¿Qué había en el pájaro, se preguntaba Ellery Queen, mirando hacia arriba, que parecía presagiar alguna terrible calamidad? ¿Era su negrura funeraria, su llamada exasperante? La gente supersticiosa le llamaba «el pájaro de mal agüero» y le culpaba de cualquier desgracia imaginable. Sin embargo, era una criatura amistosa -por lo menos ésta lo era-. Por el momento parecía estar tan interesada por Ellery como él lo estaba por ella. Fascinada, estaba mirando la punta de la pluma estilográfica de oro que sobresalía de su bolsillo.
– ¡Eh!, tú, José -Ellery llamó al pájaro-, ¿dónde está el viejo Amos? ¿Por qué no estás sobre su hombro?
Sonrió. Luego su sonrisa se desvaneció de repente.
Era extraño. Era más que extraño. Hacía un momento no salía humo de la chimenea de la casa y ahora salía un chorro negro al cielo azul.
Para deshacerse de un cuerpo se le puede enterrar, o…
Ellery Queen echó a correr hacia la casa.
La puerta de vaivén de la parte de atrás no estaba cerrada. Detrás de una puerta, a la derecha, unos escalones de piedra llevaban a un sótano. Cerró la puerta detrás de él y descendió, cautelosamente, en la oscuridad. Guiándose con los dedos, se mantuvo pegado a la pared.
Vio que venía un resplandor del fondo de una habitación al final de un oscuro vestíbulo. Se acerco rápido y se asomó, cautelosamente, por una esquina.
Sentado en cuclillas delante de la puerta, abierta, de la caldera, estaba el calvo abogado Zachary.
Un fuego crepitaba arrojando un fulgor siniestro sobre su delgada cara. Los cristales de sus quevedos, apoyados sobre su larga nariz, reflejaban la luz, igual que pequeños heliógrafos que enviasen minúsculos destellos en la oscuridad.
Levantó un hurgón y empujó algo más hacia dentro en las llamas. Su boca estaba torcida en una mueca satisfecha, con los labios apretados. Dejó el hurgón. La puerta, de hierro, sonó al cerrarse.
Oscuridad. Silencio.
Entonces chisporroteó una cerilla en la mano de Zachary. Buscando el camino con cuidado, se acerco a Ellery Queen.
Zachary, convertida su blanca cara en una máscara a la débil luz de la cerilla, se acercó todavía más. Pasó de largo. Ahora más deprisa, se apresuró a lo largo del vestíbulo. Sus pies raspaban sobre los escalones de piedra. Hubo una pausa. Aparentemente se había detenido para escuchar. Luego, la puerta de arriba se abrió y se cerró suavemente.
Ellery se arrojó sobre la caldera. Abrió de golpe la puerta de hierro y atisbo dentro. Luego comenzó a sacar rápidamente el contenido llameante de la caldera.
Diez minutos más tarde caminó silenciosamente a lo largo del oscuro vestíbulo y subió los escalones de piedra que daban al piso de arriba. Llevaba debajo del brazo un gran paquete envuelto en tela de yute. Despedía un olor nauseabundo.
Salió por la puerta de vaivén hacia su coche; que había aparcado cerca de la entrada de servicio; abrió el maletero, colocó el paquete dentro, cerró con llave y volvió a la puerta de vaivén.
Iba a agarrar el pestillo cuando escuchó un sordo golpe en el vestíbulo de arriba, en lo alto de las escaleras. Sonaba como si hubiesen dejado caer un cajón, o una caja de madera, pesado. Se detuvo, escuchando.
El sonido seco de la voz de Rocky Taylor llegó de arriba.
– ¡Caray! Pesa más que un caballo.
– ¡Sh… anormal! Hay un poli en el estudio -ésa era Cornelia Mullins-. Tenemos que salir de aquí, Rocky. Ahora o nunca.
– Cuando lo tengamos abajo, tú te quedas con ello mientras que yo voy a buscar la camionera. ¿Preparada? ¡Arriba!
Ellery Queen echó a correr por la carretera. Se agachó detrás del seto, vigilando la puerta de vaivén de la entrada de servicio. Al pie de los escalones, Rocky Taylor y la rubia Cornelia Mullins dejaban un baúl en el suelo. El baúl media unos cinco pies de largo y cuatro de ancho. Pasaba de los cuatro pies de altura.
Cornelia se sentó sobre él. Rocky Taylor abrió la puerta, asomó la cabeza y miró hacia arriba y abajo de la carretera.
– Hay un coche ahí fuera -dijo-. ¿De quién crees que es?
– No importa -dijo Cornelia-. Date prisa. Por lo que más quieras, date prisa.
Seguro de que no había nadie en los alrededores, Rocky comenzó a andar hacia el garaje -un edificio grande de madera pintado de rojo, que había sido antes granero. Estaba, al final del paseo de coches, a cincuenta yardas de la casa.
Después de haber andado unos pasos, Taylor empezó correr.
Ellery Queen le vio abrir la puerta del garaje y mover con el pie una piedra contra ella para mantenerla abierta. Taylor desapareció en el interior. Un instante después se oyó el resoplido de un motor, y luego la camioneta salió. Rocky Taylor la detuvo al lado de la entrada de atrás, y salió, dejando el motor encendido.
A lo largo del costado del coche, Ellery leyó: Casa de Salud John Braun, y más abajo, en letras más pequeñas: El Cuerpo Hermoso.
De pronto, el baúl que Rocky Taylor y Cornelia Mullins sacaban del edificio se tornó significativo para Ellery. Era evidentemente pesado; Rocky estaba sudando. Lo dejaron en el camino al lado del coche y él comenzó a enjugarse la cara y el cuello.
– Date prisa, Rocky, ¿quieres? -dijo Cornelia, mirándole con desprecio-. ¿Tienes que ser tan blando? Tenemos que sacarlo de aquí. La vieja señora Braun sospecha algo.
– No puedo mover eso hasta que recupere el aliento -protestó Rocky-. ¿Por qué supones que te despidió?
– Me odia. Siempre me ha odiado. Ahora que Braun ha muerto se cree que es la duquesa de Doojigger. El pequeño gorrión se ha convertido en un halcón. Vamos a ello, ¿no puedes?
Rocky Taylor abrió la puerta trasera de la camioneta.
– Está bien. ¡Arriba!
Cogió un extremo del baúl y ella la otra. Los tendones de su cuerpo se tensaron. Su cara, de color rojo púrpura, comenzó a sudar de nuevo. El baúl dio un golpe sobre el suelo de la camioneta. Juntos, lo empujaron dentro y cerraron las puertas de un golpe.
Las extrañas andanzas de un cadáver
– Por lo que más quieras, sácalo de aquí -había una nota de urgencia desesperada en la voz de Cornelia, que era normalmente tan segura de sí misma-. Que el cielo nos ayude si nos cogen.
Detrás del seto, Ellery Queen contemplaba a la hermosa rubia aguijonear a Rocky, que estaba exhausto a causa de sus esfuerzos con el baúl, empujándole hacia delante del coche. Subió hoscamente y se metió detrás del volante, y comenzó a pisar el embrague. Se detuvo y miró boquiabierto el paseo de coches.
– ¡La policía! -dijo, atontado-. ¡Connie, la policía!
Dando media vuelta, Ellery vio el coche de su padre. Había salido del paseo circular que pasaba por delante de la casa y se dirigía hacia la camioneta. El sargento Velie conducía. Sentado a su lado, el inspector se inclinaba hacia delante. Velie detuvo el coche de modo que bloqueaba el paseo de coches.
– ¿Qué pasa aquí? -exigió el inspector, bruscamente, saltando fuera del coche-. ¿Adónde se cree que van?
– Voy a llevar a la señorita Mullins a la estación -dijo Rocky, pasándose la lengua por los labios.
– Eso es lo que usted cree -contestó el inspector Queen-. Bájense de ahí.
Velie llegó a la camioneta Apagó el contacto y se guardó la llave en su bolsillo. Taylor se bajó del asiento del conductor y empezó a secarse el cuello.
– ¿Qué estaban cargando en la parte de atrás? -preguntó el inspector con sequedad.
– El baúl de la señorita Mullins -dijo Rocky con nerviosismo.
El inspector fue a la parte trasera de la camioneta y abrió las puertas.
– Venga aquí, Taylor -ordenó-. Saque ese baúl de ahí y ábralo. Ayúdele, Velie.
Velie se dirigió a la parte de atrás de la camioneta, empujando a Taylor a un lado. Metió sus largos y poderosos brazos. Agarró ambos bordes del baúl; lo depositó en el suelo tan fácilmente como si fuese una caja de sombreros femeninos.