– Quédate con ella y mantenía con vida -le dije a Ki.
– ¿Adónde vas?
– A buscarlo. -Salté la verja con una sola mano. Debía de estar rebosante de adrenalina, porque lo conseguí.
Cuando llegué al jardín, el monstruo ya no estaba. Vi pasar una sombra, sigilosa como un ratón, por delante de la ventana de la cocina. Se movía tan deprisa que lo veía borroso, pero tenía el tamaño de un hombre.
Doblé la esquina de la casa y lo perdí de vista. Mierda. Me alejé de la pared a toda prisa, tanto como pude, con el corazón en un puño mientras imaginaba sus dedos desgarrándome la garganta. Doblé la esquina siguiente con la pistola en las dos manos, apuntando, lista para disparar. Nada. Escudriñé la oscuridad, las balsas de luz. Nada.
Gritos a mis espaldas. Habían llegado los polis. Por favor, que Roberts saliera adelante.
Vi un movimiento cuando algo pasó por una zona iluminada, junto a la pared de otra casa. Oí que me llamaban, pero ya estaba corriendo hacia el bicho.
– Traed exterminadores -grité mientras corría. Pero no me detuve; no me atreví, porque era la única que sabía dónde estaba. Si yo lo perdía, lo perderíamos.
Me adentré corriendo en la oscuridad, sola, detrás de algo que quizá ni siquiera fuera un zombi. No es lo más inteligente que he hecho en mi vida, pero no iba a permitir que se escapara. Ni de coña.
No iba a permitir que le hiciera daño a otra familia, si podía detenerlo. Aquella misma noche.
Atravesé la luz de una farola, lo que hizo que la oscuridad me pareciera más intensa. No veía nada, y me quedé paralizada, esperando a que se me acostumbraran los ojos.
– Qué persssissstente. -Oí un siseo a mi derecha, tan cerca que se me erizó el vello de los brazos.
Agucé la visión periférica, sin moverme. Una sombra más oscura se alzaba entre los arbustos que rodeaban la casa. Se incorporó por completo, pero no atacó. Si quería acabar conmigo, lo conseguiría antes de que pudiera volverme para disparar. Lo había visto moverse y supe que podía darme por muerta.
– No eresss como los demásss. -La voz era sibilante, como si le faltara parte de la boca y tuviera que hacer un gran esfuerzo para hablar. La voz de un caballero deteriorado por la tumba. Me volví hacia él despacio, muy despacio-. Devuélveme.
Había girado la cabeza lo suficiente para verlo en parte. No veo mal del todo en la oscuridad, y llegaba un poco de luz de las farolas.
Tenía la piel muy clara, de un blanco amarillento. Se le pegaba a los huesos de la cara como cera semiderretida, pero sus ojos conservaban la vitalidad. Me traspasaron con un brillo que los hacía más que ojos.
– ¿Devolverte?
– Devuélveme a la tumba. -No podía mover bien los labios; no le quedaba bastante carne en ellos.
Una luz me llenó los ojos, y el zombi se tapó la cara y gritó. No se veía una mierda. El zombi se abalanzó contra mí y apreté el gatillo a ciegas. Creo que oí un gruñido cuando la bala alcanzó su objetivo. Volví a disparar con una mano, mientras me protegía el cuello con el otro brazo y caía.
Cuando conseguí enfocar algo estaba sola e ilesa. ¿Por qué? El zombi me había pedido que lo devolviera a la tumba. ¿Cómo sabía que era capaz? Pocos humanos se daban cuenta. Las brujas lo notaban a veces, y los otros reanimadores me identificaban siempre. Los otros reanimadores. Mierda.
De repente, Dolph estaba junto a mí y me ayudaba a levantarme.
– Dios, Blake, ¿estás herida?
– No. ¿Qué cojones ha sido esa luz?
– Una linterna halógena.
– Pues casi me dejáis ciega.
– No podíamos disparar sin ver nada.
Varios policías pasaron corriendo cerca de nosotros, y se oyeron gritos de «¡Ahí está!». Dolph y yo nos quedamos atrás en compañía de la linterna agresiva, mientras continuaba la persecución.
– Ha hablado conmigo -dije.
– ¿Cómo que ha hablado contigo?
– Me ha pedido que lo devuelva a la tumba. -Lo miré mientras lo decía, y me pregunté si estaría como Ki, pálida y con las pupilas muy dilatadas. ¿Por qué no tenía miedo?-. Es antiguo; tiene un siglo por lo menos. En vida tuvo algo que ver con el vudú; eso fue lo que salió mal, y el motivo por el que Peter Burke no pudo controlarlo.
– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Te lo ha dicho?
Negué con la cabeza.
– Le he calculado la edad por el aspecto. Al verme se ha dado cuenta de que era capaz de devolverlo a la tumba, y sólo una bruja u otro reanimador me habría reconocido como tal. Yo diría que levantaba muertos.
– ¿Y eso cambia nuestros planes?
– ¿A cuánta gente ha matado? -pregunté mirándolo a los ojos. No esperé a que contestara-. Vamos a cargárnoslo y punto.
– Tienes mentalidad de policía, Anita. -Viniendo de Dolph, era todo un cumplido, y como tal me lo tomé.
Daba igual a qué se hubiera dedicado en vida. Pues bueno, pues había sido reanimador, o puede que practicara el vudú. ¿Y qué? Era una máquina de matar, y aunque no me había matado, aunque ni siquiera me había hecho daño, no podía permitirme el lujo de devolverle el favor.
Se oyeron disparos a lo lejos. Algún efecto acústico raro del aire de verano hizo que sonaran con eco. Dolph y yo nos miramos.
– Vamos -dije. Aún llevaba la Browning en la mano. Dolph asintió.
Echamos a correr, pero él me sacó ventaja rápidamente; sólo sus piernas medían tanto como yo, y no podía seguirle el ritmo. Puede que fuera capaz de derribarlo, pero nunca alcanzaría su velocidad. Se detuvo y se giró para mirarme.
– ¡Corre! -le dije.
Dio un acelerón y se perdió en la oscuridad, sin volver a mirar atrás. Si alguien le dice a Dolph que lo puede dejar solo y a oscuras con un zombi asesino suelto, Dolph lo cree. A mí me creyó, por lo menos.
Sí, me sentía muy halagada, pero allí estaba corriendo sin ver nada por segunda vez en aquella noche. Llegaban gritos de dos lados distintos: lo habían perdido. Joder.
Dejé de correr; no me apetecía toparme a ciegas con el zombi. Aunque él no me hubiera hecho daño de entrada, yo le había pegado un tiro, como mínimo, y hasta los muertos vivientes se cabrean por esas cosas.
Me quedé bajo un árbol. Allí hacía más fresco. Estaba en el límite de la urbanización, junto a la alambrada de espino que la rodeaba. Más allá se extendían campos de cultivo que se perdían en el horizonte. Por aquella zona habían plantado judías, por lo que el zombi debería tumbarse por completo si quería esconderse. Había varios policías con linternas, buscando en la oscuridad, pero ninguno estaba a menos de cincuenta metros de mí.
Exploraban el terreno, las sombras, porque les había dicho que a los zombis no les gustaban las alturas. Pero no se trataba de ningún zombi normal. Las ramas se agitaron sobre mi cabeza, y un escalofrío me recorrió la columna. Giré en redondo y miré hacia arriba, apuntando con la pistola.
El zombi gruñó y saltó.
Disparé dos veces antes de que me cayera encima. Los dos acabamos en el suelo. Había recibido dos balazos en el pecho y ni siquiera se inmutaba.
Volví a disparar, pero tanto habría dado que me liara a tiros con una pared.
Me gruñó en la cara. Tenía los dientes rotos y negros, y el aliento le olía a tumba recién abierta. Intenté gritar, aunque no me salió ningún sonido, y volví a apretar el gatillo. La bala le dio en la garganta, y se detuvo, intentando tragar. ¿Pretendía tragarse la bala?
Sus ojos resplandecientes me miraron. Tenía alma, como los zombis de Dominga: detrás de esos ojos había alguien. Nos quedamos paralizados durante uno de esos segundos que parecen años. Estaba sentado a horcajadas en mi cintura y me rodeaba el cuello con las manos, pero no apretaba, no me hacía daño, aún no. Yo tenía el cañón de la pistola apretado contra su barbilla. Ninguna de las balas anteriores le había hecho nada; ¿qué me hacía suponer que aquella sería distinta?