Pero estaba allí. Sabía que estaba allí. Bueno, estaba casi segura.
John Burke estaba al lado de uno de esos cubos de basura gigantes. Me había sorprendido que Dolph le permitiera apuntarse a la caza del zombi, pero como decía el inspector, necesitábamos tanta ayuda que no podíamos rechazar la de nadie.
– ¿Dónde está el bicho, Anita? -me preguntó Dolph.
Me habría gustado darle una respuesta que le arrancara un comentario admirativo en plan «Dios mío, Holmes, ¿cómo dedujo que el zombi estaba escondido en la maceta?», pero no podía mentir.
– No lo sé. La verdad es que no tengo ni idea.
– Como no lo encontremos… -No terminó la frase. No hacía falta.
Si aquello salía mal, yo seguía teniendo el trabajo asegurado, pero él lo tenía más crudo. Mierda. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? ¿Qué habíamos pasado por alto? ¿Qué?
Me quedé mirando la calle apacible, demasiado apacible. Todas las luces de las ventanas estaban apagadas; sólo las farolas, con sus débiles halos luminosos, plantaban cara a los avances de la oscuridad.
Todas las casas tenían un buzón en un poste cerca de la entrada, junto al camino. Algunos eran increíblemente barrocos. Había uno con forma de gato sentado, que levantaba la pata cuando tenía correo en la barriga. La familia se apellidaba Catt. Impagable.
Todas las casas tenían al menos un cubo de basura extragrande delante. Algunos eran más altos que yo. Al parecer, el día anterior tocaba sacar la basura. ¿O tocaba aquel día, y la policía había impedido que pasara el camión?
– ¡Los cubos de basura! -exclamé.
– ¿Qué? -dijo Dolph.
– Los cubos de basura. -Me agarré a su brazo para no caerme por la emoción-. Llevamos todo el día viendo esos putos cubos. Ahí está.
John Burke se me acercó, con el ceño fruncido.
– ¿Qué tripa se te ha roto, Blake? -Zerbrowski también se me acercó. Iba fumando, y el extremo de su cigarrillo parecía una luciérnaga rolliza.
– Los cubos son suficientemente grandes para que se esconda una persona.
– ¿No se le dormirían los brazos y las piernas?
– Ya ves lo que le importará eso a un zombi. No les circula la sangre.
– ¡Todo el mundo a registrar los cubos de basura! -gritó Dolph-. ¡El zombi está en uno de ellos! ¡Venga, a moverse!
Los policías se desperdigaron como si un niño hubiera revuelto su hormiguero con un palo, pero no vagaban sin rumbe fijo. Yo acabé con dos policías de uniforme. En sus placas ponía «Ki» y «Roberts». Un asiático y una rubia. Qué equipo más variopinto.
Nos pusimos manos a la obra sin necesidad de asignar funciones. El agente Ki se acercaba a los cubos y los volcaba, mientras la agente Roberts y yo lo cubríamos pistola en mano, y los tres estábamos dispuestos a avisar a gritos si aparecía un zombi. Probablemente sería el que buscábamos; tendría gracia que saliera otro.
En cuanto avisáramos, un equipo de exterminadores acudiría a la carrera, o eso esperábamos. Aquel zombi era demasiado rápido y destructivo. Puede que fuera más resistente a los disparos, pero preferíamos no averiguarlo. Mejor achicharrarlo directamente y a otra cosa.
No había más equipos en aquella calle, y no se oía más sonido que el de nuestros pasos, el de los cubos que volcaba Ki y el de las latas y botellas que caían. ¿Es que nadie ataba las bolsas de basura?
La oscuridad ya era completa. Sabía que en algún sitio, por ahí arriba estaban la luna y las estrellas, pero no podía demostrarlo: del oeste habían llegado unas nubes densas y oscuras como el terciopelo, y si no fuera por las farolas, no se vería nada.
No sabía cómo estaría Roberts, pero a mí me dolían todos los músculos del cuello y los hombros. Cada vez que Ki empujaba un cubo de basura me tensaba, preparada para actuar, para disparar y salvarlo antes de que el zombi saltara y le desgarrara el cuello. Una gota de sudor le caía por la cara angulosa, y brillaba a pesar de la escasa iluminación.
Bueno era saber que el esfuerzo no me pasaba factura sólo a mí Claro que yo no era la que tenía que colocar la cara junto al posible escondite de un zombi desatado. El problema era que no sabía si mi acompañantes eran buenos tiradores. Sabía que yo sí, y que podría contener al bicho hasta que llegaran los refuerzos, así que tenía que mantenerme alerta para disparar. Nos habíamos repartido el trabajo de la mejor forma posible. Lo digo en serio.
Se oyó un grito a la izquierda, y los tres nos quedamos paralizados. Me giré hacia el sonido, pero no se veía nada más que casas oscuras y círculos de luz. No se apreciaba ningún movimiento, pero se oían más gritos, agudos y aterrorizados.
Empecé a correr hacia el lugar del que procedían, seguida por Ki y Roberts, con la Browning sujeta con las dos manos y apuntando. Así era más fácil correr; con las visiones de ositos cubiertos de sangre, y con aquellos gritos, no me atrevía a enfundar la pistola. Y menos cuando los gritos empezaron a desvanecerse. Alguien estaba muriendo a poca distancia.
Todo parecía moverse a nuestro alrededor. Los demás policías también corrían hacia allí. Todos nos dábamos prisa, pero todos íbamos a llegar demasiado tarde: ya no se oía nada. Tampoco ningún disparo. ¿Por qué no? ¿Cómo era que nadie había disparado?
Atravesamos varios jardines hasta que llegamos a una verja metálica y tuvimos que guardar la pistola; no podíamos trepar con una sola mano. Mierda. Me las arreglé como pude para pasar al otro lado.
Caí de rodillas en la tierra blanda de un macizo de flores, entre no sé qué plantas altas de verano que medían bastante más que yo arrodillada. Ki aterrizó a mi lado; Roberts fue la única que cayó de pie.
Ki se puso en pie sin sacar la pistola, y yo desenfundé la Browning agazapada entre las flores. Ya me levantaría cuando estuviera armada.
Percibí un movimiento apresurado, pero no veía nada con claridad, por culpa de las plantas. De repente, Roberts se tambaleaba hacia atrás, gritando.
Ki estaba sacando la pistola, pero recibió un golpe y acabó encima de mí. Rodé para zafarme, pero su peso no me lo ponía fácil.
– ¡Aparta, Ki!
El policía se incorporó y empezó a acercarse a gatas a su compañera. Vi la silueta de su pistola recortada contra la luz de las farolas. Estaba mirando a Roberts, que no se movía.
Escudriñé la oscuridad intentando ver algo, lo que fuera. Se desplazaba mucho más deprisa que una persona; tan deprisa como un algul. Los zombis no eran tan ágiles. ¿Me habría equivocado desde el principio? ¿Sería algo distinto, algo peor? ¿Cuántas vidas costaría mi error aquella noche? ¿ La de Roberts, por ejemplo?
– ¿Está viva, Ki? -Seguí escudriñando, y tuve que contener el impulso de examinar sólo las zonas iluminadas. Reinaban los gritos y la confusión: «¿Dónde está?», «¿Dónde se ha metido?». Los sonidos se alejaban-. ¡Aquí, aquí! -grité. Las voces vacilaron y empezaron a acercarse. Montaban más bullicio que una manada de elefantes artríticos-. ¿Está malherida? -le pregunté a Ki.
– Sí. -Dejó la pistola en el suelo para apretarle el cuello a Roberts con las dos manos, que se llenaban de un líquido oscuro. Virgen santa.
Me arrodillé al otro lado de la agente, con la pistola en la mano y sin dejar de mirar a mi alrededor. Fue cuestión de segundos, pero se me hicieron eternos.
Le tomé el pulso. Era débil, pero algo es algo. Vi que me había llenado la mano de sangre y me la limpié en el pantalón. Ese bicho casi la había degollado.
– ¿Dónde estaba? -pregunté. Los ojos de Ki estaban enormes; eran todos pupila. A la luz de las farolas, su piel tenía un tono leproso. La sangre de su compañera le corría entre los dedos.
Algo se movió, demasiado pegado al suelo pata ser un hombre, aunque tendría el mismo tamaño. Sólo era un bulto que reptaba a lo largo de la parte trasera de la casa, delante de nosotros. Fuera lo que fuera, había buscado el lugar más oscuro e intentaba escabullirse.
Aquello demostraba más inteligencia de la que cabría esperar de un zombi. Me había equivocado. Me había equivocado. Había cometido un error de la hostia. Y Roberts estaba muriendo por eso.