CUARENTA
Dominga Salvador no compareció en su juicio, mira tú.
Cuando Dolph se enteró de que Dominga había salido bajo fianza, fue a buscarme a casa, pero se encontró el piso vacío. Después, cuando me preguntó dónde me había metido, no quedó nada convencido con mis evasivas, pero no tuvo más remedio que aceptarlas.
Encontraron la silla de ruedas de Gaynor, pero ni rastro de él. Es uno de esos misterios que se cuentan alrededor de las hogueras: la silla ensangrentada en mitad del cementerio. En la casa del guarda aparecieron fragmentos de cadáveres variados, tanto de animales como de personas: el poder de Dominga había mantenido la cohesión de la quimera, que se deshizo con su muerte. Menos mal. Se barajaba la teoría de que el monstruo hubiera matado a Gaynor, aunque nadie parecía saber de dónde había salido. La policía recurrió a mí en busca de explicaciones para la presencia de los restos, y así fue como supo que habían estado unidos.
Irving estaba empeñado en averiguar qué sabía yo realmente de la desaparición de Gaynor, pero me limité a sonreír y hacerme la enigmática. Estaba seguro de que había tenido algo que ver, pero sólo tenía conjeturas, y hace falta algo más para escribir un reportaje.
Wanda trabaja en un restaurante del centro. Jean-Claude le ofreció trabajo en El Cadáver Alegre, pero ella lo rechazó, y no de buenas maneras. Había ahorrado bastante con su trabajo anterior, y aunque no sé si saldrá adelante, ahora que Gaynor no está, al menos puede intentarlo. Era una adicta cuya droga había muerto; qué mejor rehabilitación.
Cuando se celebró la boda de Catherine, el único rastro de mi herida de bala era una venda en el brazo, pero las magulladuras que tenía en la cara y el cuello habían adquirido un tono amarillo verdoso que se daba de hostias con el vestido rosa. Le ofrecí a Catherine la posibilidad de no participar, y la organizadora de la boda no pudo estar más de acuerdo, pero mi amiga se negó tajantemente. Me maquillaron y tuvimos la fiesta en paz.
Tengo una foto en la que salgo con ese vestido espantoso, abrazada a Catherine. Las dos estamos sonrientes; la amistad tiene esas cosas.
Jean-Claude me mandó una docena de rosas blancas al hospital. En la tarjeta ponía: «Acompáñame al ballet. No como mi sierva, sino como mi invitada».
Pero no fui. Ya tenía bastantes problemas sin necesidad de salir con el amo de la ciudad.
Había realizado sacrificios humanos… y había disfrutado. El recuerdo del subidón de poder se parecía al del sexo doloroso: parte de mí deseaba repetir. Quizá Dominga Salvador estuviera en lo cierto; quizá el poder atrajera a todo el mundo, hasta a mí.
Soy reanimadora y soy la Ejecutora. Pero ahora sé que también soy otra cosa, la que más temía mi abuela materna: soy nigromante. Los muertos son mi especialidad.
LAURELL K. HAMILTON