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– Sería un combate justo.

– Si los contendientes son igual de hábiles, el tamaño importa. El más corpulento tiene todas las de ganar. -Me encogí de hombros-. No es que me haga gracia, pero así son las cosas.

– Te lo tomas con mucha calma.

– ¿Me serviría de algo ponerme histérica?

– No -dijo sacudiendo la cabeza.

– Entonces será mejor que pase el mal trago cuanto antes, como un machote, si me permites la expresión.

Bruno frunció el ceño. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo, pero yo no me asustaba. Estaba resignada a encajar la paliza, y aquello me tranquilizaba en cierto modo. Me iban a pegar; no era agradable, pero ya me había mentalizado. Podía soportarlo. No sería la primera vez. Y si tenía que elegir entre llevarme una paliza y realizar un sacrificio humano, me quedaba con lo primero.

– No sé si ya estás lista…

– Pero allá vas. -Terminé la frase por él. Me estaba hartando de tanta chulería-. Pégame o ponte recto, que en esa postura estás ridículo.

Su puño avanzó hacia mí como un relámpago oscuro, y lo bloqueé con un brazo. Se me durmió. Una de sus largas piernas salió disparada y me dio de lleno en la boca del estómago. Me doblé del dolor, como cabía esperar, mientras se me vaciaban los pulmones de golpe, y su otro pie subió a encontrarse con mi mejilla, la misma en la que me había golpeado Seymour. Caí al suelo, sin saber muy bien a qué parte del cuerpo consolar primero.

Bruno intentó darme otra patada; la intercepté con las dos manos y me puse de pie rápidamente, con la esperanza de atraparle la pierna y dislocarle la rodilla, pero él se zafó de un salto.

Me dejé caer y sentí el rebufo causado por su pierna al pasar por el lugar donde estaba mi cabeza un segundo antes. Por lo menos, esa vez me había tumbado a propósito. Se cernió sobre mí en toda su altura, mientras yo me colocaba en posición fetal.

Cuando se me acercó, con la intención evidente de levantarme, le descargué los dos pies en la rodilla. Para descoyuntar la articulación hay que dar en el punto exacto.

La pierna se le dobló en un ángulo antinatural, y Bruno soltó un grito. Había funcionado. Coño, qué buena soy. No intenté seguir golpeando, ni quitarle la pistola; salí disparada hacia la puerta.

Gaynor intentó agarrarme, pero abrí y atravesé la puerta antes de que él pudiera hacer girar esa silla tan virguera. El pasillo estaba despejado: sólo había unas cuantas puertas, dos esquinas que a saber qué tenían a la vuelta… y Tommy.

Pareció sorprendido de verme. Se llevó la mano a la pistolera, pero le di un empujón en el hombro a la vez que le ponía la zancadilla. Empezó a caer hacia atrás, pero se agarró a mí, de modo que me dejé arrastrar por su caída, apañándomelas para empotrarle la rodilla en los huevos al aterrizar. Aflojó la presa lo suficiente para que pudiera ponerme fuera de su alcance. A mis espaldas se oían sonidos procedentes de la habitación. No volví la cabeza; si iban a pegarme un tiro, no quería verlo.

Estaba llegando a la esquina del pasillo cuando un olor me llamó la atención. Aminoré la marcha: al otro lado había un cadáver. ¿Qué habían estado haciendo mientras dormía?

Me volví para mirar a los hombres. Tommy seguía en el suelo, con las manos en la entrepierna, y Bruno estaba apoyado en la pared, con la pistola en la mano, aunque no me apuntaba. Gaynor, en su silla, sonreía.

Algo marchaba muy mal.

De repente, ese algo que marchaba muy mal dobló la esquina. No mediría más que un hombre alto, puede que un metro ochenta y poco, pero medía casi un metro y medio de ancho. Tenía dos piernas, o puede que tres; a saber. Su palidez era malsana, como la de todos los zombis, pero tenía al menos una docena de ojos. En el lugar que debería ocupar el cuello había una cara de hombre, de ojos oscuros, atentos y desprovistos de cualquier atisbo de cordura. De un hombro le salía una cabeza de perro putrefacta, que lanzó un mordisco en mi dirección. En el centro de aquel amasijo se veía una pierna de mujer, con zapato de tacón y todo.

La cosa avanzó hacia mí. Se arrastraba con varios brazos y dejaba un rastro babeante, como un caracol.

Dominga Salvador apareció detrás.

– Buenas noches, chica.

Si el monstruo me daba miedo, la visión de Dominga sonriente me asustó bastante más.

La cosa se había detenido en el pasillo, más o menos de rodillas, y jadeaba con sus innumerables bocas como si le faltara el aire.

O igual no le gustaba su propio olor; desde luego, a mí no me hacía ninguna gracia, pero no me servía de gran cosa taparme la boca y la nariz con el brazo. Todo apestaba a carne podrida.

Gaynor y sus guardaespaldas heridos se habían quedado en el otro extremo del pasillo. Puede que no les apeteciera estar cerca del animal de compañía de Dominga, y no puedo decir que no los entendiera. Fuera cual fuera el motivo, estaba sola con el monstruo y ella.

– ¿Cómo has salido de la cárcel? -Mejor ocuparme primero de los problemas fáciles; en los incomprensibles ya pensaría después.

– Pagando la fianza.

– ¿Así de deprisa, con una acusación de asesinato y el agravante de brujería?

– El vudú no es lo mismo que la brujería.

– La ley no hace distinciones en casos de asesinato -dije. Dominga se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa beatífica. Era la versión pesadillesca de una abuelita encantadora-. Has coaccionado al juez.

– Mucha gente me tiene miedo, chica. Deberías tomar nota.

– Ayudaste a Peter Burke a levantar al zombi para Gaynor. -Dominga no contestó; se limitó a sonreír-. ¿Por qué no lo levantaste tú misma?

– No quería que una persona con tan pocos escrúpulos como Gaynor me viera hacer un sacrificio humano; podría chantajearme.

– ¿Y él no sabía que tenías que matar a alguien para hacerle el gris-gris a Peter?

– Exactamente.

– ¿Has escondido aquí tus abominaciones?

– No todas. Me obligaste a destruir gran parte de mi trabajo, pero esto lo conservé. Entenderás por qué. -Pasó una mano por aquella piel pringosa.

Me estremecí. Sólo con pensar en tocar aquella quimera me entraban escalofríos. Sin embargo…

– ¿Cómo lo has hecho? -La curiosidad me podía. Evidentemente, Dominga sabía más que yo de mi profesión.

– Supongo que puedes reanimar fragmentos de cadáveres.

– Sí. -Pura casualidad: no conocía a nadie más que fuera capaz.

– Pues resulta que he descubierto la forma de unir esos fragmentos.

– ¿Unirlos? -Me quedé mirando horrorizada el bicho que tenía delante.

– Soy capaz de crear seres que no existían.

– Fabricar monstruos.

– Me da igual lo que pienses, chica. El caso es que he venido a persuadirte para que levantes el zombi de Gaynor.

– ¿Por qué no lo levantas tú?

Me giré al oír la voz de Gaynor a mi espalda, y me puse contra la pared para poder verlos a todos, aunque no tenía claro que me sirviera de mucho.

– El poder de Dominga fracasó una vez, y esta es mi última oportunidad, la última tumba que tengo identificada. Prefiero no correr riesgos.

Dominga entrecerró los ojos, y sus manos apergaminadas se convirtieron en puños. No le hacía gracia que dudaran de sus aptitudes; eso sí que lo entendía.

– Le aseguro que ella lo haría mejor que yo, Gaynor.

– Si estuviera de acuerdo con usted, ya la habría matado: no la necesitaría.

Vaya. En eso no había caído.

– En fin, ya le ha pedido a Bruno que me ablande. ¿Qué viene ahora?

– Que una chica tan pequeña haya derribado a mis dos guardaespaldas… -Gaynor sacudió la cabeza.

– Ya le dije que con ella no funcionarían los métodos de persuasión tradicionales -dijo Dominga.

Observé el monstruo que tenía al lado. ¿Aquello era algún tipo de tradición?

– ¿Y qué propone? -preguntó Gaynor.