devuelto la llamada.
– ¿Vas a ir al depósito con él?
– Sí, y a tiempo para intentar utilizarlo contra Dominga Salvador. Tengo la agenda bastante apretada.
– Bien. ¿Necesitas algo?
– Que nos dejen entrar en el depósito.
– Lo arreglaré. ¿De verdad crees que Burke puede sernos útil?
– No lo sabré si no lo intento.
– El viejo truco de «por probar», ¿eh? -dijo con una sonrisa.
– Exactamente.
– Venga, vete al depósito de cadáveres con el rey del vudú, que nosotros peinaremos este puto barrio.
– Bueno es saber que todos tenemos el día planificado.
– No te olvides de que esta tarde vamos a casa de Salvador.
– Ya, y esta noche hay cacería de zombis.
– A ver si acabamos hoy con toda esta mierda.
– Eso espero.
– ¿Crees que el plan tiene algo de malo? -Me miró con los ojos entrecerrados.
– Puede. Simplemente, no existen los planes perfectos.
Guardó silencio durante un momento y se levantó.
– Me gustaría que este lo fuera.
– Toma, y a mí.
VEINTINUEVE
El depósito de cadáveres del condado de San Luis es un edificio enorme. Lógico: todas las personas que mueren sin certificado médico acaban en él, por no mencionar a todos los asesinados. En esta ciudad, eso supone un tráfico considerable.
Antes visitaba el depósito con bastante frecuencia, para clavarles una estaca a las posibles víctimas de vampiros, no fuera que se levantaran y se merendaran a los empleados. Según la nueva legislación, eso es asesinato. Hay que esperar a que se levanten, a no ser que hayan dejado un testamento en el que digan expresamente que no quieren volver como vampiros. En el mío dejo instrucciones de acabar conmigo si hay sospechas de que me puedan salir colmillos, y por si acaso, pido que me incineren. Tampoco me apetece que me levanten como zombi, muchas gracias.
John Burke era tal como lo recordaba: alto, guapo y con pinta de chico malo. Era por la perilla; sólo se ven perillas en las películas de terror. Ya sabéis, esas en las que salen sectas extrañas que adoran ídolos con cuernos.
Se lo veía un poco desteñido alrededor de los ojos y la boca. Es un síntoma de pesadumbre, incluso cuando se tiene un tono de piel oscuro. Mientras entrábamos en el depósito mantenía los labios apretados, y tenía los hombros tensos, como si le doliera algo.
– ¿Cómo lo lleváis en casa de tu cuñada? -le pregunté.
– Fatal. Deprimente.
Esperaba que se extendiera, pero no dijo nada más, y tampoco pregunté. Si no quería hablar de ello, estaba en su derecho.
Estábamos recorriendo un pasillo vacío, suficientemente ancho para meter tres camillas. La garita del guarda parecía un bunker, con sus ametralladoras y todo, por si a todos los muertos les daba por levantarse a la vez y salir en busca de la libertad. En San Luis no había pasado nunca, pero había precedentes en Kansas City. Aunque por mucho que una ametralladora pudiera pulverizar a cualquier muerto ambulante, no creo que sirviera de gran cosa si salían en manada.
– Hola, Fred -le dije al guarda mientras le enseñaba la identificación-. Cuánto tiempo.
– No me importaría que siguieras viniendo a menudo. Esta semana se han levantado tres y se han ido a casa, ¿te lo puedes creer?
– ¿Vampiros?
– ¿Qué si no? A este paso acabará por haber más muertos que vivos en las calles.