– No, señor. Frecuentemente debo abandonar mi escritorio. Por entonces la señora Braun me llamó.
Ellery Queen estaba en tensión. Continuó mirando por la ventana. Se preguntaba cuánto tiempo seguiría el viejo esa pista.
– ¿Qué quería la señora Braun?
– Me quería decir que nadie debía molestar al señor Braun. Es horrible, señor ¿Fue apuñalado?
– Apuñalado, no. Su yugular fue cortada por un cuchillo u otro instrumento afilado.
– ¡Oh! -dijo ella retrocediendo. Miró a la superficie del escritorio y luego dio un paso hacia él-. Ha desaparecido -dijo-. ¿Es eso lo que utilizaron?
– ¿El qué?
– El cortapapeles.
– ¿Qué cortapapeles?
– El que el señor Braun tenía siempre sobre el escritorio. Siempre abría su correspondencia con él.
– ¿Cómo era?
– Era pequeño, señor, y muy afilado. El mango estaba engarzado en brillantes. Era veneciano o florentino o algo así; italiano en todo caso. A lo mejor está en el cajón. Cuando oí que había sido apuñalado, yo…
– No, no está en el cajón, señorita Norris. Gracias. Ha sido usted de una gran ayuda.
– Velie -dijo el inspector cuando ella se hubo ido-, vaya y pregunte a la señora Braun si recuerda haber visto un cortapapeles cuando ella y los otros estuvieron aquí esta tarde. Y luego telefonee a la comisaría. Mande una orden para que se busque a esa Nikki Porter.
– Papá -Ellery Queen llamó desde la ventana cuando el sargento dejó la habitación-, ven aquí. Mira esto.
El inspector se dirigió hacia Ellery.
A unas doscientas yardas hacia el noroeste, cerca del borde del bosque, Amos estaba cavando diligentemente un agujero en la tierra. De pie dentro de él, con sólo la parte superior de su cuerpo visible, estaba arrojando paletada tras paletada de tierra oscura al montón del otro lado.
– Bien, ¿qué crees que se propone ése? -preguntó el inspector.
– O, mejor, ¿qué hace ahí abajo? [5] -dijo Ellery-. Vamos a verlo.
– Muy bien -dijo el inspector Queen.
– Eh, usted, ¿cómo se llama? -preguntó el inspector cuando llegaron al agujero que estaba excavando Amos.
El viejo harapiento no levantó la vista. Una paletada de tierra cayó sobre el montón que cada vez se hacía más grande. El cuervo se fue de su hombro, aleteando ruidosamente. Se posó sobre la rama de un plátano y graznó broncamente.
– Amos -dijo el viejo.
– ¿Trabaja usted aquí?
– Un hombre no puede vivir sin trabajo -murmuró Amos, todavía ocupado con su apaleo.
– Kra-caw -graznó el cuervo por encima de sus cabezas.
– ¿Es suyo ese canario negro? -preguntó Ellery Queen.
– José es mi amigo, mi único amigo. Mi único amigo es José.
Una paletada de tierra aterrizó al lado de los pies de Ellery. Vio que algo amarillo sobresalía de ella y, agachándose, recogió un trozo de piedra rota.
– ¿Sabe usted que el señor Braun ha muerto? -preguntó el inspector.
– Todas las cosas deben perecer y pasar, perecer y pasar, perecer y pasar -canturreó Amos.
Ellery tiró el fragmento de piedra amarilla al tronco del plátano.
– ¿Para qué está usted haciendo este agujero tan grande? -preguntó.
– Estoy cavando una tumba.
– La tumba ¿de quién?
– La tierra es mi madre.
El inspector Queen hizo una seña a Ellery; parecía enojado.
Mientras caminaban otra vez hacia la casa dijo:
– Ese viejo es excéntrico, pero dudo que esté tan loco como nos quiere hacer creer. Es mejor que le vigilemos.
Ellery Queen miró hacia atrás por encima del hombro. El cuervo había descendido al césped bajo el plátano y estaba picoteando el trozo de piedra rota.
El sargento Velie se acercó a grandes pasos.
– Dice que el cortapapeles estaba sobre el escritorio cuando dejaron a Braun esta tarde, seguro, seguro -anunció excitado-. Si quiere mi opinión, la chica lo hizo.
– ¿La señora Braun está segura? -preguntó el inspector.
– Desde luego que lo está. Braun lo tuvo en la mano todo el tiempo que les estuvo hablando, según dice.
– ¿Dio a los hombres del depósito la orden de levantamiento?
– Por supuesto, inspector. Les dije que podían llevárselo.
Como si quisiesen confirmar las palabras del sargento, salieron dos hombres de la casa llevando la camilla con su carga envuelta en una sábana y lo metieron en la parte de atrás de la camioneta del depósito.
– Allá va, los pies por delante. Más trabajo para Prouty, el vago payaso -Velie sonrió.
– Bien, hijo -dijo el inspector Queen mientras la ambulancia se alejaba-. Me vuelvo a la comisaría con Velie. No iré a casa a cenar. Díselo a Annie, Ellery, por favor.
– ¿Vas a dirigir la caza de la señorita Porter? -preguntó Ellery Queen.
– Exacto. La tendremos antes de mañana, si no me equivoco.
Velie abrió la puerta del coche de policía para el inspector, y luego se estrujó detrás del volante, agarrándolo con sus corpulentas manos. Su zapato de la talla doce y medio pisó el starter.
– Cuando se trata de encontrar a la señorita Porter eres muy bueno, Ellery -sonrió a través de la ventanilla-. ¿Por qué no lo intentas otra vez?
– Dejad de burlaros de mí, chicos -dijo Ellery con voz de súplica-. Sé cuándo me la han pegado.
– Bueno, no vuelvas a coger otra vez a la chica que no es -sonrió el inspector-. ¡La próxima vez puede ser una mujer casada con un marido severo!
Ellery no contestó. Se fue a su propio coche y entró en él. Se formaron arrugas en su frente.
Era un idiota. Cualquiera con medio ojo se daría cuenta de que tenía que ser Nikki. Todos los pedacitos de evidencia gritaban que ella tenía que haberle matado. No había ningún panel secreto, ninguna puerta oculta, ninguna forma en absoluto de salir de la habitación excepto a través de la puerta cerrada con llave que comunicaba el vestíbulo con el estudio. Pero él había mirado dentro de sus ojos, ojos oscuros y aterrados, ojos inocentes. Malditos ojos. Esos ojos que le habían hecho comportarse como un idiota. Bueno, ya estaba dentro, dentro hasta el cuello. Y tendría que probar que lo imposible era posible. Eso era todo. Algo tan simple como eso. Tenía que descubrir quién mató a John Braun y cómo. El cómo era más o menos del tamaño del anuncio luminoso de Wrigley en Times Square.
Y tenía que darse prisa. Si su padre descubría a Nikki en su apartamento…
– Señor Ellery Queen -dijo mientras el coche empezaba a correr-, eres un imbécil. A lo mejor una mula te dio una patada en la cabeza el día que naciste.
– Kra-caw -el grito del cuervo llegó burlón desde la lejanía-. Kra-caw.
Sancta sanctórum
Eran más de las cuatro cuando Nikki Porter hizo sonar el timbre del apartamento de Queen, en la calle Ochenta y Siete Oeste. Annie, de pelo gris y ojos brillantes, la veterana cocinera, doncella y factótum que gobernaba la casa de los Queen, abrió la puerta y la observó minuciosamente.
– El señor Queen dijo que debía esperarle -dijo Nikki. Annie se aclaró la garganta.
– El señor Ellery Queen, ¿supongo? -miró a Nikki de arriba abajo.
– Sí -Nikki se sonrojó y le entregó la tarjeta de Ellery.
– Entre -dijo Annie con resignación-. El señor Ellery dice «en su estudio» -Annie frunció los labios mientras cerraba la puerta.
Exactamente junto al recibidor había una gran sala de estar. Era alegre, pero exageradamente inmaculada. Todo estaba no sólo en su debido lugar, sino que parecía que te retaba a moverlo. Los ceniceros relucían como si nunca se hubiesen usado y como si se fuesen a ofender si se apagaba un cigarrillo en ellos. La superficie brillante de la mesa, donde había una lámpara de lectura de tipo antiguo, rechazaba el polvo. La inmaculada alfombra de colores rosa y marrón-gris podía ser un anuncio de aspiradores. Enfrente del diván tapizado en quimón, cuyos almohadones había mullido y luego estirado Annie, se encontraba la puerta que daba al dormitorio del inspector Queen. Justo detrás del diván una puerta en arco de hojas correderas daba al comedor. Más allá se encontraba la despensa, de donde venía el zumbido de un frigorífico eléctrico y la cocina. De la cocina, una segunda puerta daba a un estrecho vestíbulo, por el que Annie llevó a Nikki Porter. Al pasar, Nikki tuvo una visión de una fila de brillantes cazos y sartenes de aluminio.