– No quería matar -dijo el zombi en voz baja-. Al principio no lo entendía. No recordaba quién era. -Estábamos rodeados de policías, y Dolph les pedía a gritos que no disparasen-. Necesssitaba carne; la necesssitaba para recordar. No quería matar. Quería passsar por delante de las casssasss, pero no podía. Demasssiadasss casssasss. -Sus manos se tensaron, y las uñas empezaron a clavarse. Le pegué un tiro en la barbilla y se sacudió hacia atrás, pero siguió apretándome el cuello.
Cada vez notaba más presión, y se me empezaba a nublar la vista. La negrura de la noche derivaba hacia el gris. Le incrusté el cañón encima del puente de la nariz y volví a disparar, varias veces.
Ya no veía nada, pero aún era capaz de apretar el gatillo. La oscuridad me desbordó los ojos y se tragó el mundo. Perdí la sensación en las manos.
Me despertaron unos gritos espeluznantes. El hedor de la carne y el pelo quemados se me pegaba a la lengua y me impedía respirar.
Me llené los pulmones de aire, y me dolió. Tosí e intenté sentarme en el suelo, ayudada por Dolph, que tenía mi pistola en la mano. Dejé escapar el aliento poco a poco y volví a toser, tanto que se me quedó la garganta en carne viva. O puede que fuera por el estrangulamiento.
Algo del tamaño de un hombre rodaba por la hierba, envuelto en llamas de un naranja intenso que arrojaban destellos como los del sol reflejado en el agua.
Al lado había dos exterminadores, con sus trajes ignífugos, rodándolo de napalm, como si fuera un algul. El zombi seguía gritando, un sonido agudo y estremecedor.
– Joder, ¿por qué no se muere? -Zerbrowski estaba al lado, con la cara iluminada por el fuego.
No contesté. No quería decirlo en voz alta, pero el zombi no moría porque en vida había sido reanimador. Era algo que sabía sobre los zombis de los reanimadores; lo que no sabía era que salían de la tumba con ansia de carne, que no recuperaban la memoria hasta que comían. Y habría preferido quedarme sin saberlo.
Las llamas iluminaron a John Burke, que estaba sujetándose un brazo contra el pecho y tenía la ropa manchada de sangre. ¿También habría hablado con el zombi? ¿Sabría por qué no moría?
El zombi giró, y el fuego formó remolinos a su alrededor. Era como la mecha de una vela. Dio un paso tambaleante hacia nosotros y me tendió una mano llameante. A mí.
Después cayó hacia delante, lentamente, como un árbol derribado a cámara lenta, aferrándose a la vida, si se podía decir así. Los exterminadores se apartaron. No podía culparlos por no correr riesgos.
Había sido nigromante en otro tiempo. Aquel bulto llameante que incendiaba la hierba había sido lo que era yo. ¿Me convertiría en un monstruo si me levantaban de la tumba? Mejor no averiguarlo. Había pedido expresamente que me incinerasen, porque no me apetecía que alguien me reanimara para pasar el rato, pero ya tenía otro motivo. Aunque con uno bastaba.
Observé la carne mientras se ennegrecía, se retorcía y se desprendía. Los músculos y los huesos se deshacían en pequeñas explosiones que lanzaban chispas.
Mientras veía morir al zombi me prometí que me encargaría de hacer que Dominga Salvador ardiera en el Infierno por haber hecho aquello. Hay fuegos que duran toda la eternidad; en comparación con ellos, el napalm no es más que una molestia pasajera. Ardería durante toda la eternidad, aunque no me parecía bastante tiempo.
TREINTA Y TRES
Estaba en una sala de examen de urgencias, tumbada de espaldas y oculta por una cortina blanca. Los sonidos que llegaban del otro lado eran fuertes y desagradables. Me gustaba mi cortina. La almohada era fina, y la camilla, dura, pero todo me parecía limpio y maravilloso. Me dolía al tragar; hasta me dolía un poco con sólo respirar. Pero respirar era importante, y me alegraba de ser capaz.
Me quedé tumbada en silencio: por una vez no estaba mal obedecer. Escuché mi respiración, los latidos de mi corazón. Siempre que estoy a punto de morir me interesa mucho mi cuerpo; me fijo en todo tipo de cosas en las que no me fijo normalmente. Podía sentir la sangre circulando por las venas de los brazos, y notaba en la boca el sabor del pulso regular, como si fuera un caramelo.
Estaba viva. El zombi estaba muerto. Dominga Salvador estaba en la cárcel. Todo marchaba bien.
Dolph apartó la cortina, pasó y volvió a correrla, como quien cierra la puerta de una habitación. Los dos fingimos que estábamos a solas, aunque podíamos ver los pies de la gente al otro lado.
Le sonreí y me devolvió la sonrisa.
– Me alegro de verte viva y coleando.
– No estoy muy segura de la segunda parte -dije con voz ronca. Tosí para intentar aclararme la garganta, pero no sirvió de gran cosa.
– ¿Qué te han dicho los médicos?
– Que se me va a quedar voz de tenor. -Al ver su expresión, añadí-: Pero es pasajero.
– Bien.
– ¿Cómo está Burke? -pregunté.
– Le han puesto puntos, pero no tendrá secuelas.
Ya me lo había figurado al verlo por la noche, pero me alegraba de que me lo confirmaran.
– ¿Y Roberts?
– Está viva.
– ¿Y se va a reponer? -Tragué saliva. Me dolía al hablar.
– Sí, por completo. Ki también recibió un corte en el brazo, ¿lo sabías?
Fui a negar con la cabeza, pero me detuve al ver que era un error. Eso también dolía.
– No lo vi.
– También le han puesto puntos, pero tampoco tendrá secuelas. -Se metió las manos en los bolsillos-. Perdimos a tres agentes, y uno tiene heridas más graves que las de Roberts, pero saldrá adelante.
– Ha sido culpa mía -dije mirándolo fijamente.
– ¿De dónde sacas eso? -preguntó con el ceño fruncido.
– Debería haberme dado cuenta de que no era ningún zombi normal.
– Pero era un zombi, así que estabas en lo cierto, y tú fuiste quien cayó en lo de los putos cubos de basura. -Me sonrió-. Y casi la palmas mientras intentabas matarlo, así que creo que has cumplido.
– No lo maté yo; lo mataron los exterminadores. -Las palabras más largas eran más dolorosas de pronunciar.
– ¿Recuerdas qué pasó mientras te desmayabas?
– No.
– Le vaciaste el cargador en la cara, hasta que se le salieron los sesos por la nuca, y te quedaste frita. Creía que estabas muerta. -Sacudió la cabeza-. Joder, no vuelvas a hacerme eso.
– Lo intentaré -dije sonriendo.
– Cuando perdió el cerebro se quedó como un pasmarote. Le quitaste las ganas de luchar.
Zerbrowski se acercó a la cama y dejó la cortina entreabierta a sus espaldas. Vi a un niño con la mano ensangrentada, que lloraba abrazado a una mujer. Dolph corrió la cortina; estoy segura de que Zerbrowski era de los que se dejaban los cajones abiertos.
– Aún están sacando balas del cadáver, y todas son tuyas, Blake. -Lo miré por toda respuesta-. Eres la hostia.
– No tengo más remedio cuando te tengo cerca, Zerbro… -No pude terminar de pronunciar su apellido. Qué raro.
– ¿Te duele? -preguntó Dolph.
Asentí con precaución.
– Me van a dar analgésicos, y ya me han puesto la antitetánica.
– En ese cuello tan pálido te está floreciendo una gargantilla de moretones -dijo Zerbrowski.
– Qué poético -dije. Él se encogió de hombros.
– Voy a ver qué tal están los otros heridos, y después le pediré a un agente que te lleve a casa -dijo Dolph.
– Gracias.
– No creo que estés en condiciones de conducir.
Quizá tuviera razón. Estaba hecha una mierda, pero una mierda contenta. Lo habíamos conseguido: habíamos resuelto el caso, y los culpables acabarían entre rejas. ¡Bieeen!
El médico volvió con los analgésicos y miró a los dos policías.
– Bueno. -Me dio un bote con tres pastillas-. Con esto tendrá para pasar la noche y para mañana. Yo en su lugar pediría la baja. -Miró a Dolph-. ¿Entendido, jefe?