– Venga aquí dentro -llamó-. Traiga su maleta.
Nikki obedeció. Estaba más tranquila ahora. La eficiencia de Ellery, serena y rápida, su seguridad, estaban actuando como un sedante sobre sus propios nervios. Le observó mientras él se movía silenciosamente, rápidamente, por la habitación. Sus ojos parecían lentes fotográficas, que no perdían detalle.
Por fin se paró delante de ella, y la miró a los ojos con la misma objetividad, sin piedad.
– Dígame todo lo que ha ocurrido. Exactamente lo que hizo desde el momento en que llegó aquí.
Se lo contó; a saltos al principio; luego, ganando confianza, habló con más rapidez. Cuando acabó le tendió el papel en el que había comenzado su historia.
Ellery lo miró y se lo metió en el bolsillo.
– ¡Trampa para una chica! Dio usted justo en el clavo esta vez.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó asustada.
– La yugular de John Braun fue acuchillada -dijo él-. Fue cortada con un cuchillo. No hay modo de salir del dormitorio como no sea por el estudio. No hay forma de salir de este estudio adyacente excepto a través de la puerta del vestíbulo, que estaba cerrada con llave hasta que usted la abrió.
– Eso es cierto -dijo ella débilmente.
– El cuchillo o lo que quiera que se utilizase ha desaparecido. Luego es asesinato; el asesino se llevó el arma con él. Además de Braun usted era la única persona que había en estas habitaciones cuando le mataron. Ahora bien, ¿a qué conclusión llega usted?
– Yo no llego a la conclusión de que le maté y luego me deshice del cuchillo -dijo ella, poniéndose lívida, pero sosteniendo su mirada sin pestañear-. Simplemente porque yo no lo hice, si es eso lo que está pensando.
– Eso es lo que la policía va a creer -dijo él sosegadamente.
– ¿Y mi motivo? -en su tono había ahora ironía e ira, más que miedo-. ¡No había visto a ese hombre en mi vida hasta esta tarde!
– Deje el motivo al fiscal del distrito. Los fiscales de distrito son maravillosos escarbando para encontrar motivos. Puede incluso llegar a sugerir que estaba usted vengando a una amiga.
– ¡Así que es eso lo que usted piensa! -los ojos de ella lanzaban llamas.
– No, eso no es lo que yo pienso. Le estoy diciendo lo que la policía va a pensar. Esa es la forma en que razonaría un detective. Yo soy un escritor, no un detective. Un «gusano» no piensa, porque sabe que los hechos pueden mentir de modo más convincente que las personas. Un «gusano» es el tipo de majadero que deja que le guíen sus instintos. Ahora tiene que salir de aquí antes de que llegue el viejo.
– ¿El viejo?
– El inspector Queen. Viene hacia acá con Barbara Braun y Jim Rogers -Ellery estaba limpiando la superficie de la mesa y los brazos de los sillones con su pañuelo-. ¿Tocó algo además del escritorio y de los sillones?
– No -dijo ella distraída-. Mire, me quedaré y lo explicaré.
– Explicar ¿el qué? Mi querida señorita, usted se va a ir -la agarró de un brazo y la arrastró hacia la puerta-. Venga, deme su maleta.
Rápidamente cruzaron el vestíbulo hacia las escaleras de la parte de atrás del edificio. A mitad del descenso, Ellery Queen se paró a escuchar, y luego siguió con precaución. Al pie de los escalones estaba la puerta de vaivén, que era la entrada de servicio. Se asomó. Al otro lado del paseo de coches había un camino de cemento de unos cincuenta pies de largo que pasaba por una abertura en un seto de boj que llegaba más o menos a la altura del hombro.
– Muy bien -dijo él-. Anda, no corras. Cuando estemos al otro lado del seto agáchate. Sigue por el camino. Sigue hacia la izquierda pegada al seto.
El boj continuaba durante unas cincuenta yardas, y luego el camino estaba bordeado por alheñas hasta llegar al borde del bosque, al norte. Allí acababa el pavimento y seguía un camino de barro a través de una maraña de arbustos y enredaderas. Corrieron a lo largo de él a trote ligero durante bastantes yardas, hasta que llegaron a una carretera de tierra abandonada en la que crecían hierbas. Al oeste descendía a través de un barranco hacia el río, y al este subía una colina en dirección a la avenida Gun Hill. Ellery Queen torció a la derecha y se apresuró hacia el zumbido de tráfico que se oía en la distancia.
Al llegar a la avenida Gun Hill se detuvo y cogió una tarjeta de su cartera. Escribió en ella y se la dio a Nikki.
– Esto -dijo él- es la dirección de mi apartamento. Le he escrito una nota a Annie. Es mi doncella. Cuidará de ti hasta que yo llegue. Coge el primer taxi que venga. Y no salgas del apartamento.
– Pero ¿por qué no puedo ir a…?
Ellery la interrumpió bruscamente.
– Es el único lugar donde no irá la policía a buscarte. Lo encontrarás más cómodo que una celda en la cárcel de mujeres.
– Espero que sepas lo que estás haciendo -gimió ella.
Ellery sonrió ceñudo.
– Naturalmente -dijo-. Arriesgándome a compartir una acusación de asesinato contigo. Porque fui lo suficientemente idiota como para meterte en esto.
Nikki se sobresaltó.
– Pero ¿qué vas a hacer? ¿Dónde vas? -preguntó con los ojos muy abiertos.
– Vuelvo a la Casa de Salud.
Echó a correr a grandes zancadas por el viejo camino y desapareció en el bosque.
El arma
De nuevo en la mansión de Braun, Ellery Queen estaba abriendo la puerta que daba al estudio de aquél, cuando escuchó la voz de su padre que venía del piso de abajo. Fue al hueco de la escalera y miró. Una chica de pelo castaño -Barbara, supuso- se encontraba en brazos de su llorosa madre.
– ¡Oh, querida, querida! -decía la señora Braun con voz entrecortada y sollozando-. Soy tan feliz, querida.
Mucho más alto que el inspector, el sargento Velie estaba al lado de la puerta, retorciendo su sombrero gris y sonriendo benévolamente. «Velie Papá Noel», pensó Ellery.
El inspector carraspeó.
– Señora Braun, prometí a su hija que si volvía a casa yo hablaría con su padre y trataría de resolver sus diferencias.
– ¡Oh!, gracias, inspector Queen. ¡Gracias! -soltó a Barbara, reacia a hacerlo-. Parece horrible introducir extraños en nuestras vidas privadas, pero el señor Braun está tan enfermo, es tan testarudo.
– Será mejor que le vea yo solo -dijo, el inspector.
– ¡Oh!, sí, claro. Está en sus habitaciones, en el primer piso. Segunda puerta a la derecha. Verá su nombre en la puerta. Le estoy tan agradecida, inspector. ¿Cómo podré darle las gracias?
Ellery Queen volvió sin hacer ruido al estudio de Braun. Se estaba sentando en el gran escritorio, cuando llamaron a la puerta.
– Adelante.
La puerta se abrió.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó el inspector-. ¿Moneda falsa?
– Esperándole, señor -dijo Ellery con respeto-. Me dijiste por teléfono que venías para acá.
– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? -gruñó el inspector-. Vine a ver a John Braun.
– Nadie puede verle.
– ¡Más vale que conmigo sí hable! ¡Conmigo sí que hablará!
– ¿Degollado?
– ¿Qué quieres decir? -preguntó débilmente el inspector.
– Degollado, papá -Ellery se levantó del escritorio-. La yugular. Braun está más muerto que una piedra. Ahí dentro -señaló el dormitorio.
– Santo cielo -dijo el inspector Queen y se dirigió hacia la puerta.
Durante unos momentos se quedó mirando el cuerpo de Braun, y luego echó una rápida mirada por la habitación.
– ¿No hay armas?
– No. Estaba exactamente de este modo cuando lo encontré.
– Asesinato -dijo el inspector.
– Eso parece, papá.