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– Un hechizo de instigación. Tendrá que obedecer mis órdenes, pero con alguien tan poderoso como ella llevará su tiempo. Si supiera más de vudú, sería imposible. Por suerte, aunque se le dé bien levantar zombis, no sabe casi nada.

– ¿Cuánto tardaría?

– No creo que llegue a dos horas.

– Más vale que funcione -dijo Gaynor.

– No se atreva a amenazarme.

Mira qué bien. Con un poco de suerte, se matarían entre ellos.

– Con lo que le pago podría fundar un país, así que espero resultados.

– Es cierto que paga bien. -Dominga asintió-. No le fallaré. Además, si consigo que Anita realice un sacrificio humano, también podré obligarla a que me eche una mano en el negocio de los zombis, e incluso a que me ayude en la reconstrucción de lo que me hizo destruir. No deja de ser irónico, ¿no le parece?

Gaynor sonrió como un elfo demente.

– Me gusta la idea.

– Pues a mí no -dije.

– Harás lo que se te diga. -Me miró frunciendo el ceño-. Has sido muy mala.

¿Mala? ¿Yo?

Bruno se había acercado y estaba apoyado en la pared, apuntándome al pecho con pulso firme.

– No me importaría matarte ahora -dijo con la voz distorsionada por el dolor.

– Una rodilla dislocada duele que te cagas, ¿verdad? -pregunté con una sonrisa. Prefería que me pegaran un tiro a convertirme en sierva de la reina del vudú.

Rechinó los dientes, y la pistola vaciló un poco, pero creo que fue más por la rabia que por el dolor.

– Será un placer acabar contigo.

– No se te dio muy bien la última vez. Creo que los árbitros me habrían declarado ganadora.

– Aquí no hay arbitro que valga, y te voy a pegar un tiro.

– Bruno -dijo Gaynor-, la necesitamos sana y salva.

– ¿Y después de que levante al zombi?

– Si se convierte en sierva de la señora, no deberás hacerle daño. Pero si falla, podrás matarla.

Bruno enseñó todos los dientes, como los perros cuando quieren amenazar.

– Espero que no funcione.

– No deberías anteponer tus deseos a nuestros intereses comerciales, Bruno -lo amonestó su jefe.

– De acuerdo. -Tragó saliva. No parecía que le hiciera gracia decirlo.

Enzo apareció por la esquina y se quedó detrás de Dominga, tan lejos de su «creación» como le fue posible.

Así que Antonio había perdido el trabajo de guardaespaldas. No estaba maclass="underline" le encajaba mejor el de soplón.

Tommy se acercó por el otro lado, aún encorvado, pero con una Magnum enorme en la mano. Tenía la cara amoratada por la cólera, o puede que por el dolor.

– Voy a matarte -siseó.

– Ponte a la cola -le dije.

– Enzo, ayuda a Bruno y a Tommy a atarla a una silla, en la habitación. Es mucho más peligrosa de lo que parece -dijo Gaynor.

Enzo me cogió del brazo, y no me resistí: con él me sentía mucho más a salvo que en manos de los otros dos. Tommy y Bruno me miraban impacientes, como si estuvieran esperando a que intentara algo. Creo que no tenían muy buenas intenciones.

– ¿Siempre tenéis tan mal perder, o es porque soy una chica? -les pregunté cuando pasaba junto a ellos acompañada de Enzo.

– Le voy a pegar un tiro -masculló Tommy.

– Después -dijo Gaynor-. Después.

Me pregunté si lo había dicho en serio. Si el hechizo de Dominga funcionaba, me convertiría en una marioneta, a merced de su voluntad. Si no funcionaba, Tommy y Bruno me matarían lenta y dolorosamente. Esperaba que existiera una tercera opción.

TREINTA Y SEIS

La tercera opción consistía en estar atada a una silla, en la habitación en la que me había despertado. Era un poco mejor que las otras dos, pero eso no era decir nada. No me gusta que me aten: significa que mis opciones han pasado de pocas a ninguna. Dominga me había cortado un mechón de pelo y unas cuantas uñas para el hechizo de instigación. Mierda.

Era una silla vieja de madera. Me habían atado las muñecas al respaldo, y cada tobillo a una pata. Las cuerdas estaban muy apretadas. Forcejeé, con la esperanza de encontrar la forma de zafarme, pero no hubo suerte.

No era la primera vez que me ataban, y siempre fantaseaba con emular a Houdini y conseguir aflojar las cuerdas lo suficiente para liberarme. Nunca funciona: cuando se ata a alguien, sigue atado hasta que lo sueltan.

El problema era que no pensaban soltarme antes de que me hiciera efecto el hechizo, de modo que tenía que escapar antes, aunque no se me ocurría cómo.

«Dios, por favor, que pase algo.»

En respuesta a mi plegaria se abrió la puerta, pero no era nadie que fuera a ayudarme.

Entró Bruno con Wanda en brazos. La mujer tenía un lado de la cara lleno de sangre seca, procedente de un corte en la frente, y un cardenal enorme en la mejilla, al otro lado. También tenía el labio inferior hinchado, y le sangraba. No sabía si estaba consciente; tenía los ojos cerrados.

A mí me dolía la cara en el lugar donde había recibido la patada de Bruno, pero eso no era nada en comparación con lo de Wanda.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Te traigo compañía. Cuando se despierte, pregúntale qué más le ha hecho Tommy, a ver si eso te convence para levantar al zombi.

– ¿No habíamos quedado en que ya se encargaba Dominga?

– Gaynor no confía demasiado en ella, después de la cagada de la última vez -contestó encogiéndose de hombros.

– Y supongo que no concede segundas oportunidades.

– Desde luego que no. -Dejó a Wanda en el suelo, cerca de mí-. Será mejor que aceptes su oferta, chica: un millón de dólares por matar a una puta.

– Piensa usar a Wanda para el sacrificio. -Mi voz me sonó cansada hasta a mí.

– Lo dicho: no hay segundas oportunidades.

– ¿Qué tal tienes la rodilla?

– He vuelto a colocármela -dijo con un gesto de dolor.

– Tiene que haber dolido un huevo.

– Pues sí. Si no ayudas a Gaynor, averiguarás cuánto exactamente.

– Ojo por ojo -dije.

Asintió y se puso en pie a duras penas. Me pilló observándole la pierna.

– Habla con Wanda y decide cómo prefieres terminar. Gaynor habla de dejarte paralítica y quedarse contigo de juguete. No creo que te gustara.

– ¿Cómo puedes trabajar para él?

– Paga muy bien -dijo con indiferencia.

– El dinero no lo es todo.

– Será que nunca has pasado hambre.

Ahí me había pillado. Me quedé mirándolo, y él me devolvió la mirada durante largo rato. Por fin atisbaba algo de humanidad en sus ojos, aunque no acertaba a interpretar su expresión. Fuera lo que fuera, no era nada que yo pudiera entender.

Se volvió y salió de la habitación.

Bajé la vista hacia Wanda, que estaba tumbada de lado, inmóvil. Llevaba otra falda larga de muchos colores, y una blusa blanca con cuello de encaje, desgarrada, que dejaba ver un sujetador color ciruela. Estoy segura de que llevaba las bragas a juego antes de que Tommy se encargara de ella.

– Wanda -dije en voz baja-. ¿Puedes oírme, "Wanda?

Movió un poco la cabeza y abrió un ojo, alarmada. La sangre seca le mantenía cerrado el otro. Se lo restregó, frenética. Cuando consiguió abrir los dos, me miró parpadeando. Tardó un momento en enfocarme y ver quién era. ¿Qué esperaría ver durante los primeros momentos de pánico? Mejor no saberlo.

– ¿Puedes hablar? -le pregunté.

– Sí. -Hablaba en voz baja, pero con claridad.

Quería preguntarle cómo estaba, pero podía imaginarme la respuesta.

– Si puedes acercarte y desatarme, conseguiré que salgamos de aquí.

Me miró como si me hubiera vuelto loca.

– No podemos. Harold nos matará. -Hablaba con una convicción absoluta.

– No me gusta darme por vencida. Desátame y ya se me ocurrirá algo.

– Si te ayudo, me hará daño.

– Tiene intención de usarte de sacrificio para levantar a su antepasado. ¿Crees que puede hacerte mucho más daño?