No sabía qué decir, así que no repliqué. Probablemente tenía razón.
– Hemos venido a ver los efectos personales de Peter Burke. El sargento Rudolph Storr quedó en encargarse de los trámites.
– Sí, tenéis permiso -dijo mientras consultaba el dietario-. Por el pasillo de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. La doctora Saville os espera.
Levanté una ceja. No era normal que la forense jefe hiciera recados para la policía ni para nadie, pero me limité a asentir como si no me sorprendiera el trato preferente.
– Gracias, Fred. Nos vemos a la salida.
– Sí, veo salir a mucha gente. -No parecía contento.
Mis zapatillas no turbaban el sueño de los muertos. John Burke también caminaba sin hacer ruido, aunque no tenía pinta de llevar calzado deportivo. Bajé la vista y comprobé que no me equivocaba: llevaba zapatos de cordones con suela de goma. En cualquier caso, avanzaba en silencio, como una sombra.
El resto de su atuendo encajaba con los zapatos: una cazadora de vestir, de un marrón tan oscuro que casi parecía negra, una camisa amarilla clara y unos pantalones marrones planchados con raya. Sólo le faltaba la corbata para tener pinta de ejecutivo. ¿Siempre iba tan arreglado, o era la ropa que había metido en la maleta para ir al entierro de su hermano? No, en el entierro llevaba un traje negro.
El depósito ya es silencioso normalmente, pero los sábados por la mañana era sepulcral. ¿Es que las ambulancias se dedican a dar vueltas, como los aviones que esperan pista, hasta una hora decente? Sabía que los fines de semana había más asesinatos, pero siempre reinaba la calma en las mañanas de sábados y domingos. A saber.
Fui contando las puertas que pasábamos a la izquierda y llamé a la tercera. Abrí tras oír un débil «Adelante».
La doctora Marian Saville es una mujer diminuta de pelo moreno cortado justo por debajo de las orejas, piel aceitunada, ojos muy oscuros y pómulos marcados. Es de ascendencia griega y francesa, y se le nota en el aspecto ligeramente exótico, aunque sin pasarse. Siempre me extrañó que no estuviera casada; desde luego, no era por falta de atractivo.
Su único defecto era que fumaba, y el olor del humo la impregnaba como un perfume acre.
– Me alegro de volver a verte, Anita. -Se adelantó con una sonrisa y la mano tendida.
– Lo mismo digo. -Le estreché la mano, sonriendo yo también-. ¿Eso es lo que hemos venido a ver?
Estábamos en una sala de autopsias pequeña, y había varias bolsas de plástico en la mesa de acero inoxidable.
– Sí.
Me quedé mirándola. No sabría qué quería, pero algún motivo habría para que estuviera allí. No tenía suficiente confianza para preguntárselo directamente, y era mejor que no la ofendiera si quería que siguieran dejándome entrar en el depósito. Siempre con problemas.
– Te presento a John Burke, el hermano del fallecido.
Marian arqueó las cejas al oírlo.
– Mi más sentido pésame, señor Burke.
– Gracias. -John le estrechó la mano, pero tenía la vista clavada en las bolsas de plástico. No era momento para prestar atención a las médicos atractivas ni a las normas de urbanidad. Había ido a examinar los efectos personales de su hermano en busca de pistas que pudieran conducir a su asesino, y se lo tomaba muy en serio.
Si no tenía nada que ver con Dominga Salvador, le debía una disculpa muy gorda, pero ¿cómo iba a sonsacarle nada con la forense revoloteando por ahí? Y ¿cómo le iba a pedir a ella un poco de intimidad? A fin de cuentas, estábamos en su depósito.
– Tengo que estar aquí para asegurarme de que no se manipulan las pruebas -explicó-. Últimamente han venido unos cuantos periodistas demasiado entusiastas.
– Pero no somos periodistas -protesté.
– Ni funcionarios. -Se encogió de hombros-. Según las nuevas normas, ningún civil puede examinar pruebas de asesinato sin supervisión.
– Te agradezco que te hayas encargado personalmente, Marian.
– Estaba aquí de todas formas -dijo con una sonrisa-. Y puesto que ibas a tener compañía, he supuesto que me preferirías a mí.
Tenía razón, pero ¿qué pensaban que íbamos a hacer? ¿Robar un cadáver? Si me diera por ahí, podía llevármelos a todos bailando la conga.
Quizá fuera por eso por lo que había que supervisarme. Quizá.
– Siento interrumpir-dijo John-, pero ¿podemos seguir con esto?
Lo miré a la cara. Seguía siendo guapo, pero tenía la piel tensa alrededor de la boca y los ojos, como si hubiera adelgazado. Sentí una punzada de culpa.
– Claro, perdona.
– Le ruego que nos disculpe, señor Burke -dijo Marian.
Sacó una caja de guantes. Ella y yo nos los pusimos en un momento pero John tenía menos práctica y tardó más. Cuando terminé de ayudarlo sonrió, y su cara cambió por completo. De repente estaba resplandeciente y arrebatador, y ya no parecía el malo de la película.
La forense abrió la primera bolsa. Contenía la ropa.
– No -dijo John-, no hay nada que me suene. La verdad es que no sé qué ropa tenía mi hermano. Llevábamos… Llevábamos dos años sin vernos. -El tono de culpabilidad de sus últimas palabras me dejó mal sabor de boca.
– Pues vamos a examinar los otros objetos -dijo Marian con una sonrisa radiante. Al parecer, no tenía muchas ocasiones de ponerse seductora.
Abrió una bolsa mucho más pequeña y la vació con delicadeza en la superficie plateada. Contenía un peine, una moneda de diez centavos, dos de un centavo, el resguardo de una entrada de cine y un gris-gris.
Era una cinta de hilo rojo y negro, con dientes humanos entrelazados. También tenía huesos colgando del borde.
– ¿Son falanges humanas? -pregunté.
– Sí -dijo John con voz queda. Estaba muy alterado, como si dentro de su cabeza estuviera ocurriendo algo espantoso.
Desde luego, el objeto era espeluznante, pero no terminaba de entender aquella reacción. Me acerqué y lo moví con el dedo. En el centro tenía piel seca entretejida, y lo que me había parecido hilo negro era pelo.
– Pelo, dientes, huesos y piel humanos -dije en voz baja.
– Sí -repitió John.
– Sabes más que yo de vudú. ¿Qué significa?
– Alguien murió para que se fabricara este amuleto.
– ¿Estás seguro?
– ¿Crees que diría algo así si creyera que existe otra posibilidad? -dijo encolerizado y mirándome con desprecio-. ¿Crees que me hace gracia enterarme de que mi hermano participó en un sacrificio humano?
– ¿Tuvo que estar presente? ¿No podría haberlo comprado después?
– ¡No! -Fue un grito contenido a duras penas. Se apartó de nosotras y nos dio la espalda, con la respiración agitada.
Esperé un poco para que se calmara y le pregunté lo que tenía que preguntarle.
– ¿Para qué sirve este gris-gris?
Cuando se volvió había recuperado bastante la compostura, aunque sus ojos seguían delatando tensión.
– Para que un nigromante poco poderoso consiga levantar muertos antiguos, extrayendo el poder de otro nigromante mucho más fuerte.
– ¿Qué es eso de extraer el poder?
– Este amuleto contiene parte del poder de alguien que tiene muchísimo. Peter tuvo que pagar una fortuna por él, para poder levantar más muertos, y más antiguos. Joder, ¿cómo pudo hacer algo así?
– ¿Cuánto poder hay que tener para ser capaz de compartirlo así?
– Un montón.
– ¿Existe alguna forma de dar con la persona que lo hizo?
– No lo entiendes, Anita. Aquí hay una parte del poder de esa otra persona; forma parte de su alma. Para hacer algo así, un nigromante debería estar desesperado o ser muy avaricioso. Es imposible que Peter pudiera permitírselo.
– ¿Se puede averiguar a quién pertenece?
– Sí. Si lo pones cerca del verdadero dueño de ese poder, se arrastrará hacia él. El alma intenta recomponerse.