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– No trabaja para mí -contestó con algo parecido a un ceño fruncido.

– Pero usted estaba al mando, ¿no? -Dolph asintió-. Entonces…

– Trabajo en otro sitio -dije.

– ¿Eh?

– Se podría decir que fue una transferencia temporal de otro departamento -dijo Zerbrowski.

– Ah. -El médico asintió-. Pues díganle a su superior que mañana se tiene que tomar el día libre. Puede que lo suyo no parezca tan grave como lo de otros, pero ha sufrido una conmoción considerable y tiene suerte de que no haya daños permanentes.

– No tiene superiores -dijo Zerbrowski con una amplia sonrisa-, pero se lo diremos a su jefe.

Le lancé una mirada de reproche.

– Bueno, pues puede irse cuando quiera, y vigílese los arañazos y el mordisco del hombro, porque podrían infectarse. -Sacudió la cabeza-. Desde luego, los policías se ganan el sueldo. -Después de soltar la frase lapidaria, se marchó.

Zerbrowski se echó a reír.

– Pobre. La cara que habría puesto si supiera que dejamos pringar a una civil.

– Ha sufrido una conmoción considerable -dijo Dolph.

– Digna de toda consideración -dijo Zerbrowski.

Se echaron a reír.

Me incorporé con cuidado y saqué las piernas de la cama.

– Si habéis terminado de cachondearos de mí, a ver si alguien me lleva a casa.

Reían con tanta fuerza que se les saltaban las lágrimas. No tenía tanta gracia, pero los entendía: la risa es mucho más adecuada que las lágrimas para liberar la tensión. No me uní a ellos porque sospechaba que carcajearse dolería un huevo.

– Yo te llevo -acertó a decir Zerbrowski.

No pude evitar sonreír. Verlos así era suficiente para arrancarle una sonrisa a cualquiera.

– No, no -protestó Dolph-. ¿Vosotros dos a solas en un coche? Sólo saldría uno con vida.

– Y sería yo -dije.

– No lo dudo -dijo Zerbrowski.

Bueno era saber que estábamos de acuerdo en algo.

TREINTA Y CUATRO

Estaba medio dormida en el asiento trasero del coche patrulla cuando se detuvo delante de mi casa. El dolor punzante de la garganta se había desvanecido en la agradable marea de los narcóticos, y yo estaba abotargada. ¿Qué me habían dado? Me encontraba muy bien, pero tenía la impresión de que el mundo era una especie de película que no tenía nada que ver conmigo, distante e inofensivo como un sueño.

Le había dado las llaves de mi coche a Dolph, que me había prometido encargarse de que alguien me lo dejara aparcado cerca de casa durante el día. También me prometió que llamaría a Bert para decirle que no iría a trabajar, y me pregunté cómo se lo tomaría. También me pregunté si me importaba, pero me contesté que no.

Un policía uniformado asomó la cabeza al abrirme la puerta. Las puertas traseras de los coches patrulla no se abren desde dentro.

– ¿Necesita algo más, señorita Blake?

– No se preocupe, agente… -Tuve que entrecerrar los ojos para leerle la placa-. Osborn. Gracias por traerme a casa. Y a su compañero también.

Su compañero estaba al otro lado del coche, con los brazos apoyados en la capota.

– Es un placer conocer por fin a la famosa Ejecutora de la Santa Compaña -dijo con una sonrisa.

Lo miré parpadeando e intenté despejarme lo suficiente para hablar y pensar a la vez.

– Ya era la Ejecutora mucho antes de que existiera la Santa Compaña.

– Perdón, perdón. -Extendió las manos, sin dejar de sonreír.

Estaba demasiado cansada y drogada para preocuparme, así que sacudí la cabeza.

– Gracias de nuevo.

Al llegar a la escalera me di cuenta de que me costaba andar, y me agarré a la barandilla como si me fuera la vida en ello. Nada impediría que me fuera a dormir. Igual me despertaba en el rellano, pero pensaba dormir.

Conseguí meter la llave en la cerradura a la tercera, entré en el piso dando tumbos y apoyé la frente en la puerta para cerrarla. Eché el cerrojo y me sentí a salvo. Estaba en casa. Habíamos acabado con el zombi asesino. Sentí el impulso de echarme a reír, pero se debía a los fármacos. Nunca me río cuando estoy sola.

Me quedé parada, sin apartar la cabeza de la puerta, mirándome la puntera de las zapatillas. Parecían estar muy lejos, como si hubiera crecido desde la última vez que me había mirado los pies. Lo que me habían dado en el hospital era demasiado fuerte. No pensaba tomármelo al día siguiente; no me hacen gracia las cosas que alteran la percepción.

La puntera de unas botas negras apareció al lado de mis deportivas. ¿Por qué tenía unas botas en casa? Empecé a dar la vuelta y me llevé la mano a la pistola. Demasiado tarde, demasiado despacio, mal de cojones.

Unos brazos fuertes y bronceados me aferraron el pecho, inmovilizándome los brazos y sujetándome contra la puerta. Intenté zafarme, pero a buenas horas. Me tenían bien cogida. Eché la cabeza hacia atrás, intentando combatir la puta medicación. Debería estar aterrorizada. La adrenalina hacía su trabajo, pero a algunas drogas les da igual que quien las ha tomado necesite usar el cuerpo: se hacen con el control mientras dura el efecto y punto. Si salía viva de aquello, el médico me iba a oír.

El que me apretaba contra la puerta era Bruno. Tommy apareció a su lado, jeringuilla en mano.

– ¡No!

Bruno me tapó la boca. Intenté morderle la mano y me dio una bofetada. Me ayudó a despejarme un poco, pero el mundo seguía amortiguado, distante. La mano de Bruno olía a loción de afeitado, un olor dulzón y asfixiante.

– Casi es demasiado fácil -dijo Tommy.

– Venga, date prisa -dijo Bruno.

Me quedé mirando la jeringuilla a medida que se me acercaba al brazo. Si no fuera porque la mano de Bruno me impedía hablar, les habría dicho que ya iba colocada, y les habría preguntado qué pensaban inyectarme y si creían que podía interaccionar con lo que me habían dado. Pero no tuve la oportunidad.

Cuando sentí el pinchazo tensé todo el cuerpo, resistiéndome, pero Bruno me agarraba con fuerza, y me resultaba imposible moverme. No podía escapar. Mierda, mierda y más mierda. La adrenalina empezaba a disipar las telarañas, pero era demasiado tarde. Tommy me sacó la aguja del brazo.

– Lo siento, pero no hemos encontrado alcohol para desinfectarla -me dijo con una sonrisa.

Lo odiaba. Los odiaba a los dos. Y si la inyección no me mataba antes, pensaba matarlos lentamente por asustarme, por hacerme sentir indefensa, por pillarme desprevenida, drogada y embotada. Si salía con vida de aquel error, no volvería a cometerlo. Recé con todas mis fuerzas para salir con vida de aquel error.

Bruno siguió inmovilizándome y tapándome la boca hasta que la inyección hizo efecto. Me sentía somnolienta. Un tipo me sujetaba contra mi voluntad y a mí me entraba sueño. Traté de resistirme, pero no sirvió de nada. Se me cerraban los ojos, por mucho que intentara mantenerlos abiertos. Dejé de intentar zafarme de Bruno y me concentré en no cerrar los ojos.

Miré la puerta, intentando seguir despierta. Los contornos se desdibujaron y parecieron moverse, como si los viera a través del agua. Los párpados se me caían por su propio peso; los subí, pero volvieron a bajar. No podía abrir los ojos. Parte de mí se sumergió en la oscuridad, gritando, pero el resto se dejó llevar, relajado y con una incongruente sensación de seguridad.

TREINTA Y CINCO

Estaba en la tierra de nadie que separa el sueño de la vigilia, cuando se sabe que se ha terminado de dormir pero tampoco se quiere despertar. Me pesaba todo el cuerpo, me iba a estallar la cabeza y me dolía la garganta.

El último pensamiento me hizo abrir los ojos. Tenía delante un techo blanco con cercos de humedad que parecían restos de café. No estaba en mi casa. ¿Dónde estaba?

De repente recordé los brazos de Bruno, que me aferraban, y la jeringuilla. Me incorporé de un salto, y el mundo empezó a dar vueltas en una espiral de colores desvaídos. Me dejé caer en la cama, me tapé los ojos con las manos y me sentí algo mejor. ¿Qué me habían inyectado?