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Acarició un lado del cuello del pájaro.

– ¡Kra-caw! -volvió a decir el cuervo, negándose a ser engatusado.

– ¿Qué es lo que tienes ahora? -preguntó el inspector Queen.

Ellery alzó aquel objeto para que lo pudiesen ver todos.

– Esto -anunció desde su alto asiento en el árbol- es un cortapapeles. Más específicamente, es el cortapapeles de John Braun, y todavía mas específicamente, es el cuchillo con el que se cortó su propio cuello. Allá va, hombres. ¡Cuidado con el filo! -Ellery dejó caer el cuchillo. Golpeó la tierra con un golpe seco. La hoja quedó enterrada hasta el mango en el césped y quedó brillando a los pies de Velie.

– Pero ¿cómo fue a parar a ese agujero? -preguntó el inspector Queen estirando el cuello.

– Los cuervos son aves notoriamente ladronas -declaró Ellery, juntando las manos por detrás del cuello y reclinándose confortablemente contra el tronco del árbol-. Es bien conocido que sienten una pasión incontrolable por los objetos brillantes y luminosos. Descienden hasta los robos y villanías del tipo más ruin para satisfacer su ansia por tales baratijas. José -dijo acariciando el dorso del pájaro- no es ninguna excepción; o si lo es, sólo en el extraordinario grado en que sus instintos predadores han sido desarrollados. Fue José el que se llevó el cuchillo una vez que Braun lo hubo utilizado para cortar su propia garganta. José fue atraído por el centelleo de los brillantes. Entró en la habitación por la reja de la ventana y cometió el robo sin ninguna vergüenza.

– ¿Se puede creer eso? -dijo Velie-. Entonces Braun se mandó a sí mismo al otro mundo. No hubo ningún asesino. ¿Se puede creer eso?

– Baja inmediatamente, Ellery -chilló el inspector quejumbrosamente-, antes de que se me parta el cuello.

– Sólo un segundo, papá.

El brazo de Ellery estaba otra vez en el agujero del tesoro de José. Extrajo un sobre sellado con cera roja y un pedacito de piedra amarilla. Garrapateado a través del sobre se leía: Ultima voluntad, testamento de John Braun.

– ¿Qué es eso amarillo que has encontrado, Ellery? -preguntó Velie.

– ¡Espere! Eso va contra la ley -dijo el oficial Ryan piadosamente. Velie le fulminó con la mirada. Ellery se rió.

– Un trozo de piedra rota que el viejo Amos sacó de la tumba que está haciendo. No, papá, no quería engañarte -Ellery tiró el trozo de piedra-. John Braun fue asesinado, a pesar de todo. De hecho, yo sé quién es el asesino. El asesino fue…

El oficial Ryan cogió el fragmento amarillo y lo miró especulativamente.

– ¿Qué es eso de Amos? -dijo-. Ese viejo está tocado. Tenía un ataque hace un momento. Corrió hacia mí y me agarró. ¡Debían de haber visto su mirada! Totalmente loco, sí. Dijo que alguien le había quitado su pala y no podía cavar su tumba.

– ¿Cuándo? -exigió Ellery.

– Hará unos cinco minutos. Está mal, muy mal. Me arrastró hasta la tumba y me contó cómo surgió un brazo de la pila de tierra. No encontró su pala allá arriba en el agujero, ¿verdad, señor Queen?

Ellery Queen aterrizó sobre el césped de golpe. Agarró a Jerry Ryan por los hombros.

– ¿Estaba allí la pala o no estaba? -gritó.

– ¿Qué le pasa, señor Queen? Allí no había ninguna pala. El viejo loco chochea. Se metió en el bosque para encontrar al ladrón.

– Entonces el asesino está en el bosque ahora -gritó Ellery. ¡Y Nikki! ¡Y Nikki!, estaba pensando. Había enviado a Nikki al bosque, con el asesino. Giró para encararse con el inspector-. Papá, tú y Velie conducid hasta la vieja carretera que cruza el bosque. Está a unos cuantos centenares de yardas al norte de la avenida Gun Hill. Sacad vuestros revólveres -se volvió hacia Ryan-. Baje hasta el camino del ferrocarril, Jerry. Sígalo hacia el norte hasta que llegue a la carretera que lleva hacia arriba por el barranco. Tenemos atrapado al asesino. ¡Por amor del cielo, daos prisa!

– Pero, Ellery -protestó el inspector-, si Braun se suicidó…

– Papá, le asesinaron también. Rápido. El asesino fue…

Un lejano chillido heló a los cuatro hombres debajo del nogal. Retumbo y resonó a través del barranco.

Ellery Queen se lanzó hacia el bosque con grandes y ávidas zancadas.

– ¡Coge tu coche, papá! Rápido -vociferó mientras corría.

Las manos del asesino

Cuando Nikki Porter dejó a Ellery, corrió a lo largo del boj y luego del seto de alheña como si la persiguieran los demonios. Pero en cuanto llegó al abrigo del bosque redujo el paso, corrió una corta distancia y al poco comenzó a andar.

En el dormitorio de John Braun había estado tan sobresaltada y asustada por la llegada del inspector, incluso aunque ya sabía que se encontraba en camino hacia el lugar del crimen, que no se había parado a pensar qué significaba que el cuervo huyese con la pulsera. Ahora, de pronto, vio la verdad.

¡Así era como había desaparecido el estilete! ¿Por qué estaba corriendo? ¿De qué estaba huyendo? ¡Qué ridículo! Ahora no tenía nada que temer. Encontrarían el cortapapeles en algún sitio -dondequiera que lo hubiese llevado el cuervo-. En el árbol probablemente. Allí era donde el horrible pájaro debía de haberlo llevado. ¡Qué pájaro! Fue agudo por parte de Ellery Queen. ¡Cómo se le pudo ocurrir! ¡De todas las fantásticas ideas! ¿Qué pudo haberle metido la idea en la cabeza?

Estaba a salvo, libre, libre como José. ¡Oh, qué estupendo era no preocuparse! Ahora no soñaría con cientos de ojos grandes y brillantes como focos de automóviles, mirándola, y dedos señalando; una enorme habitación llena de personas señalándola, chillando: «Ella… ella… ella».

El aire era suave y agradable. El sol era bueno; rayos cálidos, brillantes, alegres, filtrándose a través de las hojas verdes, sesgados, riéndose con las trémulas hojas de álamo. Y la noche anterior se había asustado del bosque. Agradable y amistoso bosque. Ardillas y… Una pobre ardilla había corrido por encima de su pie. Probablemente había estado más asustada que ella. ¡Y los murciélagos! Bueno, los murciélagos no eran tan agradables. Se pueden meter en el pelo. Probablemente ahora estarían dormidos, colgados por sus patas de alguna rama, resguardados de la luz, cerca de la mitad del tronco de los abetos. ¿O vivían en cuevas? ¿Qué importa? Se rió en voz alta.

¡Oh!, el bosque era agradable, tan verde y fresco, frío en la mañana temprano. Qué tontería lo convencida que había estado de que alguien les había estado observando a ella y Ellery la noche anterior.

Había estado caminando lentamente por el camino ondulante, sus ojos en el suelo para evitar las raíces a flor de tierra que se retorcían en dibujos fantásticos, como deseosas de agarrar sus tacones altos y hacerle tropezar, y ahora vio una mata de pirola. Se agachó para coger un solitario capullo de gaulteria. Aspiró su dulzura y contó los delicados pétalos.

Sí, Ellery era -bueno, por lo menos ya nunca pensaría en él como un…-, bueno, un bobo otra vez.

Había llegado a la vieja carretera. No estaba ni la mitad de lejos yendo a través del bosque. Realmente era delicioso. Y ¡oh, una ardilla!

– Ven aquí, ardilla. No te asustes, tonta. Ven aquí. Te encontraré una nuez.

La ardilla se sentó sobre sus patas traseras, la miró dubitativamente un momento y saltó, saltó una distancia de unos pies por la carretera. Nikki la siguió.

– No seas así. ¡Vuelve aquí! No te voy a hacer daño.

La ardilla brincó sin prisa. Saltó sobre el tronco de un árbol y desapareció.

Nikki comenzó a rodear el árbol.

Se detuvo.

Una ambulancia…

¡Una ambulancia! En medio de la vieja carretera ¿Qué demonios hacía una ambulancia aquí, en el barranco?