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Cogí la pistola de Tommy con la mano derecha.

– Necesito tener esta mano libre, así que agárrate bien. -Wanda asintió. Estaba muy pálida, y el corazón le latía a toda velocidad. Le notaba el pulso en las costillas-. Saldremos de esta.

– Sí, claro -dijo con voz temblorosa. No sé si me creyó. Tampoco sé si yo misma me creí.

Wanda abrió la puerta y salimos.

TREINTA Y SIETE

El pasillo era tal como lo recordaba: largo, despejado y con dos esquinas al final. No se veía qué había a los lados.

– ¿A la izquierda o a la derecha? -le pregunté a Wanda en voz baja.

– No sé. Esta casa es un laberinto. Creo que a la derecha.

Torcimos a la derecha, porque por algún lado teníamos que ir. Lo último que debíamos hacer era quedarnos cruzadas de brazos esperando a que volviera Gaynor.

Oímos unos pasos a nuestra espalda. Empecé a girarme, pero el peso de Wanda me ralentizaba. El disparo resonó en el pasillo, y noté un golpe en el brazo con el que sujetaba a Wanda por la cintura. Las dos caímos al suelo.

Acabé de espaldas, con el brazo izquierdo atrapado bajo el cuerpo de la mujer. Había perdido la sensación en él.

Cicely estaba al final del pasillo, con una pistola de calibre pequeño en las manos y las piernas interminables separadas. Parecía saber lo que se hacía.

Levanté la 357 y la apunté, aún con la espalda en el suelo. La explosión de sonido me ensordeció, y el retroceso me lanzó el brazo hacia arriba. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para evitar que se me cayera el arma. Si hubiera tenido que disparar por segunda vez, no habría tenido tiempo. Pero no hizo falta.

Cicely se había desmoronado en mitad del pasillo, con la parte delantera de la blusa pringada de sangre. Estaba inmóvil, pero eso no significaba nada. Seguía agarrando la pistola firmemente, aunque con una sola mano. Quizá estuviera haciéndose la muerta, dispuesta a pegarme un tiro en cuanto empezáramos a alejarnos. Tenía que asegurarme.

– ¿Puedes quitarte de encima?

Wanda no dijo nada, pero se incorporó y conseguí verme el brazo. Aún lo tenía en su sitio. Bien. Estaba sangrando, y la insensibilidad cedía el paso a una punzada de dolor intenso. Me gustaba más cuando no notaba nada.

Hice lo posible por no prestarle atención mientras me levantaba y caminaba hacia Cicely, apuntándola con la Magnum y dispuesta a volver a disparar al menor movimiento. La minifalda se le había subido, mostrando un liguero negro y unas bragas a juego. Pobre, qué postura más indigna.

Me incliné sobre ella para examinarla y vi que no podría moverse, al menos por sí misma: tenía la blusa de seda empapada de sangre, y un agujero por el que podría meter el puño en mitad del pecho. Estaba muy, muy muerta.

Por si acaso, aparté la pistola del 22 de una patada; cuando hay vudú de por medio, nunca se sabe. He visto levantarse a gente con heridas peores. Pero Cicely siguió tumbada en su charco de sangre.

Había tenido suerte de que le gustaran las pistolas para nenas; si me hubiera disparado con un arma de más calibre, me habría arrancado el brazo. Me guardé su pistola en la parte delantera de los pantalones, porque no sabía qué otra cosa hacer con ella, pero antes le puse el seguro.

Era la primera vez que me pegaban un tiro. Me habían mordido, apuñalado, golpeado y quemado, pero no me habían disparado hasta entonces. Lo que me asustaba era que no podía saber hasta qué punto sería grave. Volví con Wanda, que estaba muy pálida y con los ojos marrones muy abiertos.

– ¿Está muerta? -me preguntó. Asentí-. Te sale mucha sangre. -Se arrancó un jirón de la falda-. Será mejor que te haga un torniquete.

Me arrodillé para que Wanda me anudara la tira de tela multicolor por encima de la herida. Antes me limpió la sangre con otro trozo de falda, y vi que no tenía tan mala pinta. Si no fuera por lo que sangraba, parecería un arañazo.

– Creo que sólo me ha rozado -dije. Era una simple herida superficial. Me ardía y, a la vez, la notaba muy fría. Puede que el frío se debiera a la impresión. ¿Iba a entrar en shock por un simple arañazo de bala? Ni de coña.

– Tenemos que salir de aquí. Seguro que los disparos atraen a Bruno.

Me alegré de notar dolor en el brazo: significaba que había recuperado la sensación y que podía moverlo. El brazo protestó cuando agarré a Wanda por la cintura, pero no tenía otra forma de transportarla y seguir teniendo libre la mano de la pistola.

– Vamos hacia la izquierda -dijo Wanda-. Puede que Cicely entrara por ahí.

Tenía su lógica. Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia el cadáver de Cicely.

Seguía tumbada, con los ojos azules increíblemente abiertos. Los muertos recientes no suelen tener cara de espanto; es más de sorpresa que de otra cosa, como si la muerte los hubiera pillado desprevenidos.

Wanda miró hacia abajo cuando pasamos a su lado. -Nunca creí que fuera a morir antes que yo. Al doblar la esquina nos encontramos cara a cara con el monstruo de Dominga.

TREINTA Y OCHO

El monstruo estaba en mitad de un pasillo estrecho que probablemente recorría toda la parte trasera de la casa. Una pared estaba llena de ventanas con vidriera dividida por las que se veía el cielo nocturno, y en mitad del pasillo había una puerta que daba al exterior. El único obstáculo del camino a la libertad era el bicho.

Casi nada.

La montaña de trozos de cadáver se arrastró hacia nosotras trabajosamente. Wanda gritó; no podía culparla. Levanté la Magnum y apunté a la cara humana del centro. El ruido del disparo fue atronador.

La cara estalló como un aspersor de sangre, carne y huesos, pero el olor fue peor aún. Me sentía como si me hubieran metido un trozo de piel podrida por la garganta, con pelos y todo. Las bocas gritaron como un animal herido, pero la cosa siguió avanzando. Parecía desconcertada. Me pregunté si me habría cargado el cerebro dominante, en caso de que lo hubiera. A saber.

Disparé tres veces más y volé otras tantas cabezas. El pasillo estaba lleno de sesos, sangre y cosas peores. El monstruo seguía reptando hacia nosotras.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo se oyó un clic. Lancé la pistola descargada contra el bicho, que la desvió con una zarpa. No me tomé la molestia de sacar el arma de Cicely; si una Magnum no detenía al monstruo, ¿qué podría hacer con un 22?

Empezamos a retroceder; no podíamos hacer otra cosa. El monstruo se nos acercaba, con el mismo sonido húmedo y viscoso que habíamos oído Manny y yo en el sótano de Dominga. Aquello era lo que tenía enjaulado.

Los trozos de piel humana y animal estaban unidos limpiamente, sin costurones a lo Frankenstein ni nada parecido. Era como si se hubieran derretido y se hubieran fundido entre ellos.

Tropecé con el cadáver de Cicely. Estaba tan concentrada en el monstruo que había dejado de mirar por dónde pisaba. Caímos al suelo, y Wanda gritó.

El monstruo nos alcanzó, y unas manos contrahechas me cogieron por los tobillos. Me defendí a patadas mientras intentaba encaramarme al cadáver de Cicely para apartarme de aquello. Una zarpa se me clavó en los vaqueros y tiró de mí; creo que yo también grité entonces. Lo que había sido una mano de hombre me aferró el tobillo.

Me agarré al cuerpo de Cicely, que seguía caliente. El monstruo nos arrastró a las dos sin inmutarse por el peso adicional. Extendí las manos en el suelo vacío; no tenía nada a lo que aferrarme.

Volví la cabeza para mirar al monstruo, lleno de bocas podridas que intentaban morderme con avidez. Dientes rotos y manchados, lenguas descoloridas que parecían serpientes pútridas… Virgen santa.

Wanda me cogió por el brazo, intentando sujetarme, pero sin piernas con las que hacer fuerza sólo consiguió que la cosa también la arrastrara.

– ¡Suelta! -le dije.