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– Ábralo -le dijo suavemente a Rocky Taylor.

– No tienen derecho… -empezó Cornelia; pero ante la mirada del inspector se apaciguó.

Rocky sacó un manojo de llaves de su bolsillo. Insertó una de ellas en la cerradura.

– Así que -dijo el inspector Queen- éste es el baúl de la señorita Mullins y lleva usted la llave en su llavero -se acarició su bigote gris, desviando sus brillantes ojos viejos desde Taylor a la mujer y al baúl.

Rocky Taylor no dijo nada. Abrió la cerradura, soltó los pestillos y levantó la tapa.

El inspector Queen y Velie atisbaron el interior. Había asombro en sus caras. Detrás de ellos la puerta de vaivén dio un portazo. Todos se volvieron velozmente. La señora Braun se acercó rápidamente a ellos.

– Señorita Mullins -dijo en tono seco y autoritario-. Le dije hace una hora que está usted despedida. Le dije que se largase. ¿Qué hace aquí todavía?

– Lo siento, señora Braun. Nadie se va a ir de aquí -dijo el inspector Queen-. Nadie en absoluto. Esas son mis órdenes.

– ¡Oh! -dijo la señora Braun, sumisa de repente-. ¡Oh!, yo no entendí… -miró el interior del baúl y emitió un sonido inarticulado-. ¡Pero…! ¡Pero…! -dijo.

Cornelia, que había estado lanzando miradas asesinas a la señora Braun, miró hacia otro lado.

La señora Braun se acercó al baúl y sacó una lámpara solar. Era una lámpara muy cara. Su superficie de cromo lanzaba destellos a la luz del sol. Había otras lámparas médicas en el baúl (por valor de varios centenares de dólares, con sus armaduras y pies).

– ¿Qué hace usted con este equipo? -exigió la señora Braun a Cornelia Mullins.

– El señor Braun me lo dio -dijo Cornelia fríamente.

– Eso es mentira -dijo la señora Braun-. Es usted una mentirosa, además de una ladrona.

– Son mías -insistió Cornelia, iracunda-, y pretendo utilizarlas en el sanatorio de salud que voy a abrir.

– Me devuelve usted mi propiedad o haré que la arresten -la señora Braun se dio la vuelta y se dirigió majestuosamente hacia la casa.

– La vieja gata -murmuró Cornelia-. Ella no puede…

– Anden ustedes dos -interrumpió el inspector-. Vayan adentro y quédense ahí. No pueden salir sin orden mía.

Obedecieron sin contestar. En la puerta se cruzaron con Jim Rogers, que salía.

– Buenos días, inspector -dijo-. ¡Buenas, sargento! ¿Hay algo nuevo? ¿Mostró algo la autopsia?

– Han robado el cuerpo -anunció el inspector Queen.

Rogers parpadeó.

– ¡Robado! ¿Quiere decir que alguien se introdujo en el depósito?

– No; alguien lo robó antes de que saliese de aquí.

– Pero yo vi cómo lo sacaban.

– Eso es lo que nosotros pensábamos también -dijo el inspector; frunció el ceño de pronto al ver a Barbara de pie en la puerta de vaivén-. Lo siento, señorita Braun -dijo-. Siento que lo haya oído. No quería entristecerla a usted o a su madre.

– Pero ¿cómo pudo ocurrir una cosa tan horrible?

La cara de Barbara se había tornado del color de la ceniza húmeda.

– Eso es lo que intentamos averiguar.

Después de un momento, Barbara preguntó, mientras Jim Rogers cruzaba el paseo para reunirse con ella:

– ¿Han encontrado a Nikki Porter, inspector Queen?

Él negó con la cabeza.

– Todavía no.

– Pero ¿no se da cuenta de que esto prueba que Nikki es inocente? No pudo hacer esto de modo alguno.

El inspector se encogió de hombros.

– Si usted la arresta conseguiré un abogado. Conseguiré el mejor abogado de Nueva York para que la defienda.

– Admiro su lealtad, señorita Braun.

Barbara y Rogers volvieron a la casa.

– Vamos, Velie -dijo el inspector Queen-, quiero subir y ver a Flint -su boca se endureció. Comenzó a caminar hacia la casa.

– ¡Papá!

La cabeza del inspector giró repentinamente.

Ellery Queen salió de detrás del seto.

– Parece que surges donde quiera que voy -dijo el inspector, frunciendo el ceño.

Velie parecía divertido.

– Meta una moneda en la ranura y vea cómo surge el señor Queen -dijo.

– Pensé que quizá quisieses que te mostrase dónde estaba el cuerpo -dijo Ellery, encendiendo un cigarrillo.

– ¿Sabes dónde está el cuerpo? -el inspector Queen le miró estupefacto.

– No lo sé -dijo Ellery-. Pero ¡puedo deducir dónde está, probablemente!

– ¡Puf! -el inspector bufó-. Deducir. ¡Tú y tus deducciones!

– Sígueme -dijo Ellery Queen-. ¡Los escépticos son mi fuerte!

Al entrar en el estudio de Braun, Flint, el policía de paisano, de servicio allí, se levantó.

– Acaban de llamarle de la comisaría, inspector.

– ¿Qué pasa?

– Zachary, Cornelia Mullins, Taylor y Rogers no tienen antecedentes -dijo Flint, con voz aburrida-. La Mullins era una bailarina, Taylor su agente de prensa.

– ¿Alguna noticia de la chica esa, Porter?

– No, señor.

El inspector se volvió a Ellery Queen.

– ¿Bien, Ellery? Haz tu truco.

Ellery entró en el dormitorio. El inspector y Velie le siguieron.

Ellery se dirigió a la puerta del armario.

En el suelo, debajo de la fila de trajes que colgaban de la barra, estaba el cuerpo desnudo de John Braun.

Una expresión de alivio se extendió por la cara del inspector, mientras el sargento miraba con la boca abierta.

– ¿Dijiste que habías deducido esto, Ellery? -el inspector Queen preguntó-. Supongo que querías decir que pensaste que estaba aquí porque es el lugar más improbable.

– ¡Ja, ja! -dijo el sargento Velie.

Ellery sonrió.

– Simplemente te parece improbable a ti porque te figuras que el asesino sabría que la policía miraría seguro en un lugar tan obvio como un armario. De hecho, es el único lugar que pudo escoger; excepto, por supuesto, el cuarto de baño. Pero el asesino razonó, bastante correctamente, que habría un detective de guardia aquí, y que el detective podría tener razones para entrar en el cuarto de baño durante la noche, pero no así para abrir el armario, que ya había sido registrado durante la investigación rutinaria. La estatua fue sustituida por el cuerpo ayer por la tarde durante los diez o doce minutos en que no hubo nadie aquí. Había policía por todas partes. Si el asesino se hubiese llevado el cuerpo fuera de las habitaciones de Braun seguro que le hubieran visto. Estaba desesperado, pero no loco. No quería que se efectuase la autopsia. Hizo lo único que podía hacer, dadas las circunstancias.

– Pero ¿por qué -preguntó el inspector- hizo esto el asesino, si sabía que tarde o temprano descubriríamos la sustitución y encontraríamos el cuerpo? ¿Qué consiguió con ello?

– Bueno, eso -dijo Ellery Queen- es un problema completamente diferente -sus ojos plateados se nublaron y se dio la vuelta.

El inspector Queen se volvió hacia el sargento. Había un brillo de satisfacción en sus ojos.

– Llama al doctor Prouty -ordenó-. Dile que he dicho que venga inmediatamente, con la camioneta del depósito.

También había un destello en los ojos de Velie, al coger el teléfono.

– Oiga, doctor -dijo un instante después-, hemos encontrado algo que le pertenece.

El doctor Prouty entró en el dormitorio de Braun un poco después de las once. Le seguía el conductor de la ambulancia y un ayudante con chaqueta blanca, llevando una camilla.

– ¿Tenías que volver a arrastrarme otra vez hasta aquí, eh? -gruñó.

– La última vez tus hombres del depósito se llevaron una estatua en vez de un cadáver -dijo el inspector Queen-. Pensé que era mejor que esta vez supervisases el asunto personalmente.

Prouty gruñó.

– Querrás decir que tus hombres les dieron una estatua. Bueno, no te puedo culpar por ser desconfiado ahora después de cómo lo estropeaste todo. Tienes razón, Queen, sólo hay que poner el asunto en manos del doctor Prouty, y ya sabes que no hay que preocuparse de nada. ¡Esta vez el cuerpo llegará al depósito, seguro! -dio órdenes a los hombres.