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Wanda, tirada en la hierba y rebozada de sangre ajena, tenía un ataque de histeria.

– ¡Por favor! -gritaba-. No me mates, por favor, no me mates.

No necesitaba matarla. Dominga me había ordenado que me empezara a reanimar, y pensaba hacer justamente eso.

Los sacrificios de animales no provocan una sensación tan potente. Sentía un cosquilleo en todo el cuerpo, y el poder ascendía de la tierra y se concentraba en mí. Pero no abarcaba sólo la tumba rodeada por el círculo; tenía demasiado poder para un solo muerto, para un puñado de muertos. Se extendía a mi alrededor como las ondas por el agua, cada vez más lejos. Percibí todas y cada una de las tumbas que había recorrido cuando visité el cementerio con Dolph, excepto las de los fantasmas, porque la nigromancia no funciona cuando quedan vestigios de alma.

Era consciente de todas las tumbas, de todos los cadáveres. Notaba cómo se recomponían el polvo y los huesos, cómo volvían a la vida.

– Muertos que oigáis mi llamada, levantad de la tumba. Levantad y quedad a mi servicio.

En circunstancias normales no habría podido reanimar ni siquiera a uno sin mencionar su nombre, pero no podían resistirse al poder de dos sacrificios humanos.

Los cadáveres empezaron a alzarse, como nadadores que surgieran del agua. El suelo se agitó bajo mis pies.

– ¿Qué haces? -preguntó Dominga.

– Reanimar. Ya he empezado.

Puede que me lo notara en la voz, o puede que lo presintiera. En cualquier caso, empezó a correr hacia el círculo, pero no llegó a tiempo.

Unas manos brotaron de la tierra, sujetaron a Dominga por los tobillos y la derribaron entre los marojos. La perdí de vista, pero seguía controlando a los zombis.

– Matadla -les ordené.

La hierba se agitó y pareció hincharse, mientras el ruido de los músculos arrancados llenaba la noche. Los huesos crujían al romperse, y en medio de aquello se oían los chillidos de Dominga.

Con un último sonido húmedo, espeso y nauseabundo, la mujer dejó de gritar. Me di cuenta de que le habían desgarrado la garganta. La sangre salpicó la hierba como si saliera de un aspersor.

El hechizo se desvaneció, pero ya no necesitaba que me instigaran; el poder se había adueñado de mí, y lo remonté como un ave llevada por el viento. Me sujetaba, me permitía alzarme. Me hacía sentir muy sólida y a la vez liviana como el aire.

La tierra seca de la tumba sobre la que me encontraba se resquebrajó, y de la grieta salió una mano cadavérica, y después, otra. El zombi se abrió paso hasta la superficie. La apertura de otras tumbas antiguas rasgó el silencio de la noche. Tal como quería Gaynor, su antepasado se había levantado.

Gaynor seguía en la silla de ruedas, rodeado de muertos en la cima de la colina. Docenas de zombis en distintos estadios de descomposición se arremolinaban a su alrededor, pero aún no les había dado la orden. No le harían daño si no se lo pedía.

– Pregúntale dónde está el tesoro -gritó Gaynor.

Me volví hacia él, y todos los zombis me imitaron, pero no entendió lo que sucedía. Como muchos millonarios, confundía el dinero con el poder. Y no, resulta que no son lo mismo.

– Matad a Harold Gaynor -dije en voz suficientemente alta para que el viento no se llevara mis palabras.

– Te pagaré un millón de dólares por haberlo levantado, da igual que encuentre el tesoro o no -dijo Gaynor.

– No quiero tu dinero.

Los zombis avanzaban desde todos los lados, lentamente, con las manos extendidas, como en cualquier película de terror al uso. Y es que, mirad qué cosas, los de Hollywood aciertan a veces.

– ¡Dos millones! ¡Tres! -La voz le temblaba por el miedo; había presenciado la muerte de Dominga desde una localidad mejor que la mía, y sabía qué le esperaba-. ¡Cuatro millones!

– No es bastante -dije.

– ¿Cuánto? -gritó-. ¡Pide lo que quieras!

Lo había perdido de vista; los zombis me lo tapaban.

– No quiero dinero, Gaynor. Me basta con tu muerte.

Empezó a emitir gritos inarticulados. Pude notar las manos que lo desgarraban, los dientes que se le hundían en la carne.

– No le hagas nada, por favor. -Las manos de Wanda me agarraron las piernas.

Me quedé mirándola. Recordé el osito de peluche cubierto de sangre de Benjamin Reynolds, la mano con el estúpido anillo de plástico, la habitación ensangrentada, la manta de bebé.

– Merece morir -dije con una voz distante que pareció reverberar. No se parecía en nada a mi voz.

– No puedes matarlo por las buenas -dijo Wanda.

– Huy que no.

Intentó trepar por mi cuerpo, pero la traicionaron las piernas y cayó a mis pies, sollozando.

No entendía cómo podía suplicar por su vida después de lo que le había hecho. Por amor, supongo. Al final iba a resultar que lo quería de verdad, y puede que aquello fuera lo más triste de todo.

Cuando Gaynor murió, lo supe. Los muertos se detuvieron cuando casi todos tenían en las manos o en la boca un trozo de su cuerpo. Se volvieron hacia mí, en espera de nuevas órdenes. Seguía henchida de poder; ¿me quedaría bastante para ponerlos a descansar a todos? Eso esperaba.

– Volved a las tumbas y yaced en la tierra plácida. Volved, volved.

Se revolvieron como agitados por el viento y, uno a uno, se dirigieron a sus sepulturas. Se tumbaron en la tierra seca y agrietada, y las tumbas se los tragaron enteros, con la magia que las convierte en arenas movedizas. La tierra se estremeció bajo mis pies, como un durmiente que intentara acomodarse mejor.

Había reanimado a varios cadáveres tan antiguos como el del antepasado de Gaynor, y eso significaba que no necesitaba ningún sacrificio humano para alzar a un muerto de trescientos años. Bert se pondría contento. Los sacrificios humanos parecían ser acumulativos: con dos había vaciado un cementerio. No era posible, pero lo había hecho de todas formas. Quién lo iba a decir.

La primera luz del alba despuntó en el horizonte oriental, apaciguando el viento. Wanda estaba acurrucada en la hierba manchada de sangre, llorando. Me arrodillé a su lado.

Cuando la toqué, se apartó bruscamente. Supongo que no podía reprochárselo, pero me molestó de todas formas.

– Tenemos que salir de aquí. Tiene que verte un médico -dije.

– ¿Qué eres? -Levantó la cabeza para mirarme.

Por primera vez, no supe contestar a aquella pregunta. No creía que bastara con decir que era una simple humana.

– Reanimadora -dije al fin.

Siguió mirándome en silencio. Yo tampoco me habría creído. Pero me dejó ayudarla a levantarse; algo es algo.

Sin embargo, no dejó de observarme de reojo. Me consideraba un monstruo más, y quizá tuviera razón.

De repente abrió mucho los ojos y contuvo la respiración.

Me volví muy despacio. ¿Sería otra vez la quimera?

Jean-Claude salió de entre las sombras, y me quedé a cuadros. No me lo esperaba.

– ¿Qué haces aquí? -pregunté.

– Tu poder me ha convocado, ma petite. No ha habido un solo muerto en toda la ciudad que no lo haya percibido. Y esta ciudad es mía, así que he venido a investigar.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Te he visto matar a esos hombres y reanimar a todo el cementerio.

– ¿Y no se te ha ocurrido echarme una mano?

– No necesitabas ayuda. -La luna iluminó débilmente su sonrisa-. Además, ¿no habrías sentido la tentación de triturarme a mí también?

– No es posible que me tengas miedo. -En respuesta, Jean-Claude puso cara de circunstancias-. ¿O es que temes a tu sierva humana? ¿A la pequeña y desvalida moi?

– No es miedo, ma petite; sólo precaución.

Así que me tenía miedo. Casi hacía que toda aquella mierda hubiera valido la pena.

Ayudé a Wanda a bajar la colina; no quería que Jean-Claude la tocara. Pero la pobre tuvo que elegir entre dos monstruos.