– Sólo estaba pensando -dije mientras negaba con la cabeza.
– Ah. -Asintió como si fuera lo más normal del mundo.
Cuando Dolph entró en la sala, no pude deducir nada por su expresión. Joder con el estoicismo.
– Bueno, ¿qué tenéis? -pregunté.
– Nada.
– ¿Cómo que nada?
– Lo ha limpiado todo. Hemos visto las habitaciones de las que me hablaste. Una de ellas estaba cerrada por dentro, pero la hemos abierto. La habían fregado y tiene pintura fresca. -Levantó una mano manchada de blanco-. Muy, muy fresca.
– No es posible que no quede nada. ¿Qué hay de las puertas tapiadas?
– Parece que las han vuelto a abrir, porque sólo hay habitaciones recién pintadas. Todo apesta a limpiador con olor a pino y a pintura. No hay cadáveres, no hay zombis… No hay nada.
– Tiene que ser una broma -dije mirándolo muy fijamente.
– Sí, por eso me río tanto.
Me levanté y me puse delante de Dominga.
– ¿Quién te avisó?
Se limitó a mirarme fijamente, sonriendo. Me apetecía borrarle la sonrisa de una hostia; sabía que después me sentiría mucho mejor.
– Anita -dijo Dolph-, aparta.
Puede que mi expresión de cólera fuera muy descarada, o puede que los puños apretados le dieran la pista. Estaba temblando de ira y por otro motivo: si Dominga no iba a la cárcel, podría volver a intentar matarme aquella noche. Y todas las noches siguientes.
– No tenéis nada, chica. -Sonrió como si pudiera leerme la mente-. Os lo habéis jugado todo a una mano e ibais de farol. -Lo peor era que tenía razón.
– Ni te me acerques -le dije.
– No tengo la menor intención. No es necesario.
– Tu última sorpresita no te salió muy bien. Sigo aquí.
– Yo no he hecho nada, pero estoy segura de que puedes encontrarte con cosas peores.
– ¡Mierda! -me volví hacia Dolph-. ¿Ya no nos quedan opciones?
– Tenemos el amuleto, pero eso es todo. -Se me debió de notar algo en la cara, porque me tocó el brazo-. ¿Qué pasa?
– Ha absorbido el amuleto. Ya no está.
Dolph se llenó de aire los pulmones, los vació y se apartó.
– Joder, joder, joder. ¿Cómo?
– Que te lo explique John -dije encogiéndome de hombros-, porque yo tampoco lo entiendo muy bien.
No me gusta reconocer que no sé algo; siempre me ha molestado pasar por ignorante. Pero qué se le va a hacer: no se puede ser experto en todo. Me había esforzado mucho para mantenerme apartada del vudú, y ¿para qué me había servido? Para quedarme como un pasmarote mientras veía a una sacerdotisa vodun tramar mi muerte… Una muerte tirando a desagradable, para más señas.
En fin, de perdidos al río. Volví a acercarme a ella, la miré fijamente y sonreí. Su sonrisa flaqueó un poco, cosa que hizo que la mía se ampliara.
– Alguien te dio el soplo, y llevas dos días limpiando esta ratonera. -Me incliné sobre ella, con las manos en los brazos de la mecedora, de forma que me quedé a poca distancia de su cara-. Tuviste que derribar paredes y desprenderte de todas tus creaciones, o destruirlas. Tuviste que limpiar y encalar tu santuario, tu humfo. Ya no están los verves, ni los animales sacrificados… Después de haber pasado tanto tiempo acumulando poder, poco a poco, gota de sangre a gota de sangre, vas a tener que volver a empezar. Tendrás que reconstruirlo todo. -La mirada de sus ojos negros me estremeció, pero me dio igual-. Aunque ya no tienes edad para tanta reconstrucción. ¿Has tenido que destruir muchos de tus juguetes? ¿Dónde los has enterrado?
– Jáctate cuanto quieras, chica, pero alguna noche te encontrarás con lo que me queda.
– ¿Por qué esperar? Haz lo que sea ahora mismo, a la luz del día. ¿O es que te da miedo enfrentarte a mí?
Se echó a reír, con un sonido tan cálido y amistoso que me sobresaltó. Me incorporé de golpe y casi salté hacia atrás.
– ¿Me crees tan idiota como para atacarte delante de la policía? ¡Por favor!
– Tenía que intentarlo.
– Deberías haber aceptado la oferta de colaborar conmigo. Podríamos habernos hecho ricas.
– Lo único que podríamos hacer es matarnos mutuamente.
– Pues que así sea. Si lo que quieres es guerra,…
– No la he declarado yo.
Dominga asintió y volvió a sonreír.
Zerbrowski salió de la cocina, y parecía muy animado. Al parecer había pasado algo bueno.
– El nieto acaba de cantar.
Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia él.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Dolph.
– Que el gris-gris se hizo con un sacrificio humano, y que tenía instrucciones de recuperarlo después de matar a Peter Burke, por orden de su abuela, pero pasó gente haciendo footing y no se atrevió a quedarse a registrarlo. Le tiene tanto miedo -dijo señalando a Dominga con un gesto- que quiere verla entre rejas. Está aterrorizado por lo que pueda hacerle por haber vuelto sin el amuleto.
El amuleto que ya no teníamos. Pero teníamos el vídeo y la confesión de Antonio. Las perspectivas empezaban a mejorar.
Volví a mirar a Dominga Salvador, que tenía un aspecto pavoroso. Parecía haber crecido, emanaba dignidad, y sus ojos negros resplandecían con una luz interior. Estaba tan cerca de ella que notaba su poder en la piel, pero no era nada que no se pudiera remediar con una buena hoguera. La freirían en la silla eléctrica, y después quemarían el cadáver y esparcirían sus cenizas en un cruce de caminos.
– Te tenemos -dije en voz baja. Me escupió, y la saliva, que me dio en la mano, me quemó como si fuera ácido-. ¡Mierda!
– Como vuelva a hacer eso le pegaremos un tiro, y todo eso que se ahorrarán los contribuyentes. -Dolph había desenfundado.
Salí en busca del cuarto de baño para lavarme la mano. Se me había formado una ampolla. Virgen santa, esa mujer podía provocar quemaduras de segundo grado con un escupitajo.
Me alegraba de que Antonio se hubiera derrumbado. Me alegraba de que fueran a encerrarla, y de que fuera a morir. Mejor ella que yo.
TREINTA Y DOS
Riverridge era una urbanización moderna, o lo que es lo mismo, sólo tenía tres modelos de vivienda. De vez en cuando se veían hileras de hasta cuatro casas idénticas, como galletas en la bandeja del horno. No había ningún río a la vista, y el terreno era llano.
La casa que ocupaba el centro de la zona que estaba registrando la policía era igual que la de los vecinos, aunque de otro color. La casa de la masacre, como la llamaban en los informativos, era gris y tenía los postigos blancos; la que se había librado era azul, también con postigos blancos. Tanto unos como otros eran decorativos: no se cerraban de verdad. La arquitectura moderna está llena de trampas: balaustradas sin balcón, tejados puntiagudos que anuncian la presencia de una buhardilla inexistente, porches tan estrechos que hay que sentarse en fila… Casi se echa de menos la arquitectura victoriana; puede que fuera demasiado ostentosa, pero las cosas cumplían su función.
Habían evacuado toda la urbanización, y Dolph no había tenido más remedio que hablar con la prensa. Es una putada, pero no se puede vaciar una zona del tamaño de una ciudad pequeña sin hacer declaraciones. Había saltado la liebre, y los zombis asesinos ya estaban en boca de todos. Ay.
El sol se hundía en un mar de tonos escarlata y anaranjados, como si hubieran embadurnado el cielo con dos pinturas de cera derretidas. No quedaba ni un cobertizo, ni un garaje, ni un sótano, ni una casa de árbol, ni una caseta de perro, ni nada parecido sin registrar, pero seguíamos sin encontrar nada.
Los periodistas zumbaban como un enjambre alrededor de la zona acordonada. Si no encontrábamos ningún zombi después de evacuar a cientos de personas y registrar sus pertenencias sin orden judicial, nos habríamos metido en un lío.