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– Pero, Ellery, sólo me queda hasta mañana. ¿Qué vamos… qué vas a hacer?

– Yo me voy a dormir -dijo Ellery Queen.

– ¡Dormir! -repitió Nikki espantada.

– He pensado hasta que mi cerebro se ha liado. Voy a dormir dos horas. Quizá eso engrase los engranajes cerebrales. A las tres y media de la madrugada voy a volver a la Casa de Salud. La solución hay que encontrarla allí; sólo hace falta que tenga el suficiente sentido común como para reconocerla cuando la vea. Es la última oportunidad, Nikki Porter, así que largo de aquí y déjame dormir -se incorporó para alcanzar la luz.

– Voy contigo -anunció ella firmemente.

– No seas tonta.

– No soy tonta. Voy contigo. Yo estaba en las habitaciones del señor Braun cuando le asesinaron. Quizá he olvidado decirte algo. Estaré allí para contestar preguntas. Después de todo, yo soy la que voy a ser encerrada en prisión si no se encuentra al asesino. ¡No tienes derecho a rechazar mi ayuda!

– No seas idiota -dijo Ellery Queen apagando la luz-. Vuélvete a la cama.

– Es igual -dijo la señorita Porter en voz baja en la oscuridad-. ¡Voy contigo!

Mutis

Los faros del coche iluminaban el bosque delante de ellos cuando Ellery Queen giró para tomar la acusada pendiente de la avenida Gun Hill. A la mitad de la colina las apagó y puso las luces de posición. Brillaban suavemente en la neblina que una brisa ligera barría a través de la carretera. Redujo la velocidad del coche. A la izquierda quedó a la vista la puerta de la verja de la Casa de Salud. Rachas de neblina giraban por allá, en espirales que se alzaban y desaparecían en una lenta zarabanda fantasmal.

– ¿Por qué no conduces hasta dentro? -susurró Nikki mientras pasaban de largo la puerta. «¿Por qué había susurrado?», se preguntó a sí misma. No había razón para susurrar.

– No quiero que nadie sepa que estamos aquí -gruñó Ellery-. Iremos por la vieja carretera, por la que tú saliste.

A unas cuantas yardas un poco más allá, en la carretera, encendió las luces largas, encontró la vieja carretera y las volvió a apagar. Durante varios minutos el coche descendió a saltos sobre las rocas hasta la carretera abandonada, y luego Ellery se volvió hacia un pequeño claro. Dio marcha atrás y giró de modo que mirase montaña arriba, cerca del lado de la carretera, de forma que quedaba escondido por un bosquecillo de abetos.

– Iremos andando desde aquí -anunció, apagando el motor y las luces y metiéndose las llaves en el bolsillo.

Se bajaron. Ayudados por la linterna de Ellery, continuaron carretera abajo hasta que llegaron al camino de tierra que llevaba hacia el sur a través del bosque hacia la casa.

Era como caminar por un túnel serpenteante. Paredes de negrura les encerraban, paredes de negrura enormemente gruesas e interminables. Y sobre sus cabezas el impenetrable follaje descansaba opresivamente sobre el pesado aire como un palio. El rayo cónico de la luz de la linterna atravesaba la neblina sólo hasta unos cuantos pies delante de ellos, arrojando sombras fantásticas.

A la izquierda se oyó el ruido de un palito al partirse. Se detuvieron escuchando. Del río, mucho más abajo, venía el silbido penetrante de un vapor. Era contestado en la distancia por una grande y profunda explosión de algún carguero. Otra vez se oyó el ruido de un palito al partirse.

Ellery apagó la linterna. Podía escuchar la rápida respiración de Nikki. Los dedos de ella se agarraban a su brazo.

Cerca se oyó el crujir de hojas. Silencio. Luego algo corrió por encima del pie de Nikki. Se las arregló para no gritar.

Ellery le apretó el brazo.

– Una ardilla -dijo, y encendió la linterna rápidamente.

Un murciélago planeó a través del brillante rayo. Le seguía otro en huida zigzagueante y errática. Se precipitó en la oscuridad y un instante después rozó la mejilla de Nikki. Ella apretó los dientes para impedir que le castañeteasen y clavó sus dedos en el brazo de Ellery.

– Salgamos de aquí -murmuró ella, acercando sus labios al oído de él.

Continuaron por el camino sin hablar, escuchando. Aunque ninguno de los dos lo dijo, cada uno estaba convencido de que había alguien más en el bosque.

Cuando llegaron al camino de cemento que corría por el seto de alheña, para sorpresa de Nikki, Ellery giró a la derecha y la guió cruzando el césped, manteniéndose pegado al borde del bosque. Se detuvo delante de un gran montón de tierra suelta e iluminó con la luz el agujero negro que les miraba.

Nikki emitió un sonido entrecortado.

– ¡Ellery! ¿Qué es eso?

– Amos, el viejo loco, está cavando una tumba aquí -volvió la luz hacia el montón y vio la pala cerca del pie.

– ¡Una tumba!

– ¡Sh! -Ellery se había dado la vuelta y estaba mirando hacia la casa, cuya silueta se destacaba contra el brillo rojizo de las luces de Manhattan al sur.

Una luz había sido encendida y apagada en una de las ventanas del segundo piso. Volvió a centellear dos veces y luego la casa quedó en la oscuridad.

– Vamos -dijo él, dirigiéndose hacia la fachada del edificio.

Con la linterna apagada, cruzaron el césped como sombras. Una luz tenue brillaba a través de la ventana del vestíbulo de recepción. Cruzaron la galería de puntillas. Ellery llamó ligeramente a la puerta.

– Hay un oficial de servicio -dijo suavemente-. Nos dejará entrar.

Pero nadie salió.

Volvió a llamar. Seguía sin haber respuesta. Se acercó a la ventana y miró por ella.

Sentado en la silla de la recepcionista, un policía uniformado estaba derrumbado sobre la mesa, sus brazos extendidos delante de él, hacia el tablero de la centralita. Cerca de su cabeza, una fea mancha oscura se extendía sobre el papel secante marrón. Brillaba suavemente, como el metal de un fusil, la luz de arriba.

La ventana estaba medio abierta. Ellery Queen tiró de ella hacia arriba, le hizo un gesto a la horrorizada Nikki para que se quedase donde estaba, pasó su pierna por encima del quicio de la ventana y se introdujo dentro. Durante un instante se quedó mirando la ancha espalda del policía, las fláccidas manos que colgaban por los bordes de la mesa y los objetos que había sobre ella.

Se inclinó hacia delante y con un dedo tieso pinchó el costado del hombre. El resultado fue un leve gemido. Volvió a pinchar. El policía se movió, gruñó y volvió a quedarse quieto. Ellery le sacudió del hombro.

– Jerry, despierte.

– ¿Qué pasa? -murmuró Jerry sin moverse-. ¿Qué pasa? ¿Eh?

Ellery le volvió a sacudir.

El oficial lentamente se incorporó y parpadeó con sus ojos inyectados en sangre mirando a Ellery Queen. Miró, borracho, la botella vacía de whisky que estaba tumbada y los dos vasos vacíos que estaban encima del tablero, y luego siguió parpadeando, mirando a Ellery. Ellery sonrió.

Con una violenta sacudida de su cuerpo, Jerry recuperó completamente la conciencia.

– ¡Señor Queen!

– ¡Hola! -dijo Ellery.

– Ahora, ¿qué demonios? -preguntó Jerry-. ¿Cómo me pudo pasar esto?

– ¿Cuántos bebió?

– Dos -dijo Jerry ceñudo-. Dos whiskies. Pequeños, de verdad. ¿Quién pensaría que emborracharían a un hombre? Naturalmente, no soy un bebedor, pero ¿quién habría pensado que dos tragos…?

– La botella está vacía -dijo Ellery señalándola.

– Sólo estaba medio llena cuando él la trajo. Nos tomamos dos vasos cada uno, eso es todo. El maldito se la debió de terminar. Estaba medio bebido cuando bajó.

– ¿Quién era? ¿Flint?

– No. Flint nunca bebe cuando está de servicio, y yo no toco esto, excepto quizá un desahogo o dos en Navidad.