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Las otras damas de honor medían un metro setenta y cinco como mínimo. Y hasta era posible que a algunas les quedara bien el vestido, pero me extrañaría. Para colmo de males, teníamos que usar miriñaque. Me estaba entrando complejo de subproducto de Lo que el viento se llevó.

– Bueno, bueno, si está preciosa…

La señora Cassidy había vuelto y me miraba sonriente.

– Parezco un merengue rosa.

A ella se le desdibujó la sonrisa y tragó saliva.

– Por lo visto, tampoco le ha gustado esta idea -dijo con la voz muy tensa.

Elsie Markowitz salió de los probadores. Kasey iba detrás, con cara de pocos amigos. No era para menos; la entendía perfectamente.

– Anita -dijo Elsie-, estás estupendísima.

Ah. Estupendísima, justo lo que me faltaba por oír.

– Gracias.

– Me encanta la gargantilla. ¿Sabes que todas vamos a llevar una igual?

– Cuánto lo siento -repliqué.

Frunció el ceño.

– A mí me parece que va muy bien con el vestido.

Me tocó a mí arrugar la frente.

– No lo dirás en serio.

– Por supuestísimo que sí. -Elsie se había quedado a cuadros-. ¿Qué pasa? ¿Acaso no te gustan estos vestidos?

Decidí mantener la boca cerrada para no ofender a nadie. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa se puede esperar de una mujer que tiene un nombre tan bonito como Elizabeth pero prefiere que la llamen como a un caniche?

– ¿Está completamente segura de que no queda nada más que podamos usar de camuflaje, señora Cassidy? -pregunté.

Ella asintió. Una vez, pero con firmeza.

Suspiré y sonrió. Había ganado, y lo sabía. Yo supe que estaba derrotada en cuanto vi el vestido, pero ya que me tocaba perder, tenía que hacerle pagar el pato a alguien.

– Vale, me rindo. Me lo pondré.

La señora Cassidy sonrió encantada; Elsie sonrió a secas, y Kasey sonrió con complicidad. Me levanté la falda hasta las rodillas y bajé de la plataforma. El miriñaque giró como una campana, y yo tuve la sensación de ser el badajo.

En aquel momento sonó el teléfono, y la señora Cassidy fue a contestar. Caminaba flotando en una nube: se libraba de mí. ¿Qué mayor dicha se le podía pedir a una tarde?

Yo hacía esfuerzos ímprobos por sacar la enorme falda a través de la puerta de la zona de los probadores cuando me llamó.

– Señorita Blake, es para usted. Un inspector de policía, el sargento Storr.

– ¿Ves, mamá? -dijo Kasey-. Ya te dije que era poli.

No di explicaciones; hacía unas semanas, Elsie me había rogado discreción. Consideraba que Kasey era demasiado pequeña para oír hablar de reanimadores, zombis y ejecuciones de vampiros. Y no sería porque los críos de ocho años no supieran qué era un vampiro; eran el acontecimiento mediático de la década.

Traté de llevarme el teléfono al oído, pero las putas flores no me dejaban. Sostuve el auricular entre el cuello y el hombro, y estiré la mano para desabrocharme la gargantilla.

– Hola, Dolph. ¿Qué hay?

– ¿Puedes venir a la escena de un crimen? -Su voz era agradable, como la de un tenor.

– ¿Qué tipo de crimen?

– De los bestias.

Cuando por fin conseguí quitarme la cosa, se me cayó el teléfono.

– ¿Estás ahí, Anita?

– Sí, es que tengo un problemilla de vestuario.

– ¿Qué?

– Nada, nada. ¿Por qué quieres que vaya?

– Quien lo haya hecho no es humano.

– ¿Un vampiro?

– Tú eres la especialista. Por eso prefiero que vengas a echar un vistazo.

– De acuerdo. Dame la dirección, y salgo para allá. -Al lado del teléfono había una libreta de papel rosa claro con corazoncitos, y un boli con un Cupido de plástico en la punta-. Saint Charles -repetí, mientras apuntaba-. Estoy a un cuarto de hora.

– Bien. -Colgó sin despedirse.

– Hasta ahora, Dolph -dije sólo para sentirme superior. Volví al probador para cambiarme.

Aquel día me habían ofrecido un millón de dólares, sólo por matar a alguien y reanimar a un zombi. Después había tenido que ir a probarme el vestido de dama de honor. Y ahora tocaba un asesinato y, según Dolph, de los bestias. Joder con la tardecita.

TRES

«De los bestias», había dicho Dolph. Se había quedado más que corto. Todo estaba lleno de sangre, como si hubieran rociado de pintura las paredes blancas. Una sábana carmesí ocultaba la mayor parte de un sofá blanquecino estampado con flores marrones y doradas. Las pulcras ventanas dejaban pasar un rectángulo de luz de la tarde que daba a la sangre un tono rojo cereza resplandeciente.

La sangre de verdad tiene un color más vivo que el que se ve en el cine y la televisión; en grandes cantidades es de un rojo tomate muy intenso, pero si es más oscura queda mejor en la pantalla. Toma realismo.

Sólo es roja, verdaderamente roja, cuando está fresca. Aquella ya llevaba tiempo allí y debería haberse apagado, pero el juego de luces la mantenía como nueva.

Tragué saliva con dificultad y respiré profundamente.

– Te estás poniendo verde, Blake -dijo una voz casi encima de mí. Di un salto, y Zerbrowski rió-. ¿Te he asustado?

– No -mentí.

El inspector Zerbrowski medía aproximadamente uno setenta y tenía el pelo moreno rizado, algo canoso. Unas gafas de pasta le enmarcaban los ojos marrones. Tenía el traje marrón arrugado, y una mancha, probablemente de la comida, le decoraba la corbata amarilla y marrón. Me sonreía, como siempre.

– Te he pillado, Blake, reconócelo. ¿Nuestra intrépida cazavampiros va a echar la pota encima de las víctimas?

– Te están saliendo flotadores, ¿eh, Zerbrowski?

– Oooh, qué disgusto. -Se llevó las manos al pecho y se contoneó-. No me digas que ya no me deseas tanto como yo a ti.

– Corta el rollo. ¿Dónde se ha metido Dolph?

– En el dormitorio principal. -Alzó la mirada al tragaluz del techo abovedado-. Ojalá Katie y yo pudiéramos permitirnos una casa así.

– Sí, no está mal. -Miré el sofá; la sábana se pegaba a lo que tuviera debajo, como cuando se cae el zumo y se deja un trapo encima. Había algo que no encajaba. Entonces caí en la cuenta: el bulto de debajo no podía ser un cuerpo humano completo. Fuera lo que fuera, le faltaban trozos.

La habitación empezó a dar vueltas, y aparté la vista, tragando saliva convulsivamente. Hacía meses que no se me revolvía el estómago en la escena de un crimen. Por lo menos, el aire acondicionado estaba encendido; algo es algo: con bochorno huele peor aún.

– Oye, en serio, ¿necesitas salir? -Zerbrowski me sujetó por el brazo como si fuera a llevarme a la puerta.

– Estoy bien, gracias -volví a mentir, mirándolo a los ojos, aunque no lo engañé. No es que estuviera bien, pero aguantaría.

Me soltó el brazo y se apartó.

– Me encantan las chicas duras. -Me saludó con sorna.

– Vete al guano. -No pude evitar sonreír.

– Al final del pasillo, abre la última puerta de la izquierda y verás a Dolph.

Se perdió entre la multitud. Una escena del crimen es como un enjambre: repleta de actividad frenética y gente apiñada. Y no me refiero a los curiosos, que se quedan fuera, sino a los policías de uniforme y de paisano, a los técnicos, al tipo de la cámara de vídeo,… Me abrí paso entre el gentío con la identificación plastificada en la solapa de la chaqueta azul marino, para que los policías supieran que no me había colado y, de paso, para que no se preocuparan al verme armada.

Mientras superaba el atasco que se había formado junto a una puerta, en mitad del pasillo, capté unas pocas frases sueltas. «Dios, cuánta sangre.» «¿Ya han encontrado el cadáver?» «Te refieres a lo que queda de él?… Aún no.»

Me abrí paso entre dos policías de uniforme, y uno de ellos protestó. Encontré un hueco libre justo delante de la última puerta de la izquierda; no sé cómo se las habría arreglado Dolph, pero estaba solo en la habitación. Igual acababan de salir los demás.