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– Sí, ya lo veo -dijo Ellery.

– Señor Queen, ¿usted no se lo va a decir al inspector? De verdad que sólo me tomé dos. Sólo lo hice para mantener quieto al tipo ese. Tenía que seguirle la corriente, tan bebido estaba.

– Lo que usted haga no es cuestión mía -dijo Ellery-. Estoy seguro de que todo fue en cumplimiento del deber. Pero ¿quién era el que le emborrachó?

Jerry puso cara de alivio y agradecimiento.

– El doc… doctor Rogers. Pensé que se iba a romper el cuello bajando las escaleras. Decía que estaba muy triste y que si no encontraba a nadie que bebiese con él se iba a volver loco.

– ¿Cuándo fue eso?

El policía sacó un grueso reloj de níquel y lo miró.

– Hace una hora. Son ahora las cinco menos cuarto.

Ellery abrió la puerta principal y le dijo a Nikki que entrase. El color le había vuelto a la cara. Jerry parpadeó mirándola y luego miró a Ellery.

– Mi secretaria -explicó Ellery-. La señorita Nellie Snodgrass.

Nikki sonrió e hizo un gesto con la cabeza.

– Encantada de conocerle, oficial.

Jerry siguió parpadeando.

– Todo el placer es mío, señorita Snodgrass.

– Nell -dijo Ellery-, tú esperas aquí con el oficial Jerry Ryan. Volveré dentro de poco -silenciosamente se dirigió a las escaleras.

En el estudio encontró a Flint y por él se enteró de qué habitaciones ocupaban las personas que vivían en la casa. Fue directamente a la habitación de Jim Rogers. Incluso antes de abrir la puerta pudo oír los ronquidos de Jim. Cruzó la habitación y encendió la linterna sobre la cama. Jim estaba boca arriba, con la boca abierta. Su pecho se alzaba y bajaba, acompañado por el ritmo de sus ronquidos. Ellery encendió y apagó la luz varias veces, iluminando la cara de Jim. Los ojos siguieron cerrados. La habitación apestaba a whisky.

Ellery Queen siguió el vestíbulo hasta la parte de atrás a la habitación de Rocky Taylor, que estaba en lo alto de las escaleras posteriores, enfrente de la de Cornelia Mullins. Las dos puertas estaban abiertas. Entró primero en la de Rocky y luego en la de Cornelia. Las dos estaban vacías. No se había dormido sobre ninguna de las dos camas.

Rápidamente bajó las escaleras de atrás y salió por la puerta de persiana. Corrió por el paseo de coches hacia el garaje. Las puertas abiertas le miraban. Encendió la luz en su interior. La camioneta estaba entre el coche de Jim Rogers y la limusina de Braun; detrás había un tractor Ford. El coche de Rocky Taylor había desaparecido.

Ellery Queen echó a correr de vuelta hacia el vestíbulo de recepción. Cruzó rápidamente hacia la puerta en la que se leía Claude L. Zachary, entró en la oficina y en la habitación de más atrás. Un instante después estaba de vuelta en el vestíbulo de recepción.

– Jerry -dijo-, será mejor que llame al inspector Queen inmediatamente. Lo encontrará en casa. La señorita Mullins y el señor Taylor se han largado. Se fueron en el coche de él. El señor Zachary parece que se fue andando. Por lo visto no quería molestar a nadie, ya que se fue por la ventana.

El siniestro merodeador

Ellery Queen se encontraba asomado a la ventana del dormitorio de John Braun, mirando a través de los dibujos de la reja de hierro. Los fuertes rayos de luz del sol naciente rayaban el Hudson, reluciendo sobre las plácidas aguas, produciendo destellos cuando a veces una bocanada de viento barría la superficie, tornando de color magenta las Palisades, de color marrón grisáceo, que se alzaban, altivas, sobre el agua. De un antiguo nogal situado exactamente delante de la ventana venía la excitada charla de un grupo de gorriones. Pero Ellery ni veía los rayos dorados de sol, ni oía la charla mañanera. Apenas si se daba cuenta de la existencia del petirrojo que saltaba acompasadamente a través del verde césped, cogía con el pico un gusano en la tierra y echaba a volar. Distraído, apagó el cigarrillo sobre el antepecho de piedra, lo tiró por la ventana y cogió una pequeña pluma negra. Perdido en pensamientos, se acarició el dorso de la mano con ella.

Durante la media hora que había pasado desde que Jerry hubo telefoneado al inspector para informar de la desaparición de Zachary, Taylor y Cornelia Mullins, Ellery había estado en todas las habitaciones de la casa, excepto aquellas en las que estaban durmiendo la señora Braun y Barbara. Había visitado una vez más el sótano y había revisado el ático. Había golpeado nuevamente las paredes del dormitorio de Braun, el cuarto de baño y el armario donde había sido escondido el cuerpo. Había examinado otra vez el techo, el suelo y las rejas de las ventanas.

Tenía que haber una solución. Tenía que haber sido hecho de alguna manera. Pero ¿cómo? Pobre Nikki. Él había fallado. ¡Y qué prueba tendría que soportar ella porque él había fallado! Por su ceguera. Él estaba ciego. ¡Ciego! Y era un imbécil. Un imbécil inútil. Un miserable gusano. ¿Un gusano? ¿Un gusano?

Automáticamente dejó de acariciarse la mano. Sus ojos se entrecerraron. Sus sentidos estaban ahora alerta, su cuerpo, tenso. Vio los rayos de luz del sol. La charla de los gorriones sonaba en sus oídos.

Giró rápidamente.

Nikki estaba dormida en el sillón de orejas de Braun, descansando la cabeza contra el quimón floreado, las largas pestañas negras sobre sus pálidas mejillas.

Se acercó de puntillas al sillón, se inclinó y, con la pluma, le hizo cosquillas en la punta de la nariz.

Ella abrió los ojos. Se incorporó de pronto.

– ¡Ellery! ¡Ellery! Estaba soñando. Tenía un horrible…

– Quizá esté loco -la interrumpió Ellery-, pero creo que tengo algo. Espera aquí. No hagas nada -se apresuró fuera de la habitación.

Después de unos instantes volvió, llevando una gran lámpara solar. La puso de pie cerca de la ventana y enchufó el cable a un enchufe en el rodapié. Un óvalo de brillante luz apareció sobre la alfombra.

– Bien, él estaba tumbado por aquí -Ellery Queen hablaba más para sí mismo que para Nikki-. Y su mano derecha estaba aproximadamente -no exactamente- ahí -dijo, señalando un punto sobre la alfombra a una pequeña distancia de la mancha de sangre-. Y murió alrededor de las tres. Las tres como mucho. Sobre las dos realmente. Luego el sol estaba bastante alto en el cielo. Estaría brillando sobre el escritorio y… -reajustó el rayo de luz de modo que incluía el área exactamente detrás de donde había indicado que descansaba la mano.

Nikki observaba, primero, con interés, y luego más y más escéptica.

– ¿Es tu teoría -preguntó- que el caballero murió de un golpe de sol?

– Con lo que el sol entraría con un ángulo como éste -murmuro Ellery, ignorando a Nikki. Tiró hacia atrás de la lámpara sin cambiar de sitio el área de luz brillante sobre la alfombra y luego se dirigió a Nikki-. Dame tu pulsera.

Más intrigada que nunca, ella se quitó el brazalete de brillantes del brazo y se lo tendió. Él miró los prismas de cristal que alternaban con trozos de acero cortado y altamente pulido.

– Esto tiene que servir muy bien -dijo-. Gracias. A lo mejor lo recuperas y a lo mejor no.

– Pagué dos dólares y medio por él, además de los impuestos.

– Te timaron -Ellery colocó la pulsera cerca del centro del óvalo de luz en el suelo y se echó hacia atrás. Brillaba, enviando destellos prismáticos-. ¡Absolutamente perfecto! -agarró a Nikki por el brazo y tiró de ella hacia el estudio-. Ven. Tenemos que escondernos.

Detrás de la puerta se detuvo.

– Silencio -ordenó, volviéndose de modo que pudiese ver la pulsera sobre el suelo del dormitorio-. No te muevas pase lo que pase.

– ¿Eh, qué pasa? -preguntó Flint acercándose a ellos.

– ¡Sh! Échese hacia atrás. No haga ruido.

Esperaron. Excepto por el gorjeo de los pájaros en el nogal, el tic-tac, tic-tac del reloj del estudio y la respiración pesada del detective Flint, había silencio. Tic-tac, tic-tac. Pasó un minuto, dos minutos, tres.