Al final del vestíbulo estaba el estudio de Ellery Queen. Nikki entró en él y emitió un sonido entrecortado.
La habitación se encontraba en un estado de desorden apabullante. El olor a tabaco rancio era sofocante. La mesa, situada al lado de la ventana, estaba cubierta de manuscritos, revistas, periódicos, ceniceros a medio llenar, lápices, gomas, pipas, paquetes arrugados de cigarrillos, una corbata hecha un acordeón, una zapatilla, tres campanillas de trineo y una de elefante, tres corchos puestos, milagrosamente, uno encima del otro e inclinándose como la Torre de Pisa y una máquina de escribir.
Annie pareció humillada.
– El señor Ellery no deja que nadie toque nada en esta habitación -arrugó la nariz y luego, yendo a la ventana, la abrió-. Quizá estará mejor con un poquito de aire, pero nunca se aireará como es debido con todas estas cosas en medio -miró con resentimiento los ceniceros rebosantes-. No deja que se los vacíe. Cuando se salen los vacía en ese tiesto de la esquina -indicó una larga jardinera azul, en la que había dos bastones, una barra de cortina, un trozo de cañería de plomo (un recuerdo de algún caso de asesinato resuelto hacía mucho tiempo) y algunas cestitas de mimbre para gatos. Fue hacia el dormitorio y lo cerró. Por lo menos, implicaban sus modales, los ojos de esta intrusa no profanarían el sancta sanctórum más interno del señor Ellery. Cogió un libro de un estante y se lo ofreció a Nikki.
– Si quiere leer algo mientras espera, éste es el último del señor Ellery -anunció con orgullo-. Y si necesita algo más, llámeme.
– Gracias -dijo Nikki.
De pronto, Annie se inclinó sobre ella; había desaparecido el rencor, tenía los ojos brillantes.
– No hay nada que me guste más que un buen asesinato. ¿A usted no, señorita?
Nikki parpadeó.
– Un asesinato verdaderamente bueno. ¿A usted no? -insistió Annie.
– ¡Oh! Oh, sí. Sí que me gustan.
– Sin embargo, yo nunca puedo imaginar quién fue el que lo hizo. Y le apuesto a que usted no adivina éste tampoco -dijo Annie, señalando el libro con la cabeza-. Bueno, tengo que hacer en la casa -se excusó, saliendo de la habitación.
Nikki miró a su alrededor. Evidentemente, Ellery Queen no era un buen tirador en lo que se refería a arrojar trocitos de papel arrugados a la papelera. La papelera, situada debajo del escritorio, estaba rodeada de ellos. Frente a la mesa había una silla tipo Morris, con la barra de latón en el último diente, de modo que el respaldo estaba inclinado hasta el máximo posible. Su posición sugería que el señor Queen estaba acostumbrado a sentarse en ella con los pies sobre el escritorio. Sobre el brazo plano de la silla había una curiosa colección de pequeños objetos blancos. Según parecía había estado cortando sus limpiadores de pipa y retorciendo los trocitos para hacer pequeñas figuras. La que ella cogió era un reno. También había un mono, un canguro, un elefante, un cerdo. Las tijeras asomaban por debajo de la máquina de escribir. Volvió a dejar el reno entre el resto del rebaño y sacudió la cabeza.
¡Así era como perdía el tiempo el señor Ellery Queen! Y según parecía, simplemente había echado a un lado las cosas de la mesa para hacer sitio a la máquina de escribir portátil. ¡Qué hombre! ¡Qué criaturas eran los hombres! ¿Cómo podía vivir entre tanto desorden un hombre con una mente como la suya?
Recogió los ceniceros y los llevó a la ventana. Después de mirar para asegurarse de que nadie la observaba, los vació rápidamente por el patio.
De un diván situado entre librerías quitó un sombrero de fieltro muy usado y se sentó, con el libro abierto en el regazo.
Bostezó y leyó la página del título.
– ¡Qué hombre! ¡Qué hombre!
El asesinato de John Braun parecía muy lejano.
A las siete y cuarto, Ellery Queen apareció en el apartamento.
– Annie -llamó-. ¡Hermosa Annabel Lee!
Annie apareció por el vestíbulo.
– Así que es usted, ¿eh, señor Ellery? ¡Vaya saludo el suyo!
– ¿Qué ocurre, Annie? -las ventanas de la nariz de Annie se agitaban, eso quería decir que estaba enfadada-. ¿Está aquí la señorita Porter?
– Llevé a la joven a su guarida, como usted dijo. Y vaya un saludo. ¿No iba a llamarme para que pudiese poner el asado si venía usted a casa? ¿Cree que puedo poner el asado a esta hora? Tendrá que comer bacón y huevos ahora. ¿Y qué dirá el inspector? «Annie está loca», dirá. ¡Vaya un saludo!
Ellery Queen sonrió.
– Papá no va a venir a casa, Annie, y yo también ceno fuera.
– Ah, con que va a cenar fuera, ¿eh? Y yo ya he batido y preparado los huevos para revolverlos. Está usted volviéndose muy audaz, por no decir muy aristocrático, así de pronto. «Ceno fuera, Annie», dice usted. Van a dar las ocho y usted llega y dice que va a cenar fuera. ¡Vaya saludo!
– Annie, papá tenía razón.
– ¿Y qué quiere decir con eso, señor Ellery? -preguntó ella.
– Dijo que estaba usted cansada, que tenía demasiado trabajo, que necesitaba unas vacaciones. Insiste en que se tome unas.
– Pero tuve mis vacaciones hace seis meses el sábado que viene -protestó Annie.
– No importa. Papá dice que no debe usted venir mañana por la mañana, ni el otro, ni el siguiente. Tiene que tomarse una semana de vacaciones. Descanse, le hará bien.
– Bueno, la verdad -dijo Annie dudando.
– Esto es una semana por adelantado, Annie. No debe acercarse por aquí antes de una semana. Debe descansar. Necesita un descanso, Annie. ¿Entiende?
– Bueno, la verdad, nunca oí nada parecido -Annie sonreía ahora.
– Fuera de aquí -dijo Ellery Queen-, fuera y largo de aquí.
– Pero los huevos, señor Ellery.
– No se preocupe de los huevos. Yo me encargaré de ellos. ¡Largo!
Cuando, un minuto o dos después, apenas dándole tiempo a Annie de cambiarse de vestido y ponerse el sombrero, la empujó a través de la puerta y cerró ésta, Ellery suspiró con alivio y se encaminó hacia su estudio a través del vestíbulo.
En el hueco de la puerta se paró bruscamente. Con la cabeza apoyada sobre su bata de franela azul, el último libro de él tirado en el suelo a su lado, Nikki Porter estaba tumbada sobre el diván durmiendo profundamente. Su pequeño sombrero de paja color crema, con la punta de una pluma de pavo real saliendo alegremente de debajo de un lazo, le caía sobre un ojo. El otro ojo, rasgado y oscuro, parpadeó al entrar Ellery Queen en la habitación.
– ¡Mi héroe! -ella se sentó-. ¡Ya era hora!
– ¿Cansada? -preguntó él con simpatía.
– ¡Oh, no! -dijo ella amargamente-. Estaba leyendo tu último libro. Me durmió. Podría dormir a un pavo americano una mañana de primavera ¿Qué noticias hay?
– Ninguna. Excepto que se ha dado una alarma para buscar a una cierta Nikki Porter, una impertinente muchacha de ojos castaños con una nariz chata -dijo él suavemente.
– ¡No me extraña! ¡Son casi las siete y media!
– No te extraña ¿qué? -Ellery Queen se tiró sobre la silla Morris y puso las piernas sobre el escritorio. Las cruzó de modo que el tacón de un zapato descansase sobre la punta del otro. Movió el pie de encima de delante hacia atrás, como un péndulo invertido-. No te extraña ¿qué? -repitió lánguidamente.