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– ¡Anita! -gritó ella mientras me soltaba.

– ¡No! ¡Quieto! ¡Quieto! -grité hacia el monstruo con todas mis fuerzas, aunque más para canalizar el poder que para subir la voz. A fin de cuentas, sólo era un zombi, y si no había recibido órdenes precisas, me obedecería. Era un zombi más y sólo eso: nuestra supervivencia dependía de mi convicción-. ¡Para ahora mismo! -Estaba al borde de la histeria, a punto de ponerme a berrear sin control. Pero el monstruo se detuvo, justo cuando iba a llevarse mi pie a una de las bocas inferiores, y me miró expectante con su colección de ojos. Tragué saliva e intenté hablar con calma, aunque al zombi le daría igual-. Suéltame.

Me soltó.

Con un nudo en la garganta, me tumbé en el suelo mientras recordaba cómo se hacía eso de respirar. Cuando levanté la vista, el monstruo seguía allí, esperando a que le diera más órdenes, como un buen zombi.

– Quédate aquí y no te muevas -le dije.

Me miró fijamente, con la obediencia de los muertos. Se quedaría allí hasta que alguien le diera una orden que refutara la mía. Menos mal que todos los zombis son iguales.

– ¿Qué pasa? -preguntó Wanda, con la voz distorsionada por los sollozos. Estaba a punto de desmoronarse.

– No pasa nada -dije mientras me arrastraba hacia ella-. Ya te lo explicaré después; ahora no tenemos tiempo que perder. Tenemos que salir de aquí.

Wanda asintió. Las lágrimas le corrían por la cara magullada.

La ayudé a incorporarse una vez más y caminamos a duras penas hacia el monstruo. Wanda intentó apartarse, y el tirón me castigó el brazo herido.

– No pasa nada. Si nos damos prisa, no nos hará daño.

No sabía dónde andaría Dominga, y no me apetecía que le diera órdenes nuevas al bicho mientras estábamos cerca de él. Pasamos tan deprisa como pudimos, pegadas a la pared, mientras los ojos de la espalda de aquella cosa, si se podía decir que tuviera espalda, seguían nuestros movimientos. El hedor de las heridas abiertas era insoportable, pero ¿qué son unas náuseas entre amigos?

Wanda abrió la puerta que conducía al mundo exterior, y un viento tórrido nos echó el pelo contra la cara. Una sensación maravillosa.

No entendía por qué no habían acudido al rescate Gaynor y los demás; era imposible que no hubieran oído los disparos y los gritos. Como mínimo, los disparos tenían que haber atraído a alguien.

Bajamos a trompicones la escalinata de piedra y llegamos a un camino de grava. Escudriñé en la oscuridad y pude ver las colinas cubiertas de hierba alta y las lápidas descuidadas del cementerio Burrell. Estábamos en la casa del guarda. No quería pensar qué habría hecho Gaynor con él.

Estaba llevando a Wanda a la salida del cementerio, en dirección a la carretera, cuando me detuve en seco. Acababa de averiguar por qué no había acudido nadie.

El cielo negrísimo estaba tachonado de estrellas, tan numerosas que daba la impresión de que se podían pescar con red, tan intensas que opacaban el brillo de la luna. Un viento cálido recorrió el cementerio, y noté que me aferraba como si tuviera manos. Tiraba de mí. Dominga Salvador había terminado de realizar el hechizo. Me quedé mirando las hileras de tumbas y supe que tenía que ir en su busca. Tal como el zombi me había obedecido, yo tenía que obedecerla a ella. No había forma de evitarlo, ni un resquicio de esperanza. Así de fácil había sido pillarme.

TREINTA Y NUEVE

Me quedé inmóvil en el camino de grava. Wanda se agitó entre mis brazos y se volvió para mirarme, con la cara enormemente pálida a la luz de las estrellas. ¿Estaría yo igual de pálida? ¿Se me notaría la conmoción en la cara? Intenté dar un paso al frente para poner a salvo a Wanda, pero no pude. Me esforcé hasta que me temblaron las piernas, pero era incapaz de seguir.

– ¿Qué pasa? -preguntó Wanda-. Tenemos que salir antes de que vuelva Gaynor.

– Ya lo sé.

– Entonces, ¿qué haces?

Tragué saliva, y fue como si también estuviera tragando algo frío y duro. El corazón me golpeaba en el pecho.

– No puedo irme.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó con un atisbo de histeria.

Histeria; buena idea. Me prometí un ataque de nervios completo si conseguíamos salir con vida, si lograba librarme de aquello. Estaba luchando contra algo que no podía ver ni tocar, pero que no me soltaba. Si no dejaba de resistirme, mis piernas acabarían por ceder, y ya teníamos bastantes problemas en ese apartado. Ya que no era capaz de avanzar, tal vez si retrocediera…

Di un paso atrás y luego otro. Sí, eso podía hacerlo.

– ¿Adonde vas? -preguntó Wanda.

– Al cementerio.

– Pero ¿por qué?

Era una buena pregunta, aunque no estaba segura de poder darle a Wanda una respuesta que pudiera entender, si no lo entendía ni yo. ¿Qué podía decirle? No conseguía marcharme, pero no sabía si tenía que volver con ella, o si el hechizo me permitiría dejarla donde estaba.

Decidí hacer la prueba. La dejé en la gravilla sin ningún esfuerzo. Uf, aún tenía elección en algo.

– ¿Por qué me dejas? -Se aferró a mí, aterrorizada. Yo también los tenía de corbata.

– Intenta llegar a la carretera.

– ¿Arrastrándome con las manos?

Razón no le faltaba, pero ¿qué podía hacer?

– ¿Sabes usar una pistola?

– No.

¿Debería dejársela, o debería llevármela por si se presentaba la oportunidad de cargarme a Dominga? Si el hechizo funcionaba de forma parecida al control de un zombi, podría matarla, salvo que me lo prohibiera expresamente; aún tenía voluntad propia, o algo parecido. En cuanto me tuvieran en su poder enviarían a alguien a buscar a Wanda, porque ella era el sacrificio.

Le di la pistola de Cicely y le quité el seguro.

– Está cargada y lista para disparar. Como no sabes nada de armas, mantenía escondida hasta tener a Enzo o a Bruno justo encima, y dispara a bocajarro. Así es imposible que falles.

– ¿Por qué me dejas sola?

– Porque me han hechizado.

– ¿Qué quieres decir? -Abrió los ojos desmesuradamente.

– Me ordenan que vaya con ellos, y me prohíben alejarme.

– Joder.

– Ya. -La miré con un intento de sonrisa despreocupada. Mentira cochina-. Intentaré volver a buscarte.

Se quedó mirándome como si fuera una niña y sus padres la hubieran dejado a oscuras antes de que se marcharan los monstruos. Aferró la pistola con las dos manos y no dejó de mirarme mientras me alejaba.

La hierba larga y seca me rozaba los vaqueros. El viento la agitaba, formando olas. Las lápidas sobresalían aquí y allá, como si fueran las aletas de monstruos marinos. No necesitaba pensar adonde iba; mis pies parecían saberlo de sobra.

¿Sería así como se sentían los zombis cuando los convocaban? No; para que los zombis obedezcan, tienen que oír las órdenes. No es posible llamarlos a distancia.

Dominga Salvador estaba en la cima de una colina, con la silueta recortada contra la luna. Aún era de noche, pero ya quedaba poco; pronto amanecería. Aunque la oscuridad seguía siendo absoluta, el viento cálido ya estaba impregnado del aroma del amanecer.

Si resistía hasta que clarease, ya no podría levantar al zombi, y quizá, de paso, se desvaneciera el hechizo de instigación. Aunque no confiaba en tener tanta suerte.

Dominga ocupaba el centro de un círculo oscuro, y tenía un gallo muerto a los pies. Ya había trazado un círculo de poder; lo único que tenía que hacer yo era entrar en él y sacrificar a un ser humano. Por encima de mi cadáver, si era necesario.

Harold Gaynor estaba en su silla de ruedas eléctrica, fuera del círculo, a salvo. Enzo y Bruno estaban con él, también a salvo. Sólo Dominga se había atrevido a entrar.

– ¿Dónde está Wanda? -me preguntó.

Intenté mentir, decirle que la había puesto a salvo, pero mis labios dijeron la verdad sin que pudiera evitarlo.

– En el camino de la casa a la carretera.